Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Era la última hora de la tarde cuando una nube de polvo apareció a lo lejos. Grigori notó las vibraciones en el suelo bajo sus botas de fieltro, y no tardó en percibir el repiqueteo de los cascos de los caballos. Los aldeanos se pusieron de rodillas, y Grigori hizo lo propio al lado de su abuela. Los ancianos se colocaron boca abajo con la frente en el suelo, como hacían cuando venían el príncipe Andréi y la princesa Bea.
Aparecieron unos escoltas, seguidos por un carruaje cubierto y tirado por cuatro caballos. Los animales eran enormes, los más grandes que Grigori había visto en su vida, y galopaban a toda velocidad, con el lomo brillante de sudor y la boca llena de espuma alrededor de las bridas. Los ancianos se dieron cuenta de que no iban a detenerse, de modo que lograron apartarse justo a tiempo, antes de que las caballerías los arrollasen. Grigori lanzó un alarido aterrorizado, pero su grito fue inaudible. Cuando el carruaje desfiló ante ellos, su padre exclamó:
—¡Larga vida al zar, padre de su pueblo!
Para cuando terminó de decir aquello, el carruaje ya estaba dejando atrás la aldea. Grigori no había podido ver a los pasajeros a causa del polvo, y se dio cuenta de que no había visto al zar y que, por tanto, no iba a recibir ninguna bendición, y se echó a llorar a lágrima viva.
Su madre cogió la barra de pan de la mesa, partió un extremo y se lo dio para que se lo comiera, y el niño se sintió mucho mejor.
IV
Cuando a las siete en punto terminaba el turno en la fábrica Putílov, Lev tenía por costumbre irse a echar una partida con sus compañeros de timba o a beber con sus alegres amiguitas. Grigori siempre solía acudir a algún tipo de reunión: una charla sobre ateísmo, algún círculo de debate socialista, un espectáculo de la linterna mágica sobre tierras extranjeras, un recital de poesía. Sin embargo, esa noche no tenía nada que hacer. Se iría a casa, prepararía un estofado para cenar, le dejaría algo a Lev en la cazuela para que pudiese comer más tarde y se iría a la cama temprano.
La fábrica estaba en los arrabales del sur de San Petersburgo, y su aglomeración de chimeneas y de naves se prolongaba hasta cubrir casi la totalidad de una enorme extensión de la costa del mar Báltico. Muchos de los obreros vivían en la fábrica, algunos en barracones, pero otros se acostaban a dormir junto a sus máquinas, por eso siempre había tantos chiquillos correteando por allí.
Grigori estaba entre los que disponían de un hogar fuera de la fábrica. En las sociedades socialistas, podían planificarse las casas para los trabajadores al mismo tiempo que las fábricas, pero el arbitrario capitalismo ruso dejaba a millares de personas sin techo. Grigori ganaba un buen sueldo, pero vivía en una sola habitación a media hora a pie de la fábrica. Sabía que en Buffalo los operarios de las fábricas tenían electricidad y agua corriente en sus casas. Le habían dicho que algunos hasta tenían sus propios teléfonos, pero eso le parecía ridículo, como decir que las calles estaban pavimentadas con oro.
Su encuentro con la princesa Bea lo había transportado en el tiempo hasta su infancia. Mientras recorría las calles heladas, se negó a rememorar ni un minuto más de lo necesario aquel recuerdo insoportable. Y pese a todo, recordó la cabaña de madera en la que había vivido entonces, y volvió a ver el rincón sagrado donde se colgaban los iconos y, frente a él, el rincón de dormir, donde se acostaba todas las noches, normalmente al lado de una cabra o un ternero para no pasar frío. Lo que recordaba con toda nitidez era algo en lo que apenas había reparado en aquel entonces: el olor. Procedía de la cocina, de los animales, del humo negro de la lámpara de queroseno, y del tabaco liado a mano que fumaba su padre, envuelto en cigarrillos de papel de periódico. Cerraban firmemente las ventanas con trapos alrededor de los marcos para que no entrara el frío, de modo que el ambiente estaba muy cargado. En ese momento recreaba aquel olor en su imaginación, y sentía nostalgia de los días anteriores a la pesadilla, la última vez en su vida que se había sentido seguro.
No muy lejos de la fábrica, se topó con una escena que lo hizo detenerse en seco. En el cerco de luz que proyectaba una farola, dos policías, vestidos de uniforme negro con entretelas verdes, interrogaban a una muchacha. Por su abrigo tejido a mano y por la forma en que se había anudado el pañuelo en la nuca, Grigori dedujo que era una campesina que acababa de llegar a la ciudad. A primera vista, le echó unos dieciséis años, la misma edad que tenía él cuando su hermano Lev y él se quedaron huérfanos.
El más bajo y robusto de los dos policías dijo algo y dio unas palmaditas a la chica en la cara. La muchacha dio un respingo y el otro policía se echó a reír. Grigori recordó que cuando era un huérfano de dieciséis años, cualquier representante de la autoridad se creía con el derecho a maltratarlo, y sintió una compasión instantánea por aquella chica vulnerable. En contra de lo que le aconsejaba el buen juicio, se acercó al pequeño grupo. Solo por decir algo, anunció:
—Si estás buscando la fábrica Putílov, puedo enseñarte el camino.
El policía robusto se echó a reír y dijo:
—Encárgate de él, Ilia.
Su compinche tenía la cabeza pequeña y una cara malvada.
—Largo de aquí, escoria —le espetó.
Grigori no tenía miedo. Era alto y fuerte, con los músculos fortalecidos por el trabajo físico diario. Había participado en multitud de peleas callejeras desde que era un crío y no había perdido ninguna en muchos años. Lo mismo que Lev. Pese a todo, era mejor no meterse en líos con la policía.
—Trabajo de encargado en la fábrica —le explicó a la chica—. Si buscas trabajo, puedo ayudarte.
La muchacha le dedicó una mirada agradecida.
—Un encargado no es nada —dijo el policía corpulento, y fue la primera vez que miró a Grigori a la cara.
Bajo la luz amarillenta de la farola de queroseno, Grigori reconoció el semblante redondo con aquella estúpida expresión de hostilidad: el hombre era Mijaíl Pinski, el capitán de la comisaría local. A Grigori le dio un vuelco el corazón, porque era una locura enfrentarse en una pelea al capitán de la policía… pero lo cierto era que ya había ido demasiado lejos para dar marcha atrás.
En ese momento, la chica habló, y por el tono de voz, Grigori supo que estaba más cerca de los veinte años que de los dieciséis.
—Muchas gracias. Lo acompañaré, señor —le dijo a Grigori. Este vio que era muy guapa, de facciones delicadamente modeladas y con una boca amplia y sensual.
Grigori miró a su alrededor. Por desgracia, allí no había nadie más. Había salido de la fábrica varios minutos después del apelotonamiento de las siete en punto. Sabía que lo más sensato era dar media vuelta y marcharse, pero no podía abandonar a aquella pobre chica a su suerte.
—Te llevaré a las oficinas de la fábrica —le aseguró, aunque la verdad era que a aquellas horas ya estaban cerradas.
—Esta se viene conmigo… ¿a que sí, Katerina? —dijo Pinski, y empezó a manosearla, sobándole los pechos a través de la fina tela del abrigo y metiéndole la mano entre las piernas.
Ella retrocedió de un salto y exclamó:
—¡Quítame tus asquerosas manos de encima!
Con una velocidad y una precisión asombrosas, Pinski le pegó un puñetazo en la boca.
La chica chilló y escupió sangre.
Grigori estaba furioso. Olvidándose de la sensatez, dio un paso adelante, apoyó la mano en el hombro de Pinski y le propinó un fuerte empujón. Pinski se tambaleó hacia un lado y se cayó sobre una rodilla. Grigori se dirigió a Katerina, que estaba llorando:
—¡Echa a correr! —le ordenó, y luego sintió un dolor atroz en la nuca. El otro policía, Ilia, le había golpeado con la porra más rápido de lo que Grigori esperaba. El dolor era insoportable y cayó de rodillas, pero no se desmayó.
Katerina se volvió y echó a correr, pero no llegó muy lejos. Pinski extendió el brazo, la agarró del pie, y la muchacha cayó de bruces al suelo.
Grigori se giró y vio que la porra se cernía amenazante sobre él. Esquivó el golpe y logró ponerse en pie. Ilia trató de golpearlo de nuevo y otra vez volvió a fallar. Grigori lanzó un puñetazo al pómulo del policía y le pegó con todas sus fuerzas. Ilia cayó al suelo.
Grigori se dio la vuelta y vio a Pinski encima de Katerina, dándole patadas y puntapiés con las pesadas botas.
Oyó el ruido de un automóvil que se aproximaba, procedente de la zona de la fábrica. Al pasar por delante de ellos, el conductor pisó el freno y el vehículo se detuvo bajo la farola. En solo un par de zancadas, Grigori dio alcance a Pinski, agarró al capitán de policía por detrás con ambos brazos, lo inmovilizó y lo levantó varios palmos del suelo. Pinski se puso a dar patadas en el aire y a gesticular furiosamente, sin mucho éxito.
La puerta del vehículo se abrió y, para sorpresa de Grigori, el norteamericano de Buffalo salió del interior.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó. Su rostro juvenil, iluminado por la luz de la farola, era la viva imagen de la indignación, y se dirigió a Pinski, que seguía retorciéndose en el aire—. ¿Se puede saber por qué golpea a una mujer indefensa?
Era una suerte inmensa, pensó Grigori. Solo un extranjero podía poner objeciones al hecho de que un policía estuviese golpeando a una mujer.
La figura delgada y alargada de Kanin, el supervisor, se bajó del coche detrás de Dewar.
—Suelte al policía, Peshkov —le dijo a Grigori.
Grigori dejó a Pinski en el suelo y lo soltó. Este se dio media vuelta y Grigori se dispuso a propinarle un nuevo golpe, pero Pinski se contuvo. Con la voz emponzoñada, lo amenazó:
—No me voy a olvidar de ti, Peshkov.
Grigori lanzó un gemido: aquel hombre conocía su nombre.
Katerina se incorporó hasta ponerse de rodillas, gimoteando. Dewar la ayudó con galantería a levantarse, diciendo:
—¿Está usted malherida, señorita?
Kanin parecía sentirse incómodo; ningún ruso se dirigiría nunca a una campesina tan cortésmente.
Ilia se levantó, con expresión perpleja.
Del interior del automóvil surgió la voz de la princesa Bea que, hablando en inglés, parecía irritada e impaciente.
Grigori se dirigió a Dewar.
—Con su permiso, excelencia, voy a llevar a esta mujer al médico más cercano.
Dewar miró a Katerina.
—¿Es eso lo que quiere?
—Sí, señor —contestó ella, con los labios ensangrentados.
—Muy bien —dijo.
Grigori la tomó del brazo y se la llevó antes de que alguien pudiese sugerir lo contrario. Al llegar a la esquina, miró hacia atrás. Los dos policías estaban discutiendo con Dewar y Kanin bajo la farola.
Sin soltar aún el brazo de Katerina, siguió tirando de ella apresuradamente, a pesar de que la muchacha iba cojeando. Necesitaban ganar distancia entre ellos y Pinski.
En cuanto hubieron doblado la esquina, ella dijo:
—No tengo dinero para un médico.
—Yo podría hacerte un préstamo —dijo él, con cierto remordimiento; el dinero que tenía ahorrado era para un pasaje a América, no para curar moretones de chicas guapas.
Ella le lanzó una mirada calculadora.
—En realidad no necesito un médico —contestó—. Lo que necesito es un trabajo. ¿Podrías llevarme a las oficinas de la fábrica?
Aquella chica tenía agallas, desde luego, pensó, admirado. Un policía acababa de darle una paliza, y en lo único que pensaba era en conseguir trabajo.
—Las oficinas están cerradas, he dicho eso para confundir a los policías, pero puedo llevarte allí por la mañana.
—No tengo ningún sitio donde dormir.
Le lanzó una mirada recelosa que él no acabó de entender. ¿Acaso se le estaba ofreciendo? Muchas de las campesinas que llegaban a la ciudad, siendo apenas unas niñas, terminaban haciendo eso. Aunque tal vez su mirada significase justo lo contrario, que quería una cama pero no estaba preparada para hacer favores sexuales.
—En el edificio donde vivo hay una habitación que comparten varias mujeres —le explicó él—. Duermen tres o más en la misma cama, y siempre pueden encontrar sitio para otra.
—¿Está muy lejos?
Grigori señaló hacia delante, hacia una calle que seguía paralela a un terraplén junto a la línea ferroviaria.
—Está aquí mismo.
La chica asintió con la cabeza, y al cabo de unos momentos, entraron en la casa.
Grigori ocupaba un cuarto en la parte trasera del primer piso. El estrecho camastro que compartía con Lev estaba colocado junto a una de las paredes. Había una chimenea con un hueco para el fuego, y una mesa y dos sillas junto a la ventana que daba al ferrocarril. Una caja de embalaje colocada del revés hacía las veces de mesilla de noche, y encima de ella había un jarro y una palangana para el aseo.
Katerina inspeccionó el lugar paseándose con la mirada por todos los rincones, y luego dijo:
—¿Tienes todo esto para ti solo?
—¡No, no soy rico! Comparto el cuarto con mi hermano, que vendrá luego.
La muchacha se quedó pensativa. Tal vez temía que quisieran que se acostara con los dos, por lo que, para tranquilizarla, Grigori dijo:
—¿Te presento a las otras mujeres que viven en el edificio?
—Ya habrá tiempo para eso. —Tomó asiento en una de las dos sillas—. Déjame descansar un poco.
—Por supuesto.
Todo estaba preparado para encender el fuego; Grigori siempre lo dejaba ya listo por la mañana, antes de irse a trabajar. Acercó una cerilla a la leña. De repente, se oyó un estruendo parecido a un trueno, y Katerina se asustó.
—Solo es un tren —le explicó Grigori—. Estamos al lado de las vías.
Vertió agua del jarro en un caldero y luego lo colocó en el fuego para que se calentara un poco. Se sentó frente a Katerina y la miró. Tenía el pelo liso y claro, y el cutis también claro. Al principio le había parecido muy guapa, pero en ese momento vio que en realidad era bellísima, con un aire oriental en la estructura ósea que sugería unos orígenes siberianos. Su cara también tenía los rasgos de un carácter fuerte, con una boca grande que resultaba muy sensual, pero que también indicaba determinación, y una voluntad de hierro que se reflejaba en la intensa mirada de sus ojos azul verdoso.
La hinchazón de los labios que le había provocado el puñetazo de Pinski era cada vez más visible.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó él.
La muchacha se palpó los hombros, las costillas, las caderas y los muslos.