Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Rezaré por usted esta noche, señora Evans —dijo la reina. Y a continuación siguió al rey.
Cuando subían al carruaje, Fitz entregó a la señora Evans un sobre en cuyo interior, tal como Ethel ya sabía, había cinco soberanos de oro y una nota escrita a mano en el papel de cartas azul con el escudo de Ty Gwyn, con la siguiente frase: «Es el deseo del conde Fitzherbert que acepte esto en señal de sus profundas condolencias».
Y aquello, también, había sido idea de Ethel.
VIII
Una semana después de la explosión, Billy acudió a la iglesia con su padre, su madre y el abuelo.
El templo de la Iglesia de Bethesda era una estancia encalada con las paredes desnudas, desprovistas de cuadros u otras imágenes religiosas. Las sillas estaban dispuestas en filas ordenadas a cada uno de los cuatro costados de una sencilla mesa sobre la que había una barra de pan blanco en una bandeja de porcelana de Woolworth y una jarra de jerez barato: el pan y el vino simbólicos. El oficio no recibía el nombre de «comunión» o «misa», sino sencillamente la «partición del pan».
Hacia las once de la mañana, la congregación formada por un centenar de fieles aproximadamente se hallaba sentada en sus asientos, los hombres vestidos con sus mejores trajes, las mujeres con la cabeza cubierta por sombreros y los niños bien lavados y aseados a conciencia, trasteando en las filas del fondo. No había ningún ritual preestablecido: los hombres harían lo que el Espíritu Santo les impulsase a hacer, como improvisar una oración, anunciar un himno, leer un pasaje de la Biblia o pronunciar un breve sermón. Las mujeres permanecerían en silencio, por supuesto.
Aunque, en la práctica, sí se seguían ciertas pautas: la primera oración siempre la pronunciaba uno de los miembros más veteranos de la comunidad, quien entonces partía el pan y pasaba la bandeja al siguiente. Cada uno de los miembros de la congregación, excepto los niños, tomaba un pequeño pedazo y se lo comía. A continuación, se pasaba el vino, y todos bebían de la jarra, las mujeres dando pequeños sorbos y algunos de los hombres echándose unos buenos tragos. Después, todos se mantenían callados hasta que alguien sentía la necesidad de hablar.
Cuando Billy le preguntó a su padre a qué edad podía empezar a participar activamente, tomando la palabra, en el oficio, este le contestó: «No hay ninguna regla establecida. Seguimos lo que nos dicta el Espíritu Santo». Billy aplicó aquello al pie de la letra. Si le venía a la cabeza la primera frase de algún himno en algún momento de la hora que duraba el servicio, el muchacho lo interpretaba como una señal del Espíritu Santo y se levantaba para anunciar el himno. Era precoz por hacer algo así a tan temprana edad, lo sabía, pero la congregación lo aceptaba de buena gana. La historia de que Jesús se le había aparecido durante su iniciación en la galería había corrido como la pólvora en la mitad de las iglesias de los valles mineros de Gales del Sur, y todos consideraban a Billy un chico especial.
Aquella mañana, todas las plegarias iban dirigidas al consuelo de los familiares de los fallecidos, en especial de la señora de Dai Ponis, que estaba allí sentada con el rostro cubierto por un velo, acompañada de su hijo mayor, que parecía asustado. El padre de Billy pidió a Dios generosidad del corazón para perdonar la maldad de los dueños de la mina por haber burlado las leyes sobre los equipos de respiración y los sistemas de ventilación reversible. Billy sintió que se olvidaba de algo; no bastaba con pedir consuelo, lo que él quería era ayuda para comprender cómo encajaba aquella explosión en los designios de Dios.
Nunca había improvisado una oración. Muchos de los hombres rezaban con frases grandilocuentes y citas de las Escrituras, casi como si estuviesen pronunciando un sermón. Billy, por su parte, sospechaba que el Señor no se impresionaba con tanta facilidad, que siempre se conmovía más con las plegarias sencillas que nacían directamente del corazón.
Hacia el final del oficio, distintas frases y palabras empezaron a tomar forma en su cabeza, y Billy sintió el poderoso impulso de ponerles voz. Interpretando aquello como la voluntad del Espíritu Santo, decidió ponerse en pie.
Con los ojos cerrados, dijo:
—Oh, Dios, te hemos pedido esta mañana que brindes consuelo a aquellas personas que han perdido a un marido, a un padre, a un hijo, especialmente a nuestra hermana en el Señor, la señora Evans, y oramos para que los familiares abran sus corazones para recibir Tu bendición.
Otros antes que él habían dicho eso mismo. Billy hizo una pausa y a continuación, prosiguió su discurso:
—Y ahora, Señor, te pedimos que nos concedas otra bendición: otórganos el don de la comprensión. Tú, que todo lo puedes, ¿por qué permitiste que el grisú inundase la galería principal, y por qué dejaste que se prendiese fuego? ¿Cómo permites, Señor, que nos dirijan personas, los directores de Celtic Minerals, que en su afán por ganar dinero, descuiden las vidas de Tu gente? ¿Cómo es posible que las muertes de hombres buenos y la mutilación de los cuerpos que Tú mismo creaste sirvan a Tu propósito divino?
Hizo otra pausa de nuevo. Era consciente de que no estaba bien ir con exigencias a Dios, como si estuviese negociando con el patrón de la empresa, de manera que añadió:
—Sabemos que el sufrimiento de los habitantes de Aberowen tiene que desempeñar algún papel en Tu plan para la eternidad. —Se le ocurrió que seguramente era mejor dejarlo ahí, pero no pudo reprimir el impulso de proseguir—: Pero, señor, no vemos cómo, así que, por favor, ilumínanos.
Terminó diciendo:
—En el nombre de Jesucristo Nuestro Señor.
—Amén —respondió la congregación al unísono.
IX
Esa tarde, todos los habitantes de Aberowen habían sido invitados a ver los jardines de Ty Gwyn, y el acontecimiento implicaba mucho trabajo para Ethel.
Habían colgado un anuncio en los pubs el sábado por la noche, y el mensaje se había leído en las iglesias y los templos después del culto del domingo por la mañana. Los jardines estaban espectacularmente hermosos con motivo de la visita del rey, pese a la estación invernal, y el conde Fitzherbert deseaba compartir aquella belleza con sus vecinos, según rezaba la invitación. El conde llevaría corbata negra y le gustaría que los visitantes luciesen un detalle similar en señal de respeto por los muertos. A pesar de que, por razones evidentes, sería impropio celebrar un ágape, se servirían algunos refrigerios.
Ethel había ordenado la instalación de tres toldos en el césped de los jardines del ala este. En uno de ellos había una docena de barriles de cerveza de malta de quinientos litros de capacidad, que habían sido transportados en tren desde la fábrica de cerveza Crown de Pontyclun. Para los abstemios, muy numerosos en Aberowen, en el siguiente toldo había mesas de caballetes con vasijas de té gigantescas y centenares de tazas y platos. En el tercer toldo, el más pequeño, se ofrecía jerez a la exigua clase media de la ciudad, entre los que se contaban el párroco anglicano, los dos médicos y el capataz de la mina, Maldwyn Morgan, a quien ya todo el mundo llamaba Morgan «Se ha ido a Merthyr».
Por fortuna, hacía un día espléndido, frío pero seco, con unas pocas nubes blancas de aspecto inofensivo en un cielo azul intenso. Acudieron cuatro mil personas, casi la totalidad de la población de la ciudad, y casi todos llevaban una corbata, un lazo o un brazalete negros en señal de duelo. Se paseaban entre los arbustos, se asomaban a los ventanales que daban al interior de la casa y pisoteaban el césped.
La princesa Bea optó por quedarse en su habitación, pues no se trataba de la clase de acto social en el que quisiera prodigarse. Según la propia experiencia de Ethel, todos los componentes de las clases altas de la sociedad solían ser personas muy egoístas, pero Bea había elevado aquel egoísmo a la categoría de arte. Concentraba todas sus energías en complacer sus propios antojos y en salirse siempre con la suya. Incluso cuando ofrecía una recepción o una fiesta —algo que se le daba estupendamente— lo hacía movida únicamente por su afán de hacer gala ante los demás de todo su encanto y hermosura.
Fitz decidió recibir a los asistentes en el esplendor gótico-victoriano del Gran Salón, con su enorme perro tumbado en el suelo junto a él, como si fuera una alfombra de piel. Llevaba el traje de tweed de color marrón que lo hacía parecer más accesible, aunque lo combinaba con una camisa de cuello duro y corbata negra. «Está más guapo que nunca», pensó Ethel. La doncella era la encargada de llevar ante él a los familiares de los muertos y los heridos, en grupos de tres o cuatro personas, para que el conde pudiese ofrecer su más sentido pésame a todos los habitantes de Aberowen afectados por la tragedia. Hablaba con cada uno de ellos con su don de gentes habitual, y todos se despedían sintiéndose especiales.
Ethel se había convertido en la nueva ama de llaves. Tras la visita del rey, la princesa Bea insistió en que la señora Jevons se jubilase definitivamente; no tenía tiempo para sirvientas viejas y cansadas. Vio en Ethel a alguien capaz de trabajar de manera incansable para colmar todos sus deseos, y se encargó personalmente de concederle el ascenso a pesar de su juventud e inexperiencia. Así, Ethel consiguió su máxima ambición: se trasladó al pequeño cuarto del ama de llaves, en el ala del servicio, y colgó en la pared una fotografía de sus padres, engalanados con sus mejores trajes, tomada delante de la Iglesia de Bethesda el día que el templo abrió sus puertas.
Cuando Fitz llegó al final de la lista, Ethel pidió permiso para pasar un rato con su familia.
—Por supuesto, no faltaba más… —contestó el conde—. Tómate el tiempo que quieras. Has estado absolutamente maravillosa. No sé cómo nos las habríamos ingeniado sin ti. El rey también quiso que te transmitiera su agradecimiento. ¿Cómo puedes recordar todos esos nombres?
La muchacha sonrió. No estaba segura de por qué sentía esa extraña emoción en el estómago cada vez que él le dedicaba un halago.
—La mayoría de ellos han estado en nuestra casa alguna vez, para hablar con mi padre sobre posibles compensaciones por un accidente laboral, o acerca de una disputa con algún capataz, o por algún problema relacionado con las medidas de seguridad en la mina.
—Bueno, pues a mí me parece toda una proeza —dijo, y la obsequió con la sonrisa irresistible que esbozaba de vez en cuando y que casi le hacía parecer un hombre normal y corriente, cercano y familiar—. Presenta mis respetos a tu padre de mi parte.
La joven salió y atravesó el césped corriendo; se sentía la reina del universo. Encontró a su padre, a su madre, al abuelo y a Billy en la carpa del té. Su padre estaba muy elegante con su traje negro de los domingos y la camisa blanca de cuello duro. Billy tenía una quemadura de muy mal aspecto en la mejilla.
—¿Cómo te encuentras, Billy, hermanito? —preguntó Ethel.
—Mucho mejor. La quemadura tiene una pinta espantosa, pero dice el médico que es mejor que no me la tape.
—Todo el mundo comenta lo valiente que fuiste.
—Sí, ya, pero no lo bastante para llegar a tiempo de salvar a Micky el Papa.
No se podía decir nada ante aquellas palabras, pero Ethel le tocó el brazo en un gesto de compasión.
—Billy ha dirigido una plegaria esta mañana en Bethesda—dijo la madre con orgullo.
—¡Buen trabajo, Billy! Siento habérmela perdido. —Ethel no había ido al templo, pues había mucho por hacer en la casa—. ¿En qué consistía tu plegaria?
—Le he pedido al Señor que nos ayude a entender por qué ha permitido que haya habido una explosión en la mina. —Billy lanzó una mirada inquieta a su padre, que no sonreía.
—Billy habría hecho mejor pidiéndole a Dios que fortaleciese su fe —repuso el cabeza de familia con tono severo—, para que pueda creer sin necesidad de entender.
Saltaba a la vista que ambos ya habían discutido por culpa de aquello. Ethel no tenía paciencia para disputas teológicas que, al final, nunca llevaban a ninguna parte. Trató de distender un poco el ambiente.
—El conde Fitzherbert me ha pedido que te presente sus respetos de su parte, papá —dijo—. ¿No te parece todo un detalle?
El padre no se inmutó.
—Lamenté mucho ver cómo participabas en esa farsa del lunes pasado —contestó en tono férreo.
—¿El lunes? —exclamó ella, incrédula—. ¿Cuando el rey fue a visitar a las familias?
—Te vi susurrarle los nombres a ese fantoche.
—Ese «fantoche», como tú lo llamas, era nada menos que sir Alan Tite.
—Me da lo mismo cómo se haga llamar, sé reconocer a un lameculos en cuanto lo veo.
Ethel no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que su padre menospreciase de ese modo uno de los mayores logros de su vida? Tuvo ganas de echarse a llorar.
—¡Creí que te sentirías orgulloso de mí, por haber ayudado al rey!
—¿Cómo se atreve el rey a ofrecer sus condolencias a nuestra gente, eh? ¿Qué sabe el rey del peligro y de una vida llena de penalidades?
Ethel luchó por contener las lágrimas.
—Pero, papá, significó mucho para tantas personas que el rey en persona acudiera a verlas…
—Con eso, lo único que hizo fue desviar la atención de las acciones peligrosas e ilegales de Celtic Minerals.
—¡Pero necesitan consuelo! —¿Cómo no se daba cuenta su padre de aquello?
—El rey los ha ablandado. El domingo por la tarde, esta ciudad estaba dispuesta a levantarse y encabezar una revuelta, pero el lunes por la noche, de lo único que hablaban era de cómo la reina le había dado su pañuelo a la señora de Dai Ponis.
Ethel pasó de la tristeza a la indignación en un abrir y cerrar de ojos.
—Pues lamento mucho que pienses así —dijo fríamente.
—No tienes que lamentar…
—Lo lamento porque estás equivocado —repuso la joven, que lo interrumpió con firmeza.
El padre se quedó de una pieza. No estaba acostumbrado a que los demás le dijesen que estaba equivocado, y mucho menos una mocosa como aquella.
—Oye, Eth… —trató de intervenir su madre.
—Las personas tienen sentimientos, papá —dijo la joven temerariamente—. Eso es lo que siempre se te olvida.
El padre se había quedado sin habla.
—¡Bueno, basta ya! —exclamó la madre.
Ethel miró a Billy. A través de un velo de lágrimas, vio su expresión de impresionada admiración, y eso la envalentonó aún más. Suspiró, se secó los ojos con el dorso de la mano y siguió hablando: