Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Tú y tu sindicato, y tus normas de seguridad y tus Escrituras… ya sé que son importantes, papá, pero no puedes olvidarte de los sentimientos de la gente. Espero que algún día el socialismo consiga hacer que el mundo sea un lugar mejor para la clase trabajadora, pero entretanto, las personas necesitan consuelo.
El padre consiguió recobrar la voz al fin.
—Me parece que ya hemos tenido bastante por hoy —dijo—. Lo de estar con el rey se te ha subido a la cabeza. Solo eres una cría, y no eres quién para ir por ahí dando sermones a tus mayores.
Ethel estaba hecha un mar de lágrimas, demasiado nerviosa para seguir discutiendo con su padre.
—Lo siento, papá —dijo. Tras un silencio que se hizo eterno, añadió—: Será mejor que vuelva al trabajo.
El conde le había dicho que se tomara el tiempo que quisiera, pero lo que deseaba era estar sola. Le dio la espalda a la mirada impregnada de ira de su padre y regresó a la mansión cabizbaja, con la esperanza de que nadie se percatase de que estaba llorando.
No quería tropezarse con nadie, de modo que se deslizó en el interior de la Suite Gardenia. Lady Maud había regresado a Londres, por lo que la habitación estaba vacía y la cama, deshecha. Ethel se arrojó encima del colchón desnudo y siguió dando rienda suelta a sus lágrimas.
Se sentía tan orgullosa de sí misma… ¿Cómo podía su padre rechazar así todo lo que había conseguido? ¿Es que quería acaso que no destacase en su trabajo, que lo hiciese todo mal? Trabajaba para la nobleza, sí, pero exactamente igual que todos los mineros del carbón en Aberowen. A pesar de que la empresa que los contrataba era Celtic Minerals, era el carbón del conde lo que extraían de la mina, y a este le pagaban lo mismo por tonelada que al minero que lo sacaba de la tierra, un hecho que su padre nunca se cansaba de señalar. Si estaba bien ser un buen minero, eficiente y productivo, ¿qué tenía de malo ser una buena ama de llaves?
Oyó el ruido de la puerta al abrirse, y se incorporó de un salto. Era el conde.
—¿Se puede saber qué diablos te ocurre? —preguntó, inquieto—. Se te oye desde el otro lado de la puerta.
—Lo siento mucho, milord. No debería haber entrado aquí.
—No pasa nada. —Su gallardo rostro mostraba una preocupación auténtica—. ¿Por qué lloras?
—Estaba tan orgullosa por haber ayudado al rey… —le confió, compungida—, pero mi padre dice que todo fue una farsa, que solo fue para aplacar la ira de la gente hacia Celtic Minerals. —Y rompió a llorar de nuevo.
—Menuda tontería… —dijo el conde—. Todo el mundo vio que la preocupación del rey era auténtica, al igual que la de la reina. —Extrajo el pañuelo de hilo blanco del bolsillo delantero de su chaqueta. Ethel esperaba que se lo ofreciera, pero en lugar de eso, el conde le enjugó las lágrimas él mismo, con suma delicadeza—. Yo me sentí muy orgulloso de ti el lunes pasado, aunque tu padre no lo estuviera.
—Es usted muy amable.
—Bueno, bueno, no es para tanto… —dijo, y se inclinó hacia ella y la besó en los labios.
Ethel se quedó atónita. Era lo último que esperaba. Cuando él se incorporó, ella lo escrutó con expresión de perplejidad.
Él la miró fijamente.
—Eres absolutamente encantadora —dijo en voz baja, y la besó de nuevo.
Esta vez, ella lo apartó de sí.
—Milord, ¿qué hace? —exclamó en un susurro escandalizado.
—No lo sé.
—Pero ¿en qué está pensando para hacer una cosa así?
—No estoy pensando nada en absoluto.
La joven se quedó mirando su rostro cincelado. Aquellos ojos verdes la observaban muy atentamente, como tratando de leerle el pensamiento. Se dio cuenta de hasta qué punto adoraba a aquel hombre, y de pronto, una oleada de deseo y excitación se apoderó de su cuerpo.
—Es que no puedo evitarlo —dijo él, a modo de excusa.
Ella lanzó un suspiro de felicidad.
—Pues en ese caso, béseme otra vez.
Febrero de 1914
I
A las diez y media, el espejo de la entrada de la casa de Mayfair del conde Fitzherbert reflejaba la imagen de un hombre alto, vestido de forma impecable con el traje de día de un caballero inglés de clase alta. Llevaba una camisa de cuello duro que delataba su desdén por los cuellos lacios, y lucía una perla prendida en la corbata plateada. Algunos de sus amigos opinaban que era indecoroso vestir bien. «Te aseguro, Fitz, que pareces un maldito sastre, a punto de abrir su comercio por la mañana», le había dicho una vez el joven marqués de Lowther. Sin embargo, Lowthie era un hombre sucio y desaliñado, que siempre iba con el chaleco lleno de migas y los puños de la camisa manchados de ceniza de cigarro, y quería que todo el mundo fuese igual de desastrado que él. Fitz detestaba llevar la ropa sucia; le sentaba bien ir siempre pulcro y elegante.
Se puso un sombrero de copa de color gris. Empuñando el bastón con la mano derecha y con un par de guantes de ante gris en la izquierda, salió de la casa en dirección al sur de la ciudad. A la altura de Berkeley Square, una muchacha de unos catorce años se acercó a él, le guiñó un ojo y le dijo:
—¿Te la chupo por un chelín?
Atravesó Piccadilly y entró en Green Park. Unos cuantos copos de nieve se arremolinaban en torno a las raíces de los árboles. Pasó por delante del palacio de Buckingham y se adentró en un vecindario muy poco atractivo cerca de la estación Victoria. Tuvo que pedirle a un policía indicaciones para llegar a Ashley Gardens. Al final, resultó que la calle estaba detrás de la catedral católica. «Francamente —se dijo Fitz—, si uno espera recibir la visita de un miembro de la nobleza, lo mínimo que podría hacer es tener el despacho en un barrio respetable.»
Lo había convocado allí un viejo amigo de su padre llamado Mansfield Smith-Cumming. Oficial retirado de la Armada, Smith-Cumming trabajaba ahora en algún asunto impreciso dentro del Ministerio de Guerra. Le había remitido a Fitz una nota más bien sucinta: «Me complacería enormemente intercambiar unas palabras con usted en relación con una cuestión de importancia nacional. ¿Podría venir a verme mañana por la mañana hacia las once, por ejemplo?». La nota estaba escrita a máquina y firmada, con tinta verde, únicamente con la letra «C».
En el fondo, Fitz se sentía gratamente complacido por que un miembro del gobierno quisiera hablar con él. Le horrorizaba pensar que lo considerasen una especie de figura decorativa, un aristócrata adinerado sin otra función en la vida más que aderezar con su presencia las reuniones sociales. Esperaba que fueran a pedirle asesoramiento, tal vez acerca de su antiguo regimiento, los Fusileros Galeses, o quizá le encomendaran alguna tarea relacionada con los Territorials de Gales del Sur, de los cuales él era coronel honorífico. En cualquier caso, lo cierto era que el simple hecho de que lo hubieran convocado a una reunión en el Ministerio de Guerra le hacía sentir que no era del todo superfluo.
Si es que aquello era en verdad el Ministerio de Guerra… La dirección resultó corresponder con un moderno edificio de apartamentos. Un portero dirigió a Fitz a un ascensor. El apartamento de Smith- Cumming parecía ser mitad vivienda, mitad despacho, pero un joven extremadamente eficiente con aspecto de militar le dijo a Fitz que «C» lo recibiría enseguida.
Por contra, lo cierto era que «C» no mostraba aspecto de militar. Rollizo y con una calva incipiente, poseía una nariz enorme y aguileña y llevaba monóculo. Tenía el despacho atestado de un surtido de objetos de toda índole: maquetas de aviones, un telescopio, una brújula y un óleo de unos campesinos frente a un pelotón de fusilamiento. El padre de Fitz solía referirse a Smith-Cumming como al «capitán de barco que siempre se mareaba», y su carrera en la Armada no había sido brillante. ¿Qué estaba haciendo allí?
—¿A qué se dedica exactamente este departamento? —inquirió Fitz.
—Es el Departamento de Exteriores de los servicios secretos —contestó C.
—No sabía que tuviéramos servicios secretos.
—Si la gente lo supiera, ya no serían secretos.
—Entiendo. —Fitz sintió una punzada de entusiasmo; era muy halagador recibir información confidencial.
—Confío en que tendrá la amabilidad de no mencionárselo a nadie.
Fitz se dio cuenta de que le acababa de dar una orden, aunque formulada muy educadamente.
—Por supuesto —contestó. Se sentía muy complacido por formar parte de un círculo restringido. ¿Significaba aquello que C iba a pedirle que trabajase para el Ministerio de Guerra?
—Lo felicito por el éxito de la recepción que ofreció a los reyes en su casa. Tengo entendido que reunió a un nutrido grupo de jóvenes muy bien relacionados para que Su Majestad pudiera conocerlos.
—Gracias. A decir verdad, fue una reunión social más bien discreta, pero me temo que es imposible impedir que se propaguen esa clase de noticias.
—Y ahora se lleva usted a su esposa a Rusia.
—La princesa es rusa y quiere visitar a su hermano. Es un viaje que llevamos retrasando ya demasiado tiempo.
—Y Gus Dewar va a acompañarlos.
Por lo visto, C estaba al tanto de todo.
—Está dando la vuelta al mundo —explicó Fitz—. Nuestros planes han coincidido.
C se recostó en el asiento y empezó a hablar en tono informal.
—¿Sabe usted por qué pusieron al almirante Alexéiev al frente del ejército ruso en la guerra contra Japón, a pesar de que carecía por completo de experiencia en el combate terrestre?
Puesto que había pasado algún tiempo en Rusia cuando apenas era un muchacho, Fitz había seguido con atención el desarrollo de la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, pero no conocía aquella historia.
—No. ¿Por qué?
—Bien, parece ser que el gran duque Alexis se vio implicado en una pelea en un burdel de Marsella y fue detenido por la policía francesa. Alexéiev acudió en su auxilio y contó a los gendarmes que había sido él y no el zarevich el causante de los disturbios. La similitud de sus nombres dio credibilidad a la historia y dejaron en libertad al gran duque. La recompensa de Alexéiev consistió en su nombramiento al mando del ejército.
—Con razón perdieron la guerra.
—Pese a todo, los rusos poseen el ejército más numeroso del mundo: seis millones de hombres, según algunos cálculos, contando a los reservistas. Pero ¿cuán eficientes serían… en una guerra europea, pongamos por caso?
—No he vuelto desde que me casé —contestó Fitz—. No estoy seguro.
—Nosotros tampoco. Ahí es donde entra usted; me gustaría que realizase algunas pesquisas durante su estancia en el país.
Fitz estaba muy sorprendido.
—Pero estoy convencido de que nuestra embajada sabría encargarse de algo así.
—Por supuesto. —C se encogió de hombros—. Pero a los diplomáticos siempre les interesa mucho más la política que los asuntos militares.
—Sí, es cierto, pero debe de haber algún agregado militar.
—Alguien ajeno a los círculos habituales como usted mismo podría aportar una visión más fresca y mucho más diáfana… de modo similar a la manera en que su grupo de Ty Gwyn supo facilitar al rey una información que este no habría podido obtener del Foreign Office. Pero si no se cree capaz…
—No me estoy negando a hacerlo —se apresuró a decir Fitz. Al contrario, se sentía muy halagado por el hecho de que quisiesen asignarle una misión por su país—. Es solo que me sorprende que las cosas se hagan de este modo.
—Somos un departamento más bien nuevo con escasos recursos. Mis mejores informadores son viajeros inteligentes con suficiente formación militar para entender lo que están presenciando.
—Muy bien.
—Me interesa saber, sobre todo, si tiene la impresión de que entre los oficiales del ejército ruso se ha producido algún cambio desde 1905. ¿Se han modernizado o siguen aferrándose a las viejas ideas de siempre? Se reunirá con la flor y nata de la comandancia en San Petersburgo, porque su mujer está emparentada con la mitad de ellos.
Fitz estaba pensando en la última vez que Rusia había participado en una guerra.
—La razón principal de su derrota ante Japón fue porque la red ferroviaria rusa no consiguió hacer entrega de los suministros a sus tropas en el plazo necesario.
—Pero desde entonces han estado intentando mejorar la red de ferrocarril, con el dinero que les ha prestado Francia, su aliada.
—¿Y han hecho muchos progresos?
—Ese es el asunto clave. Usted viajará en tren. ¿Son puntuales los trenes? Mantenga los ojos bien abiertos. Las vías, ¿siguen siendo vías únicas o dobles? Los generales alemanes tienen un plan de emergencia en caso de guerra basado en un cálculo de cuánto se tardaría en movilizar al ejército ruso. Si estalla una guerra, muchas cosas van a depender de la precisión de ese horario de trenes.
Fitz se sentía tan entusiasmado como un niño, pero se forzó a sí mismo a hablar en tono solemne.
—Averiguaré todo cuanto pueda.
—Gracias. —C consultó su reloj.
Fitz se levantó y se estrecharon la mano.
—¿Cuándo se marchan exactamente? —preguntó C.
—Salimos mañana —dijo Fitz—. Adiós.
II
Grigori Peshkov vio a su hermano menor, Lev, aceptando dinero del norteamericano alto. El atractivo rostro de Lev traslucía una expresión de avidez infantil, como si su principal objetivo fuese mostrarles a todos su talento. Grigori experimentó una punzada de ansiedad, como tantas otras veces; temía que algún día Lev se metiese en un lío del que ni siquiera echando mano de todo su encanto consiguiese salir.
—Es una prueba de retentiva —dijo Lev en inglés. Se había aprendido las palabras de memoria—. Escoja cualquier carta. —Tuvo que levantar la voz para hacerse oír pese al estruendo de la fábrica: el fragor de las máquinas, el silbido del vapor y los obreros dando instrucciones y haciendo preguntas a gritos.
El nombre del visitante era Gus Dewar. Llevaba una chaqueta, chaleco y pantalones, todo de la misma tela de lana fina de color gris. Grigori sentía un interés especial por él porque era de Buffalo.
Dewar era un joven simpático. Se encogió de hombros, escogió una carta de la baraja de Lev y la miró.
—Póngala boca abajo en la mesa —dijo Lev.
Dewar colocó la carta sobre la tosca mesa de trabajo de madera.
Lev extrajo un billete de un rublo del bolsillo y lo colocó encima de la carta.
—Y ahora, ponga un dólar boca abajo. —Aquello solo podía hacerse con los visitantes ricos.