La caída de los gigantes (21 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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El padre asintió.

—Quieren subir la producción, eso está claro, sea cual sea el motivo. Pero no lo lograrán desahuciando a viudas. —Se puso en pie—. No si puedo evitarlo.

II

Iban a desahuciar a ocho mujeres, todas viudas de hombres que habían muerto en la explosión. Habían recibido cartas idénticas de Perceval Jones, tal y como comprobó el padre esa misma tarde cuando fue a visitar a todas las viudas, acompañado de Billy. Sus reacciones variaron de la histeria de la señora de Hywel Jones, que no podía parar de llorar, al deprimente fatalismo de la señora de Roley Hughes, que dijo que su país necesitaba una guillotina como la de París para hombres como Perceval Jones.

Billy estaba indignadísimo. ¿Acaso no era suficiente castigo que estas mujeres hubieran perdido a sus maridos en la mina? ¿Debían quedarse sin hogar, además de viudas?

—¿Puede hacer esto la compañía, papá? —preguntó, mientras avanzaban por las terrazas de un gris sombrío, en dirección a la bocamina.

—Solo si lo permitimos, hijo. La clase trabajadora es más numerosa que la dirigente, y más fuerte. Dependen de nosotros para todo. Les proporcionamos la comida, construimos sus casas, les hacemos la ropa, y sin nosotros se mueren. No pueden hacer nada a menos que se lo permitamos. Nunca lo olvides.

Entraron en el despacho del capataz y se guardaron la gorra en el bolsillo.

—Buenas tardes, señor Williams —dijo Llewellyn el Manchas, nervioso—. Si no le importa esperar un momento, voy a ver si el señor Morgan puede atenderlo.

—No seas tonto, hijo, por supuesto que puede atenderme —dijo el padre, que, sin más preámbulos, entró en el despacho, seguido de Billy.

Maldwyn Morgan miraba un libro de contabilidad, pero Billy tenía la sensación de que fingía. El capataz alzó la mirada, sus mejillas rosadas, perfectamente afeitadas, como siempre.

—Entre, Williams —dijo, a pesar de que ya era innecesario.

A diferencia de muchos hombres, no tenía miedo al padre de Billy. Morgan había nacido en Aberowen, era hijo de un maestro de escuela y había estudiado ingeniería. Billy se dio cuenta de que su padre y el capataz se parecían mucho: eran inteligentes, se consideraban superiores a los demás y eran tercos.

—Ya sabe qué me trae por aquí, señor Morgan —dijo el padre.

—Lo imagino, pero aun así, cuéntemelo.

—Quiero que retire los avisos de desahucio.

—La compañía necesita las casas para los mineros.

—Habrá problemas.

—¿Me está amenazando?

—Menos humos —replicó el padre con buenas maneras—. Esas mujeres han perdido a sus maridos en su mina. ¿No se siente responsable de ellas?

Morgan alzó el mentón en un gesto defensivo.

—La comisión de investigación pública concluyó que la explosión no se debió a una negligencia de la compañía.

A Billy le entraron ganas de preguntarle cómo era posible que un hombre inteligente dijera tal cosa y no se avergonzara de sí mismo.

—La comisión halló una lista de infracciones tan larga como el tren de Paddington: material eléctrico que no estaba debidamente protegido, la falta de aparatos respiradores, falta de medios de extinción de incendios adecuados…

—Pero todas esas infracciones no causaron la explosión, ni las muertes de los mineros.

—No se pudo demostrar, más bien, que las infracciones causaran la explosión o las muertes.

Morgan se revolvió en el sillón, incómodo.

—No ha venido aquí a hablar sobre la comisión de investigación.

—He venido para hacerlo entrar en razón. Mientras hablamos, la noticia sobre el envío de estas cartas se está extendiendo por la ciudad. —El padre señaló hacia la ventana y Billy vio que el sol invernal se ponía tras la montaña—. Los hombres están ensayando con los coros, bebiendo en los pubs, acudiendo a reuniones de oración, jugando a ajedrez… Todos están hablando sobre el desahucio de las viudas. Y puede apostarse lo que quiera a que están furiosos.

—Debo preguntárselo de nuevo: ¿está intentando intimidar a la compañía?

A Billy le entraron ganas de estrangular a Morgan, pero su padre lanzó un suspiro.

—Mire, Maldwyn, nos conocemos desde la escuela. Sea razonable. Sabe que hay hombres del sindicato que serán más agresivos que yo. —Se refería al padre de Tommy Griffiths. Len Griffiths creía en la revolución y siempre albergaba la esperanza de que la siguiente disputa fuera la chispa que provocase el incendio. También quería el trabajo del padre de Billy. Era uno de aquellos hombres que propondría medidas drásticas.

—¿Me está diciendo que va a convocar una huelga? —inquirió Morgan

—Le estoy diciendo que los hombres se pondrán furiosos. No puedo predecir lo que harán. Pero yo no quiero problemas, y usted tampoco. Estamos hablando de ocho casas de ¿cuántas? ¿Ochocientas? He venido a preguntarle, ¿vale la pena?

—La compañía ha tomado la decisión —respondió Morgan, y Billy tuvo la intuición de que Maldwyn no estaba de acuerdo con la compañía.

—Pídale a la junta directiva que reconsidere la decisión. ¿Qué daño puede hacer eso?

Los modos afables de su padre impacientaban a Billy. Debería alzar la voz, señalarlo con el dedo y acusar a Morgan de la despiadada crueldad de la que la compañía era culpable a todas luces. Aquello era lo que habría hecho Len Griffiths.

Morgan no se inmutó.

—Estoy aquí para ejecutar las decisiones de la junta, no para cuestionarlas.

—De modo que los desahucios ya han sido aprobados por la junta —dijo el padre.

Morgan parecía nervioso.

—No he dicho eso.

Pero lo había dado a entender, pensó Billy, gracias al astuto interrogatorio de su padre. Quizá los buenos modales no eran tan mala idea.

Su padre probó una táctica distinta.

—¿Y si encontrara ocho casas cuyos ocupantes estuvieran dispuestos a alojar a los nuevos mineros como inquilinos?

—Estos hombres tienen familia.

El padre respondió de forma lenta y deliberada:

—Podríamos alcanzar un acuerdo, si está dispuesto a ello.

—La compañía debe tener el poder de gestionar sus propios asuntos.

—¿Sin tener en cuenta las consecuencias hacia los demás?

—Es nuestra mina de carbón. La compañía hizo prospecciones del terreno, negoció con el conde, construyó la mina y compró la maquinaria; y construyó las casas para alojar a los mineros. Asumimos los gastos de todo esto y es propiedad nuestra, y no permitiremos que nadie nos diga lo que debemos hacer con ello.

El padre se puso la gorra.

—Pero usted no puso el carbón bajo la tierra, ¿verdad, Maldwyn? —preguntó—. Lo hizo Dios.

III

El padre intentó reservar la sala de actos del ayuntamiento para celebrar una reunión a las siete y media de la tarde del día siguiente, pero se le había adelantado el Club de Teatro Aficionado de Aberowen, que estaba ensayando
Enrique IV, Primera parte
, por lo que decidió que los mineros se reunirían en el templo de Bethesda. Billy y su padre, junto con Len, Tommy Griffiths y unos cuantos sindicalistas activos más, fueron por la ciudad anunciando la reunión verbalmente y colgando carteles hechos a mano en pubs y templos.

A las siete y cuarto del día siguiente, la iglesia estaba lleno a rebosar. Las viudas se sentaron en primera fila, y los demás permanecieron en pie. Billy se encontraba en un lateral, cerca de la parte delantera, donde podía ver las caras de los hombres. Tommy Griffiths estaba a su lado.

Billy se sentía orgulloso de su padre por su audacia, su inteligencia y por el hecho de que se hubiera vuelto a poner la gorra antes de salir del despacho de Morgan. Aun así, le habría gustado que hubiera sido más agresivo. Debería haberse dirigido a Morgan del mismo modo en que lo hizo a la congregación de Bethesda, anunciando el fuego eterno y azufre para aquellos que se negaran a ver la simple verdad.

A las siete y media en punto, David Williams pidió silencio. Con su voz autoritaria y de predicador, leyó la carta que Perceval Jones le había enviado a la señora de Dai Ponis.

—Esta misma carta se ha enviado a las ocho viudas de los hombres que murieron en la explosión de la mina, hace seis semanas.

Varios hombres gritaron:

—¡Vergüenza!

—De acuerdo con nuestras reglas, los asistentes hablarán únicamente cuando el moderador de la reunión les conceda la palabra, ya que de este modo podremos escuchar a todo el mundo. Quiero pediros que respetéis la norma, incluso en una ocasión como esta en que los sentimientos están a flor de piel.

—¡Es una puta vergüenza! —gritó alguien.

—Basta, basta, Griff Pritchard, nada de palabras malsonantes, por favor. Nos encontramos en un templo y, además, hay damas entre nosotros.

Dos o tres de los hombres dijeron:

—Eso, eso. —Pronunciaron las palabras con su acento galés cerrado.

Griff Pritchard, que se había pasado toda la tarde en el Two Crowns, desde que acabó su turno, dijo:

—Lo siento, señor Williams.

—Ayer tuve una reunión con el capataz de la mina, y le pedí formalmente que retirara los avisos de desahucio, pero se negó. Me insinuó que la junta directiva había tomado la decisión, y que no tenía potestad para cambiarla, ni tan siquiera para cuestionarla. Lo presioné para que accediera a negociar alternativas, pero dijo que la compañía tenía derecho a gestionar sus propios asuntos sin intromisiones. Es toda la información que puedo daros. —Billy pensó que fue una intervención muy mesurada. Quería que su padre llamara a la revolución, pero se limitó a señalar a un hombre que había levantado la mano—. John Jones el Tendero.

—He vivido en el número 23 de Gordon Terrace toda mi vida —dijo Jones—. Nací allí y no me he movido de allí. Pero mi padre murió cuando tenía once años. Fue una situación muy dura para mi madre, pero le permitieron quedarse. Cuando yo tenía trece años empecé a bajar a la mina y ahora pago el alquiler. Siempre ha sido así. Nadie nos amenazó con echarnos.

—Gracias, John Jones. ¿Deseas presentar alguna moción?

—No, solo quería comentar mi caso.

—Yo sí quiero presentar una moción —exclamó una nueva voz—. ¡Huelga!

Se alzó un coro unánime de asentimiento.

—Dai el Llorica —dijo el padre de Billy, concediéndole la palabra.

—Este es mi punto de vista —dijo el capitán del equipo de rugby de la ciudad—: no podemos consentir que la compañía se salga con la suya. Si les permitimos que desahucien a las viudas, ninguno de nosotros creerá que nuestras familias están seguras. Un hombre podría trabajar toda su vida para Celtic Minerals y morir en la mina, y al cabo de dos semanas su familia podría encontrarse de patitas en la calle. Dai el Sindicalista ha estado en el despacho de Morgan «Se ha ido a Merthyr» y ha intentado hacerlo entrar en razón, pero no ha servido de nada; de modo que la única alternativa que nos queda es ir a la huelga.

—Gracias, Dai —dijo el padre—. ¿Debo considerarlo como una moción formal para convocar una huelga?

—Así es.

A Billy le sorprendió que su padre aceptase tan rápidamente. Sabía que prefería evitar las huelgas.

—¡Votemos! —gritó alguien.

—Antes de someter la propuesta a votación —repuso el padre de Billy—, tenemos que decidir cuándo debería celebrarse la huelga.

«Ah —pensó Billy—, no va a aceptarlo.»

—Podríamos empezar el lunes —prosiguió su padre—. De este modo, mientras llevamos a cabo los preparativos, la amenaza de una huelga podría hacerlos cambiar de opinión, y nosotros nos saldríamos con la nuestra sin perder ingresos.

Billy se dio cuenta de que su padre quería lograr un aplazamiento como mal menor.

Sin embargo, Len Griffiths había llegado a la misma conclusión.

—¿Puedo hablar, señor moderador? —preguntó. El padre de Tommy estaba calvo, pero tenía flequillo y bigote negros. Dio un paso al frente y se situó junto al padre de Billy, de cara a la multitud, para transmitir la sensación de que ambos poseían la misma autoridad. Los hombres callaron. Len, al igual que Williams y Dai el Llorica, era uno de los pocos elegidos a los que siempre escuchaban con un respetuoso silencio—. Os pregunto, ¿es una decisión sabia dar cuatro días de gracia a la compañía? Imaginemos que no cambian de opinión, lo cual parece muy probable, dado lo tercos que han sido hasta ahora. Llegará el lunes, no habremos logrado nada, y a las viudas les quedará menos tiempo. —Alzó un poco más la voz para aumentar el efecto retórico—. Os digo, camaradas: ¡no cedáis ni un milímetro!

Hubo una ovación y Billy se unió a ella.

—Gracias, Len —dijo Williams—. Así pues, tengo dos mociones sobre la mesa: huelga ahora o huelga el lunes. ¿Quién más quiere hablar?

Billy observó cómo moderaba la reunión su padre. El siguiente hombre al que llamó fue Giuseppe «Joey» Ponti, solista del Coro de Voces Masculinas de Aberowen, hermano mayor de Johnny, el compañero de escuela de Billy. A pesar de su nombre italiano, había nacido en Aberowen y hablaba con el mismo acento que los demás presentes. Él también estaba a favor de ir a la huelga de inmediato.

Entonces dijo el padre:

—Para ser justos, ¿podría salir a hablar alguien que estuviera a favor de convocar la huelga el lunes?

Billy se preguntó por qué su padre no se aprovechaba de su autoridad personal para equilibrar la situación. Si defendía la opción del lunes, tal vez lograría que los demás mineros cambiasen de opinión. Pero, claro, si fracasaba, se encontraría en una posición incómoda, ya que tendría que declarar una huelga a la que se había mostrado contrario. Se dio cuenta de que su padre no tenía total libertad para decir lo que sentía.

La discusión abarcó diversos temas más. Había grandes reservas de carbón, por lo que la dirección podía aguantar cierto tiempo; sin embargo, también había mucha demanda, por lo que seguramente querrían vender mientras pudieran. La primavera estaba a la vuelta de la esquina, por lo que dentro de poco las familias de los mineros podrían apañárselas sin su cupo gratuito de carbón. Los argumentos de los mineros se fundamentaban en una antigua práctica, pero, a buen seguro, las leyes debían de estar del lado de los patronos.

El padre de Billy dejó que prosiguiera la discusión, y algunas de las intervenciones fueron muy aburridas. El muchacho se preguntó qué motivaba a su padre a comportarse de aquel modo, e imaginó que debía de estar esperando a que se enfriaran los ánimos. Pero, al final, tuvo que someter la cuestión a votación.

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