La caída de los gigantes (84 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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HUGHES, PRESIDENTE ELECTO

Se quedó paralizado. Creía que Woodrow Wilson iba ganando. Los electores no habían olvidado la destreza de Wilson al abordar la crisis del
Lusitania
: había conseguido endurecer su postura para con los alemanes y seguir siendo neutral. El eslogan de la campaña de Wilson había sido: «Él nos mantuvo fuera de la guerra».

Hughes había acusado a Wilson de fracasar al preparar a Estados Unidos para la guerra, pero le había salido el tiro por la culata. Los estadounidenses estaban más decididos que nunca a que su país no se implicara en el conflicto tras la brutal represión del Alzamiento de Pascua en Dublín por parte de Gran Bretaña. El trato que los británicos habían brindado a los irlandeses no había sido mejor que el que los alemanes habían exhibido con los belgas, de modo que ¿por qué iba Estados Unidos a tomar partido?

Cuando acabó de leer los periódicos, Gus se aflojó la corbata y dormitó en el sofá del estudio adyacente al Despacho Oval. Lo agobiaba la perspectiva de dejar la Casa Blanca. Trabajar para Wilson se había convertido en la base de su existencia, comprendió en ese momento. Su vida sentimental era un fracaso, pero al menos sabía que el presidente de Estados Unidos lo valoraba.

Su inquietud no era solo egoísta. Wilson estaba decidido a crear un orden internacional en el que fuera posible evitar las guerras. Del mismo modo en que los vecinos ya no saldaban a tiros sus disputas por los límites de sus propiedades, debía llegar el día en que también los países sometieran sus conflictos a un juicio independiente. El secretario del Foreign Office, sir Edward Grey, había empleado las palabras «Liga de Naciones» en una carta remitida a Wilson, y al presidente le había gustado aquella frase. Si Gus podía contribuir a hacerla realidad, su vida tendría sentido.

Pero en esos momentos daba la impresión de que ese sueño no iba a materializarse, pensó, y se sumió en un sueño frustrado.

Lo despertó por la mañana, temprano, un cable que afirmaba que Wilson había ganado en Ohio —un estado obrero que aprobaba la postura del presidente frente a la jornada laboral de ocho horas—, y también en Kansas. Wilson volvía a estar en la carrera. Poco después ganó en Minnesota por menos de mil votos.

No todo estaba perdido, advirtió Gus, y se le levantó el ánimo.

El miércoles por la noche Wilson iba por delante con 264 votos electorales contra 254, una ventaja de diez. Pero un estado, California, aún no había comunicado el resultado, y equivalía a trece votos electorales. Quien ganara en California sería presidente.

El teléfono de Gus enmudeció. A él no le quedaba mucho que hacer. El recuento en Los Ángeles era lento. Las urnas sin abrir eran custodiadas por demócratas armados que creían que la manipulación les había robado una victoria presidencial en 1876.

El resultado seguía pendiendo de un hilo cuando llamaron a Gus desde el vestíbulo para informarle de que tenía una visita. Para su sorpresa, era Rosa Hellman, la antigua directora del
Buffalo Anarchist
. Gus se alegró de verla; siempre resultaba interesante hablar con Rosa. Recordó que un anarquista había asesinado al presidente McKinley en Buffalo en 1901. Pero el presidente Wilson estaba en New Jersey, lejos de allí, así que condujo a Rosa al estudio y le ofreció una taza de café.

Rosa llevaba un abrigo rojo. Gus, que era más alto que ella, la ayudó a quitárselo y percibió el aroma de un perfume ligeramente floral.

—La última vez que nos vimos me dijiste que era un maldito idiota por haberme comprometido con Olga Vyalov —comentó Gus mientras colgaba el abrigo de Rosa en el perchero.

Ella pareció azorarse.

—Te ruego que me disculpes.

—Ah, tenías razón. —Cambió de tema—. De modo que ahora trabajas para una agencia de noticias, ¿no es así?

—Exacto.

—Como corresponsal en Washington.

—No, soy la ayudante tuerta del corresponsal.

Nunca antes había mencionado su defecto. Gus dudó unos instantes, y luego dijo:

—Antes me preguntaba por qué no llevabas un parche, pero ahora me alegro de que no lo hagas. Eres una mujer muy guapa con un ojo cerrado.

—Gracias. Tú eres un hombre muy amable. ¿Qué clase de trabajo haces para el presidente?

—Además de atender el teléfono cuando suena… leo los comedidos informes del Departamento de Estado y después le digo la verdad a Wilson.

—¿Por ejemplo?

—Nuestros embajadores en Europa afirman que la ofensiva del Somme está alcanzando algunos de sus objetivos pero no todos, con cuantiosas bajas en ambos bandos. Es casi imposible demostrar que eso sea falso… y al presidente no le aporta nada, así que le digo que el Somme está siendo un desastre para los británicos. —Se encogió de hombros—. O lo hacía. Es probable que mi trabajo haya terminado. —Ocultaba sus verdaderos sentimientos. La perspectiva de que Wilson pudiera perder lo aterraba.

Ella asintió.

—Están repitiendo el recuento en California. Han votado casi un millón de personas, y la diferencia es de unos cinco mil votos.

—Cuánto depende de la decisión de una pequeña cantidad de personas con escasa educación…

—Eso es la democracia.

Gus sonrió.

—Una forma espantosa de gobernar un país, pero los demás sistemas son peores.

—Si Wilson gana, ¿cuál será su máxima prioridad?

—¿Extraoficialmente?

—Por supuesto.

—La paz en Europa —contestó Gus sin vacilar.

—¿De veras?

—En realidad nunca ha acabado de sentirse cómodo con el eslogan «Él nos mantuvo fuera de la guerra». El asunto no está solo en sus manos. Podríamos vernos arrastrados a la guerra, queramos o no.

—Pero ¿qué puede hacer él?

—Presionará a los dos bandos para que lleguen a un acuerdo.

—¿Podría conseguirlo?

—No lo sé.

—Es evidente que no pueden seguir matándose de esa forma salvaje como han hecho en el Somme.

—Sabe Dios. —Volvió a cambiar de tema—. Cuéntame novedades de Buffalo.

Ella le dirigió una mirada franca.

—¿Quieres saber de Olga, o te resulta demasiado bochornoso?

Gus desvió la mirada. ¿Qué podía ser más bochornoso? Primero había recibido una nota de Olga, anulando el compromiso. En ella se deshacía en disculpas, pero no daba ninguna explicación. Gus no estaba dispuesto a aceptarlo y le escribió para pedirle que se vieran y lo hablaran en persona. Pero ese mismo día su madre descubrió, por medio de un entramado de amigas chismosas, que Olga iba a casarse con el chófer de su padre. «Pero ¿por qué?», preguntó Gus atormentado, y su madre respondió: «Mi querido muchacho, solo hay un motivo por el que una chica se case con un chófer». Él la miró desconcertado, y su madre finalmente le dijo: «Tiene que estar embarazada». Fue el momento más humillante de su vida, e incluso un año después seguía estremeciéndose de dolor cada vez que lo recordaba.

Rosa interpretó su semblante.

—No debería haberla mencionado. Lo siento.

Gus consideró que debía saber lo que ya sabían los demás. Le acarició la mano.

—Gracias por ser tan franca. Lo prefiero. Y, sí, siento curiosidad por Olga.

—Bien. Se casaron en una iglesia ortodoxa rusa de Ideal Street, y la recepción tuvo lugar en el hotel Statler. Hubo seiscientos invitados, y Josef Vyalov reservó el salón de baile y el comedor, e hizo servir caviar para todos. Fue la boda más espléndida de la historia de Buffalo.

—¿Y cómo es su marido?

—Lev Peshkov es atractivo, encantador y muy poco de fiar. Basta con mirarlo para saber que es un granuja. Y ahora es yerno de uno de los hombres más ricos de Buffalo.

—¿Y el niño?

—La niña, Daria, pero ellos la llaman Daisy. Nació en marzo. Y Lev ya no es chófer, claro. Creo que dirige uno de los clubes nocturnos de Vyalov.

Charlaron durante una hora, y luego Gus la acompañó abajo y avisó a un taxi para que la llevara a casa.

A primera hora de la mañana siguiente, Gus recibió un cable con el resultado de California. Wilson había ganado por 3.777 votos. Había sido reelegido presidente.

Gus se sintió eufórico. Otros cuatro años para tratar de conseguir lo que todos se proponían. Podrían cambiar el mundo en cuatro años.

Mientras releía el telegrama, sonó el teléfono. Descolgó y oyó decir al operador de la centralita:

—Tiene una llamada de Shadow Lawn. El presidente quiere hablar con usted, señor Dewar.

—Gracias.

Instantes después, Gus oyó la voz familiar de Wilson.

—Buenos días, Gus.

—Enhorabuena, señor presidente.

—Gracias. Haz la maleta. Quiero que vayas a Berlín.

III

Cuando Walter von Ulrich volvió de permiso a casa, su madre organizó una fiesta.

No se celebraban muchas fiestas en Berlín. Resultaba difícil comprar comida, incluso para una mujer acaudalada con un esposo influyente. Susanne von Ulrich no estaba bien: había perdido mucho peso y tenía una tos recurrente. Pese a ello, deseaba fervientemente hacer algo por Walter.

Otto tenía una bodega llena de vinos exquisitos que había comprado antes de la guerra. Susanne se decantó por una recepción vespertina para no tener que ofrecer una cena completa. Sirvió aperitivos ligeros de pescado ahumado y queso sobre triángulos de pan tostado, y compensó lo magro de la comida con una provisión ilimitada de mágnums de champán.

Walter se sentía agradecido por el detalle, pero en realidad no quería una fiesta. Tenía por delante dos semanas lejos del campo de batalla, y lo único que deseaba era una cama blanda, ropa seca y la oportunidad de holgazanear todo el día en el elegante salón de la casa que sus padres poseían en la ciudad, mirar por la ventana pensando en Maud o sentarse al piano de cola Steinway y tocar el
Frühlingsglaube
de Schubert: «Ahora todo, todo debe cambiar».

¡Con qué ligereza se habían dicho Maud y él entonces, en agosto de 1914, que volverían a estar juntos en Navidad! Habían pasado ya más de dos años desde la última vez que había visto su encantador rostro. Y probablemente Alemania tardaría otros dos años en ganar la guerra. Walter confiaba en que Rusia se derrumbara, lo que permitiría a los alemanes concentrar sus fuerzas en un ataque masivo definitivo hacia el oeste.

Mientras tanto, a veces le costaba recordar la imagen de Maud y tenía que mirar la fotografía, ya ajada, que había salido publicada en una revista y que siempre llevaba consigo: «Lady Maud Fitzherbert siempre viste a la última moda». No le apetecía asistir a una fiesta sin ella. Mientras se preparaba, deseó que su madre no se hubiera tomado aquella molestia.

La casa tenía un aspecto apagado. No había suficientes sirvientes para mantenerla impecable. Los hombres estaban en el ejército, las mujeres conducían tranvías y repartían el correo, y el personal de mayor edad se esforzaba al máximo por satisfacer el nivel de exigencia de la madre de Walter en cuanto a limpieza y lustre. También estaba fría y sucia. La asignación de carbón no bastaba para mantener en pleno funcionamiento la calefacción central, por lo que su madre había tenido que colocar estufas en el salón, el comedor y la sala de estar, pero eran insuficientes para combatir el frío de noviembre en Berlín.

No obstante, Walter se animó cuando las frías estancias se llenaron de jóvenes y una pequeña banda empezó a tocar en el salón. Su hermana pequeña, Greta, había invitado a todos sus amigos. Walter cayó en la cuenta de cuánto añoraba la vida social. Le gustaba ver a las chicas con hermosos vestidos y a los hombres con trajes inmaculados. Disfrutaba con las bromas, el flirteo y los chismes. Le había fascinado ser diplomático; aquella vida iba con él. Le resultaba fácil ser encantador y charlar con la gente.

La casa de los Von Ulrich no disponía de salón de baile, pero los invitados empezaron a bailar sobre el suelo enlosado del salón. Walter bailó varias veces con la mejor amiga de Greta, Monika von der Helbard, una chica alta, esbelta y con una larga melena pelirroja, rasgos que a él le recordaron los lienzos de aquellos artistas ingleses que se hicieron llamar prerrafaelitas.

Cogió una copa de champán y se sentó al lado de Monika. Ella le preguntó por la vida en las trincheras, como hacían todos. Él solía contestar que era dura, pero que los hombres estaban animados y que al final ganarían. Por alguna razón, a Monika le dijo la verdad.

—Lo peor de todo es que la situación es absurda —le confesó—. Llevamos dos años en las mismas posiciones, con una diferencia de tal vez unos pocos metros, y no veo cómo va a cambiar eso con las decisiones que está tomando el alto mando… o con ninguna de las que vaya a tomar. Pasamos frío y hambre, sufrimos catarros, pie de trinchera y dolor de estómago, y nos aburrimos mortalmente… y todo para nada.

—No es eso lo que leemos en los periódicos —dijo ella—. Es muy triste.

Monika le apretó el brazo con empatía. Su gesto fue como una descarga eléctrica para Walter. Ninguna mujer fuera de su familia le había tocado en dos años. De pronto pensó en lo maravilloso que sería abrazarla, estrechar su cálido cuerpo contra el suyo y besar sus labios. Los ojos ámbar de ella le devolvieron una mirada franca, y al instante comprendió que la joven le había leído los pensamientos. Las mujeres sabían con frecuencia lo que los hombres pensaban, según había llegado a descubrir. Se sintió azorado, pero era evidente que a ella no le importó, y esa idea lo excitó.

Un hombre se acercó a ellos, y Walter alzó la vista irritado, suponiendo que su intención era sacar a bailar a Monika. Pero entonces reconoció su cara.

—¡Dios mío! —exclamó. Recordó su nombre al instante; tenía una excelente memoria para las personas, como todos los buenos diplomáticos—. ¿Eres Gus Dewar? —le preguntó en inglés.

Gus le contestó en alemán.

—Sí, pero podemos hablar en alemán. ¿Cómo estás?

Walter se levantó y le estrechó la mano.

—Te presento a
Fraulein
Monika von der Helbard. Este es Gus Dewar, asesor del presidente Woodrow Wilson.

—Qué placer conocerle, señor Dewar —dijo ella—. Caballeros, mejor los dejo solos para que puedan hablar.

Mientras ella se alejaba, Walter la observó con pesar y cierta culpa. Por un instante había olvidado que era un hombre casado.

Miró a Gus. El norteamericano le había caído bien en cuanto se conocieron en Ty Gwyn. Gus tenía una apariencia singular, con la cabeza grande y el cuerpo larguirucho y delgado, pero era astuto. Acabado de salir de Harvard en aquel entonces, Gus era un joven de una timidez entrañable, pero en los dos años que llevaba trabajando en la Casa Blanca había adquirido cierto grado de confianza en sí mismo. El estilo informe del terno que los estadounidenses habían empezado a llevar le confería un aire elegante.

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