La caída de los gigantes (79 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Pobre señora Jones, su otro hijo murió en la explosión de la mina.

—Por favor, Dios, que mi Tommy esté bien —rogaba la señora Griffiths, aunque su marido fuera un ateo recalcitrante—. ¡Oh!, salva a Tommy.

—Y a Billy —dijo Ethel; y luego, susurrando al pequeño oído de Lloyd, añadió—: Y a tu papá.

Geraint llevaba una bolsa de lona colgada del hombro. Ethel se preguntó con miedo cuántos telegramas más llevaría dentro. El chico iba cruzando la calle en zigzag: era el ángel de la muerte con gorra de cartero.

Cuando dejó atrás los retretes públicos y llegó a la mitad superior de la calle, todo el mundo estaba sobre el asfalto. Las mujeres habían dejado de hacer sus tareas y estaban esperando. Los padres de Ethel salieron a la calle: su padre todavía no se había marchado a trabajar. Estaban ahí parados con el abuelo, en silencio y asustados.

Geraint se acercó a la señora Llewellyn. Su hijo Arthur debía de haber muerto. Lo conocían con el sobrenombre del Manchas, según recordaba Ethel. El pobre chico ya no tendría que preocuparse más por su piel.

La señora Llewellyn levantó las manos como para impedir que Geraint siguiera avanzando.

—¡No! —gritó—. ¡No, por favor!

El chico le entregó el telegrama.

—Yo no puedo hacer nada, señora Llewellyn —dijo. No tenía más que diecisiete años—. Lleva su dirección en el destinatario, ¿lo ve?

Aun así, la mujer se negaba a recibir el sobre.

—¡No! —gritó, se volvió de espaldas y se tapó la cara con las manos.

Al chico le temblaban los labios.

—Por favor, tómelo —le rogó—. Aún tengo que repartir todos estos. Y hay más en la oficina, ¡cientos de ellos! Ya son las diez y no sé si voy a poder hacerlo todo antes de que anochezca. Por favor.

La vecina de al lado, la señora de Parry Price, dijo:

—Yo lo recibiré por ella. No he tenido hijos.

—Muchas gracias, señora Price —dijo Geraint, y siguió caminando.

Sacó otro telegrama de la bolsa y pasó de largo por la casa de la señora Griffiths.

—¡Oh, gracias a Dios! —exclamó la señora Griffiths—. Mi Tommy está bien, gracias a Dios. —Empezó a llorar de alivio.

Ethel se cambió a Lloyd a la otra cadera y abrazó a su anfitriona.

El chico se acercó a Minnie Ponti. Ella no gritó, pero empezaron a caerle las lágrimas por las mejillas.

—¿Cuál de los dos? —preguntó con la voz rota—. ¿Joey o Johnny?

—No lo sé, señora Ponti —respondió Geraint—. Tendrá que leer lo que dice ahí.

La señora Ponti rasgó el sobre.

—¡No veo nada! —gritó. Se frotó, intentando aclararse la visión, borrosa por las lágrimas, y volvió a mirar—. ¡Giuseppe! —dijo—. Mi Joey está muerto. ¡Oh, mi pobre niñito!

La señora Ponti vivía casi al final de la calle. Ethel se quedó esperando, con el corazón en un puño, para ver si Geraint se dirigía hacia casa de los Williams. ¿Billy estaba vivo o muerto?

El chico volvió la espalda a la señora Ponti, que era un mar de lágrimas. Miró al otro lado de la calle y vio al padre de Ethel, a su madre y al abuelo, que lo observaban aterrados y en vilo. Echó un vistazo a la bolsa y levantó la mirada.

—Ya no hay nada más para Wellington Row —anunció.

Ethel estuvo a punto de desmayarse. Billy seguía vivo.

Ella miró a sus padres. Su madre estaba llorando. El abuelo intentaba encender su pipa, pero le temblaban las manos.

Su padre la escrutaba. Ethel no podía mirarlo a la cara. El hombre era presa de un fuerte sentimiento, pero ella no sabía cuál.

Dio un paso hacia ella.

No fue mucho, pero sí suficiente. Con Lloyd en brazos, corrió hacia su padre.

Él los rodeó a ambos con un abrazo.

—Billy está vivo —dijo—. Y tú también.

—¡Oh, papá! —exclamó ella—. Siento haberte decepcionado.

—Eso no importa —respondió él—. Eso no importa ahora. —Le daba palmaditas en la espalda como cuando era pequeña y se caía y se lastimaba las rodillas—. Vamos, vamos —le decía—. Tranquila.

III

Un funeral interconfesional era algo poco común entre los cristianos de Aberowen, y Ethel lo sabía. Para los galeses, las diferencias de doctrinas siempre habían sido una cuestión de importancia. Un grupo se negaba a celebrar la Navidad argumentando que no existían pruebas bíblicas de la fecha de nacimiento de Jesucristo. Otro prohibía votar en las elecciones porque el apóstol Pablo escribió: «Nuestra ciudadanía está en los cielos». A ninguno de ellos les gustaba rendir culto junto a personas con las que estaban en desacuerdo.

No obstante, tras el Miércoles del Telegrama, esas diferencias se tornaron triviales en un santiamén.

El párroco de Aberowen, el reverendo Thomas Ellis-Thomas, propuso celebrar un oficio religioso conjunto en memoria de los fallecidos. Cuando se hubieron repartido todos los telegramas, se contaban un total de doscientos once muertos y, como la batalla continuaba, a diario llegaban una o dos notificaciones más. En todas las calles habían perdido a alguien, y en los abarrotados callejones de las casuchas habitadas por los mineros habían sufrido alguna pérdida cada pocos metros.

Los metodistas, los baptistas y los católicos estuvieron de acuerdo con la propuesta del párroco anglicano. Los grupos más minoritarios quizá prefiriesen mantenerse al margen: los baptistas del Evangelio Completo, los testigos de Jehová, los evangélicos de la Segunda Venida de Cristo y la Iglesia de Bethesda. Ethel se dio cuenta de que su padre luchaba contra su propia conciencia. Sin embargo, nadie quería quedar excluido de lo que prometía ser el oficio religioso más multitudinario en la historia de la ciudad, y, al final, todos participaron. No había sinagoga en Aberowen, pero Jonathan Goldman se contaba entre los fallecidos, y el pequeño grupo de judíos practicantes de la población decidió asistir a la ceremonia, aunque no se hicieran concesiones a su religión.

El oficio se celebró la tarde del domingo a las dos y media en un parque municipal conocido como el Rec, que era la forma abreviada de Parque de Recreo. El ayuntamiento de la ciudad levantó una tribuna provisional para que el párroco oficiase desde allí la ceremonia. Era un día bonito, soleado, y asistieron tres mil personas.

Ethel observó con detenimiento a la multitud. Perceval Jones llevaba un sombrero de copa. Además de ser el alcalde de la ciudad, ahora era miembro del Parlamento. También era oficial al mando honorífico de los Aberowen Pals, y había dirigido la campaña de reclutamiento. Otros muchos directores de Celtic Minerals estaban con él. «Como si ellos tuvieran algo que ver con la heroicidad de los muertos», pensó Ethel con amargura. Morgan «Se ha ido a Merthyr» se presentó con su esposa, pero Ethel pensó que ellos sí estaban en todo su derecho, pues su hijo Roland había muerto.

Entonces vio a Fitz.

Al principio no lo reconoció. Vio a la princesa Bea, con vestido y sombrero negros, seguida por una niñera que llevaba al pequeño vizconde de Aberowen, un niño de aproximadamente la misma edad que Lloyd. Junto a Bea iba un hombre con muletas y la pierna izquierda enyesada, la cabeza vendada y el ojo izquierdo tapado con un parche. Pasado un largo rato, Ethel se dio cuenta de que era Fitz, y soltó un grito de la impresión.

—¿Qué ocurre? —le preguntó su madre.

—¡Mira al conde!

—¿Es él? ¡Oh, por Dios, pobrecillo!

Ethel se quedó mirándolo. Ya no estaba enamorada de él… había sido demasiado cruel. Pero no podía mostrarse indiferente. Le habría dado un beso al rostro que estaba bajo la venda, y habría acariciado ese cuerpo alto y fuerte tan terriblemente lisiado. Era un hombre vanidoso —era el más perdonable de sus defectos—, y ella sabía que la mortificación que sentiría al mirarse al espejo le dolería más que las heridas.

—Supongo que no ha querido quedarse en casa —comentó su madre—. El pueblo lo habría entendido.

Ethel sacudió la cabeza.

—Es demasiado orgulloso —dijo ella—. Él condujo a los hombres a la muerte. Tenía que venir.

—Tú lo conoces bien —respondió Cara con una mirada que hizo pensar a Ethel que su madre sospechaba la verdad—. Aunque supongo que espera que el pueblo se dé cuenta de que las clases altas también sufren.

Ethel asintió en silencio. Su madre tenía razón. Fitz era un arrogante y un prepotente, pero, paradójicamente, también anhelaba el respeto del ciudadano de a pie.

Dai Chuletas, el hijo del carnicero, se acercó a ellas.

—Es muy agradable ver que has vuelto a Aberowen —dijo.

Era un hombre menudo con traje nuevo.

—¿Cómo estás, Dai? —preguntó Ethel.

—Muy bien, gracias. Hay una nueva película de Charlie Chaplin que se estrena mañana. ¿Te gusta Chaplin?

—No he tenido tiempo de ir al cine.

—¿Por qué no dejas al pequeño con tu madre mañana por la noche y vienes al cine conmigo?

Dai había intentado meter la mano por debajo de la falda de Ethel en el Palace Cinema en Cardiff. Aquello sucedió cinco años atrás, pero ella supo por su mirada que él no lo había olvidado.

—No, gracias, Dai —respondió la joven con sequedad.

El muchacho no estaba dispuesto a renunciar tan pronto.

—Ahora trabajo en la mina, pero me quedaré con la tienda cuando mi padre se jubile.

—Sé que te irá muy bien.

—Algunos hombres ni siquiera mirarían a una chica con un hijo —comentó—. Pero yo no soy de esos.

El comentario fue algo condescendiente, pero Ethel decidió no ofenderse.

—Adiós, Dai. Ha sido una invitación muy considerada por tu parte.

Él sonrió a regañadientes.

—Sigues siendo la chica más guapa que he conocido. —Se tocó en la gorra y se alejó.

—¿Qué tiene de malo? —preguntó la madre con indignación—. Necesitas un marido, ¡y él es un buen partido!

¿Que qué tenía de malo? Era bajito, pero lo compensaba con su encanto. Poseía buenas posibilidades de futuro y estaba deseoso de hacerse cargo del hijo de otro hombre. Ethel se preguntó por qué estaba tan segura de que no quería ir al cine con él. ¿Es que todavía creía, en el fondo de su corazón, que era demasiado buena para Aberowen?

Había una hilera de sillas en primera fila para la élite. Fitz y Bea tomaron asiento junto a Perceval Jones y Maldwyn Morgan, y empezó el oficio.

Ethel creía vagamente en la religión cristiana. Suponía que debía de haber un Dios, aunque sospechaba que Él era más razonable de lo que su padre había imaginado. Los acalorados desacuerdos de su padre con las demás iglesias se habían convertido para Ethel en una simple manía contra los iconos, el incienso o el latín. En Londres, ella acudía de vez en cuando a Calvary Gospel Hall los domingos por la mañana, sobre todo porque el pastor era un ferviente socialista que permitía que en su iglesia se celebrasen las reuniones de la clínica de Maud y del Partido Laborista.

En el Rec no había órgano, por supuesto, así que los puritanos no tuvieron que pasar por alto su objeción a los instrumentos musicales. Ethel sabía, por su padre, que se habían producido discusiones sobre la persona que debía dirigir los cánticos, un papel que, en aquella ciudad, era más importante que pronunciar el sermón. Al final, el Coro Masculino de Aberowen fue situado delante, y su director, que no pertenecía a ningún credo en particular, fue puesto al mando de la música.

Empezaron con la pieza de Händel
Apacentará a su rebaño como pastor
, un conocido himno con una elaborada estructura que la congregación interpretó a la perfección. Mientras cientos de voces tenores resonaban en el parque cantando el verso: «Y reunirá a las ovejas con sus manos», Ethel se dio cuenta de que había echado de menos aquella música tan emocionante mientras estaba en Londres.

El cura católico recitó el salmo 129,
De Profundis
, en latín. Habló tan alto como pudo, pero los que estaban más al fondo apenas lo escuchaban. El pastor anglicano leyó la colecta de oficio de entierros del
Libro de oración común
. Dilys Jones, una joven metodista, cantó
Divino amor
, himno compuesto por Charles Wesley. El pastor baptista leyó el capítulo 15 de la Primera Carta a los Corintios, desde el versículo 20 hasta el final.

Algún pastor tenía que representar a los grupos independientes, y le había tocado al padre de Ethel.

Empezó leyendo un único versículo de Romanos 8:11: «Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros». La potente voz de su padre retumbó con fuerza por todo el parque.

Ethel se sentía orgullosa de él. Aquel honor era un reconocimiento a su posición como uno de los prohombres de la ciudad, guía espiritual y político. Además, estaba muy elegante: su madre le había comprado una corbata negra, de seda, en los grandes almacenes de Gwyn Evans, en Merthyr.

Habló sobre la resurrección y la vida del más allá, y la concentración de Ethel se dispersó: ya había escuchado todo eso antes. Ella suponía que había una vida después de la muerte, aunque no estaba segura; de todas formas, tarde o temprano, lo averiguaría.

Cierto movimiento entre la multitud la alertó de que su padre se había desviado de los temas de siempre. Lo escuchó decir:

—Cuando este país decidió entrar en guerra, espero que todos los miembros del Parlamento consultaran con su conciencia de forma sincera y piadosa, y que buscaran la orientación del Señor. Pero ¿quién llevó a esos hombres al Parlamento?

«Va a ponerse en plan político —pensó Ethel—. Bien hecho, papá. Eso le borrará la expresión de petulante al párroco.»

—En principio, todos los hombres de este país están obligados a realizar el servicio militar. Pero no todos los hombres han podido participar en la toma de la decisión de entrar en guerra.

Se alzaron vítores de apoyo entre la multitud.

—¡Las leyes sobre el sufragio excluyen a más de la mitad de los hombres de este país de las votaciones!

Ethel dijo en voz alta:

—¡Y a todas las mujeres!

—¡Ahora a callar! —le reprochó su madre—. El discurso lo da tu padre, no tú.

—Más de doscientos hombres de Aberowen perdieron la vida el 1 de julio, allí, en la ribera del Somme. Me han dicho que el total de bajas británicas ¡supera los cincuenta mil hombres!

Se alzó un suspiro de horror entre la multitud. No había muchas personas que conocieran esa cifra. Ethel se la había facilitado a su padre. A Maud se lo habían contado sus contactos en el Ministerio de Guerra.

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