La caída de los gigantes (115 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—No me han herido, pero temo por la vida de tu hermano. —En realidad, tenía la certeza de que Andréi ya estaría muerto, pero no quería decírselo.

Bea miró a la princesa.

—¿Qué ha pasado?

—Ha debido de alcanzarla una bala. —Fitz la examinó más de cerca. El rostro de Valeria estaba pálido—. Oh, Dios santo —dijo.

—Está muerta, ¿verdad? —preguntó Bea.

—Tienes que ser valiente.

—Seré valiente. —Bea tomó la mano exánime de su cuñada—. Pobre Valeria.

El carruaje se precipitó por el sendero y dejó atrás la pequeña casa donde la madre de Bea había vivido tras el fallecimiento del padre. Fitz volvió la mirada hacia la gran mansión. Frente a la puerta de la cocina había un grupo de hombres que había visto frustrada su persecución. Uno de ellos los apuntaba con un fusil, y Fitz bajó la cabeza de Bea y se agachó.

Cuando volvió a mirar, ya estaban fuera de su alcance. Los campesinos y el servicio salían de la casa por todas sus puertas. Las ventanas desprendían un brillo extraño, y Fitz comprendió que la mansión estaba ardiendo. Siguió mirando y vio que por la puerta principal empezaba a brotar humo, y que una llama asomaba por una ventana e incendiaba la enredadera que tapizaba la fachada.

El carruaje alcanzó lo alto de una loma y descendió entre traqueteos por el otro lado, y la casa desapareció de su vista.

28

Octubre-noviembre de 1917

I

Walter, airado, dijo:

—El almirante Von Holtzendorff nos prometió que los británicos morirían de hambre en cinco meses. De eso hace ya nueve.

—Cometió un error —contestó su padre.

Walter reprimió una réplica sarcástica.

Se encontraban en el despacho de Otto, en la sede del Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín. Otto estaba sentado a su gran escritorio en una silla de madera tallada. En la pared, tras él, colgaba un lienzo del káiser Guillermo I, abuelo del monarca, de su proclamación como emperador alemán en el Salón de los Espejos de Versalles.

A Walter le enfurecían las excusas infundadas de su padre.

—El almirante dio su palabra de oficial de que ningún estadounidense llegaría a Europa —dijo—. Nuestros servicios de espionaje afirman que en junio desembarcaron catorce mil en Francia. ¡Suerte que era la palabra de un oficial!

Aquel comentario escoció a Otto.

—Hizo lo que consideraba lo mejor para su país —replicó, irritado—. ¿Qué más puede hacer un hombre?

Walter alzó la voz.

—¿Y usted me pregunta qué más puede hacer un hombre? Puede evitar las falsas promesas. Puede evitar decir algo que no sabe a ciencia cierta. Puede decir la verdad, o mantener su estúpida boca cerrada.

—Von Holtzendorff aconsejó lo mejor que pudo.

La debilidad de esos argumentos lo sacaba de quicio.

—Tal humildad habría sido apropiada antes. Pero no la hubo. Usted estuvo allí, en el castillo de Pless; usted sabe lo que pasó. Von Holtzendorff dio su palabra. Engañó al káiser. Fue él quien hizo entrar en la guerra a Estados Unidos. ¡Difícilmente podría un hombre servir peor a su monarca!

—Supongo que quieres que dimita, pero, en tal caso, ¿quién ocuparía su lugar?

—¿Dimitir? —Walter empezaba a ceder a la ira—. ¡Quiero que se meta el cañón del revólver en la boca y apriete el gatillo!

Otto le dirigió una mirada grave.

—Eso que has dicho es perverso.

—Su muerte sería una ínfima compensación por todos los que han perecido a causa de su engreída insensatez.

—Los jóvenes no tenéis sentido común.

—¿Se atreve a hablarme de sentido común? Usted y su generación llevaron Alemania a una guerra que nos ha traumatizado y ha matado a millones de personas; una guerra que, tres años después, aún no hemos ganado.

Otto desvió la mirada. No podía negar que Alemania aún no había ganado la guerra. Los bandos opuestos estaban atascados en un punto muerto en Francia. La guerra submarina sin restricciones había fracasado en su objetivo de cortar los suministros a los aliados. Mientras tanto, el bloqueo naval británico mataba de hambre lentamente al pueblo alemán.

—Tenemos que esperar y ver qué ocurre en Petrogrado —dijo Otto—. Si Rusia abandona la guerra, la balanza se decantará.

—Exacto —repuso Walter—. Todo depende ahora de los bolcheviques.

II

A principios de octubre, Grigori y Katerina fueron a visitar a la comadrona.

Grigori pasaba ya la mayor parte de las noches en el apartamento de una habitación próximo a la fábrica Putílov. Ya no hacían el amor, a ella le resultaba demasiado incómodo. Tenía el vientre enorme, con la piel tensa como un balón de fútbol y el ombligo protuberante. Grigori nunca había mantenido relaciones con una mujer embarazada, y le resultaba tan aterrador como emocionante. Sabía que todo era normal, pero al mismo tiempo le producía pavor pensar en la cabeza de un bebé dilatando cruelmente el estrecho pasaje que él tanto amaba.

Se encaminaron hacia la casa donde vivía la comadrona, Magda, esposa de Konstantín. Grigori llevaba a Vladímir a hombros. El pequeño ya tenía casi tres años, pero Grigori seguía cargando con él sin esfuerzo. La personalidad del pequeño empezaba a emerger; sin dejar de ser infantil, era inteligente y juicioso, más como Grigori que como su encantador y díscolo padre, Lev. Un bebé era como una revolución, pensó Grigori: era posible iniciarla, pero no controlar qué derrotero tomaba.

La contrarrevolución del general Kornílov había sido sofocada antes incluso de comenzar. El Sindicato de Ferroviarios se había asegurado de que la mayoría de los soldados de Kornílov quedaran atascados en vías muertas a kilómetros de Petrogrado. Los que, pese a ello, consiguieron aproximarse a la ciudad, se encontraron con los bolcheviques, que los desalentaron sencillamente desvelándoles la verdad, como había hecho Grigori en el patio de aquella escuela. Los soldados se sublevaron entonces contra los oficiales que participaban en la conspiración y los ejecutaron. El propio Kornílov fue detenido y encarcelado.

Grigori empezó a ser conocido como el hombre que había repelido al ejército de Kornílov. Él lo consideraba una exageración, pero su modestia solo consiguió aumentar su talla. Fue elegido miembro del Comité Central del partido bolchevique.

Trotski salió de prisión. Los bolcheviques ganaron las elecciones municipales de Moscú con el 51 por ciento de los votos. El partido alcanzó la cifra de 350.000 afiliados.

Grigori tenía la embriagadora sensación de que cualquier cosa podía ocurrir, incluida la catástrofe absoluta. Cualquier día la revolución podía fracasar. Eso era lo que más temía, pues en tal caso su hijo crecería en una Rusia que no sería mejor que aquella. Grigori pensó en los momentos trascendentales de su propia infancia: el ahorcamiento de su padre, la muerte de su madre frente al Palacio de Invierno, el sacerdote que le bajó los pantalones al pequeño Lev, el trabajo extenuante en la fábrica Putílov. Quería una vida distinta para su hijo.

—Lenin está pidiendo un levantamiento armado —le dijo a Katerina mientras caminaban hacia la casa de Magda.

Lenin se había mantenido oculto fuera de la ciudad, pero enviaba un torrente constante de cartas furibundas exhortando al partido a que pasara a la acción.

—Creo que hace bien —contestó Katerina—. Todo el mundo está harto de gobiernos que hablan de democracia pero no hacen nada para que baje el precio del pan.

Como era habitual, Katerina decía lo que la mayoría de los obreros de Petrogrado opinaban.

Magda los esperaba y preparó té.

—Lo siento, no tengo azúcar —dijo—. Llevo semanas intentando conseguir un poco.

—Qué ganas tengo de que se acabe esto —comentó Katerina—. Estoy agotada de cargar con este peso.

Magda le palpó el vientre y dijo que aún le quedaban unas dos semanas.

—Cuando nació Vladímir fue horrible —dijo Katerina—. No tenía amigos y la comadrona era una arpía siberiana, una caradura; se llamaba Ksenia.

—Conozco a Ksenia —dijo Magda—. Es competente, pero un poco ruda.

—¡Ya lo creo!

Konstantín se marchaba en ese momento al instituto Smolni. Aunque el Sóviet no celebraba sesiones diarias, sí había reuniones constantes de los comités generales y especiales. El gobierno provisional de Kérenski estaba ya tan debilitado que el Sóviet adquirió autoridad por defecto.

—He oído que Lenin ha vuelto a la ciudad —le dijo Konstantín a Grigori.

—Sí, volvió anoche.

—¿Dónde se aloja?

—Es secreto. La policía todavía pretende detenerlo.

—¿Qué es lo que le ha hecho volver?

—Lo sabremos mañana. Ha convocado una reunión del Comité Central.

Konstantín salió y tomó un tranvía en dirección al centro de la ciudad. Grigori acompañó a Katerina a casa. Cuando estaba a punto de irse al cuartel, ella le dijo:

—Me quedo más tranquila sabiendo que Magda estará conmigo.

—Bien. —A Grigori seguía pareciéndole más peligroso un parto que un levantamiento armado.

—Y tú también estarás conmigo —añadió Katerina.

—Bueno, no en la misma sala —repuso Grigori, nervioso.

—No, claro. Pero sí fuera, caminando arriba y abajo, y eso me hará sentir segura.

—Bien.

—Estarás, ¿verdad?

—Sí —contestó él—. Pase lo que pase, estaré.

Al llegar al cuartel, una hora después, lo encontró sumido en la confusión. En la plaza de armas, los oficiales intentaban cargar armamento y munición en camiones, aunque con poco éxito: todos los comités de batallón estaban reunidos o bien preparando reuniones urgentes.

—¡Kérenski lo ha hecho! —le informó Isaak, exultante—. ¡Está intentando enviarnos a todos al frente!

A Grigori se le cayó el alma a los pies.

—¿Enviarnos… a quién?

—¡A toda la guarnición de Petrogrado! Ya se ha expedido la orden. Tenemos que reemplazar a los soldados que están en el frente.

—¿Qué motivos aducen?

—Dicen que es por el avance alemán.

Los alemanes habían tomado las islas del golfo de Riga y avanzaban hacia Petrogrado.

—¡Tonterías! —dijo Grigori, irritado—. Es un intento de minar al Sóviet. —Y era un intento astuto, comprendió al meditarlo. Si los soldados apostados en Petrogrado eran reemplazados por los que venían del frente, se precisarían días, quizá semanas, para formar y organizar nuevos comités de soldados y elegir otros delegados al Sóviet. Peor aún: aquellos hombres carecerían de su experiencia en las batallas políticas de los últimos seis meses, que deberían volver a librarse—. ¿Qué opinan los soldados?

—Están furiosos. Quieren que Kérenski negocie la paz, en vez de enviarlos a la muerte.

—¿Se negarán a abandonar Petrogrado?

—No lo sé. Ayudaría que el Sóviet los respaldara.

—Me encargaré de eso.

Grigori subió con dos guardaespaldas a un carro blindado y cruzó el puente Liteini en dirección al edificio Smolni. Aquello parecía un revés, pensó, pero podría transformarse en una oportunidad. Hasta el momento, no todos los soldados habían apoyado a los bolcheviques, pero la tentativa de Kérenski de enviarlos al frente podría decantar a los indecisos. Cuanto más pensaba en ello, tanto más creía que aquel podría ser el gran error de Kérenski.

El Smolni era un edificio espléndido que había albergado una escuela para las hijas de los ricos. Dos artilleros del regimiento de Grigori custodiaban la entrada. Miembros de la Guardia Roja trataban de verificar la identidad de todos los visitantes, pero Grigori observó con desasosiego que el gentío que entraba y salía era tan numeroso que el control de ningún modo podía ser riguroso.

El patio era escenario de una actividad frenética. Carros blindados, motocicletas, camiones y coches iban y venían constantemente compitiendo por el espacio. Una amplia escalinata conducía a una arcada y una columnata clásica. En una sala de la planta alta, Grigori encontró reunido al comité ejecutivo del Sóviet.

Los mencheviques apelaban a que los soldados de la guarnición se preparasen para ir al frente. Como de costumbre, pensó Grigori asqueado, se rendían sin luchar, y lo invadió de pronto el pánico a que la revolución se le estuviera escapando de las manos.

Hizo corrillo con los demás bolcheviques del ejecutivo para elaborar una moción más combativa.

—La única forma de defender Petrogrado de los alemanes es movilizar a los obreros —dijo Trotski.

—Como hicimos con el golpe de Estado de Kornílov —añadió Grigori, entusiasmado—. Necesitamos otro Comité para la Lucha que se encargue de la defensa de la ciudad.

Trotski redactó un borrador a toda prisa y se puso en pie para presentar la moción.

Los mencheviques estaban indignados.

—¡Estaríais creando un segundo centro de mando militar al margen del ya existente del ejército! —dijo Mark Broido—. Ningún hombre puede servir a dos patronos.

Para repulsa de Grigori, la mayoría de los miembros del comité convinieron con eso. La moción de los mencheviques fue aceptada y Trotski fue derrotado. Grigori, desesperado, abandonó la reunión. ¿Podía la lealtad de los soldados al Sóviet sobrevivir a tal desaire?

Aquella tarde, los bolcheviques se reunieron en la Sala 36 y decidieron que no podían aceptar esa decisión. Acordaron volver a presentar su moción ese mismo día, en la reunión que celebraría el Sóviet al completo.

En esa segunda ocasión, los bolcheviques ganaron el voto.

Grigori se sintió aliviado. El Sóviet había respaldado a los soldados y creado un mando militar alternativo.

Habían dado un gran paso más hacia el poder.

III

Al día siguiente, lleno de optimismo, Grigori y los demás líderes bolcheviques se escabulleron sigilosamente del Smolni de forma individual y en parejas, con cuidado de no llamar la atención de la policía secreta, y se dirigieron al apartamento de una camarada, Galina Flakserman, para asistir a la reunión del Comité Central.

Grigori estaba inquieto por la reunión y llegó antes de la hora. Dio la vuelta a la manzana, en busca de sospechosos que deambularan por la zona y que pudieran ser espías de la policía, pero no encontró ninguno. Ya dentro del edificio inspeccionó los diferentes accesos —había tres— y averiguó cuál de ellos proporcionaría una salida más rápida.

Los bolcheviques se sentaron alrededor de una mesa de comedor grande, muchos con el abrigo de cuero que empezaba a convertirse en una especie de uniforme entre ellos. Lenin aún no había llegado y empezaron sin él. Grigori estaba muy preocupado —podrían haberlo detenido—, pero Lenin llegó a las diez en punto, disfrazado con una peluca que le resbalaba constantemente y le confería un aspecto casi ridículo.

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