La caída de los gigantes (119 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Gottfried von Kessel exponía la estrategia de Ludendorff.

—Esta ofensiva hacia el oeste abrirá una cuña entre los británicos y los franceses —dijo, con la falsa seguridad de que solía hacer gala cuando trabajaban juntos en la embajada alemana de Londres—. Después girará hacia el norte, rodeará a los británicos por el flanco derecho y los llevará hacia el canal de la Mancha.

—No, no —opinó el teniente Von Braun, un hombre entrado en años—. La opción más astuta es que, en cuanto hayamos penetrado en su primera línea, vayamos directos hacia la costa atlántica. Imaginen una línea alemana prolongándose por todo el centro de Francia y separando a los franceses de sus aliados…

Von Kessel discrepó:

—¡Pero entonces tendríamos enemigos al norte y al sur!

Un tercer hombre, el capitán Kellerman, se sumó a la conversación.

—Ludendorff girará hacia el sur —predijo—. Tenemos que tomar París. Eso es lo único que cuenta.

—¡París solo es simbólico! —repuso Von Kessel con desdén.

Especulaban; nadie sabía nada a ciencia cierta. Walter se sentía demasiado tenso para escuchar una discusión sin sentido, por lo que decidió salir. Los hombres estaban sentados en el suelo de la trinchera, aún tranquilos. Las horas previas a la batalla eran un tiempo de reflexión y rezo. La sopa de cebada que habían cenado llevaba ternera, un lujo escaso. Los ánimos eran buenos, todos presentían que el final de la guerra se acercaba.

Era una noche clara y estrellada. Las cocinas de campaña repartían el desayuno: pan negro y café aguado con sabor a colinabo. Había llovido un poco, pero la lluvia había cesado ya y el viento prácticamente también. Eso significaba que podrían dispararse bombas de gas tóxico. Los dos bandos utilizaban gas, pero Walter había oído que en esa ocasión los alemanes emplearían una mezcla nueva: el temible fosgeno y gas lacrimógeno. El gas lacrimógeno no era mortal, pero podía traspasar las máscaras antigás reglamentarias de los británicos. En teoría, la irritación producida por el gas lacrimógeno haría que los soldados se quitaran las máscaras para frotarse los ojos, y entonces inhalarían el fosgeno y morirían.

Los grandes cañones fueron dispuestos a lo largo del límite más próximo de aquella tierra de nadie. Walter nunca había visto tanta artillería junta. Los artilleros apilaban la munición. Detrás de ellos, una segunda línea de cañones y caballos estaban ya preparados para avanzar: constituirían la siguiente barrera de fuego.

A las cuatro y media todo seguía en calma. Las cocinas de campaña desaparecieron; los artilleros se sentaron en el suelo a esperar; los oficiales, de pie en las trincheras, escrutaban la oscuridad que los separaba del otro extremo del erial, donde el enemigo dormía. Incluso los caballos estaban calmados. «Esta es nuestra última oportunidad de vencer», pensó Walter. Se preguntó si debía rezar.

A las cuatro y cuarenta minutos un fulgor blanco estalló en el cielo apagando las titilantes estrellas. Instantes después, el cañón más próximo a Walter escupió una llamarada y produjo un estallido tan fuerte que lo hizo trastabillar hacia atrás, como si alguien lo hubiera empujado. Pero eso no era nada. En cuestión de segundos, toda la artillería empezó a disparar. El estruendo era mucho mayor que el de una tormenta. Los fogonazos iluminaban el rostro de los artilleros, que manipulaban los pesados proyectiles y las cargas de cordita. El humo empezó a saturar el aire, y Walter trató de respirar solo por la nariz. La tierra temblaba bajo sus pies.

Pronto vio explosiones y llamaradas en el bando británico provocadas por el impacto de las bombas alemanas en depósitos de munición y tanques de combustible. Sabía lo que era estar bajo fuego de artillería, y sintió compasión por el enemigo. Confiaba en que Fitz no se encontrara allí.

Los cañones alcanzaron tal temperatura que abrasaban la piel de todo aquel que fuera lo bastante imprudente para tocarlos. El calor deformaba los cilindros hasta el punto de malograr su precisión, por lo que los artilleros trataban de enfriarlos con la ayuda de sacos húmedos. Los soldados de Walter se ofrecieron voluntarios para llevar cubos de agua desde los cráteres más cercanos para que no les faltaran. La infantería siempre estaba dispuesta a ayudar a los artilleros antes de un asalto, pues cada soldado enemigo que los cañones mataran era un hombre menos al que ellos tendrían que disparar cuando avanzaran.

El día amaneció con niebla. Cerca de los cañones, la explosión de las cargas consumía el vapor, pero era imposible ver nada en la distancia. Walter se inquietó. Los artilleros tendrían que apuntar «sobre mapa». Afortunadamente, disponían de planos detallados y precisos de las posiciones británicas, la mayoría de las cuales habían sido alemanas tan solo un año antes. Pero nada podía reemplazar a la rectificación por observación. Era un mal comienzo.

La bruma se mezcló con el humo de las explosiones. Walter se cubrió la nariz y la boca con un pañuelo que se ató a la nuca. Los británicos no disparaban, al menos a su sector. Eso lo alentó. Tal vez la artillería enemiga ya estuviera destruida. La única baja alemana que Walter tenía cerca era un operador de mortero; posiblemente, un proyectil había explosionado en el cañón de su arma. Los camilleros se llevaron su cuerpo mientras un equipo médico vendaba las heridas de los soldados alcanzados por la metralla.

A las nueve de la mañana Von Ulrich ordenó a sus hombres que ocuparan sus puestos: los soldados de las tropas de asalto se tendieron en el suelo detrás de los cañones, la infantería regular se apostó en las trincheras. Tras ellos se concentraba la siguiente tanda de artillería, los equipos médicos, los telefonistas, los abastecedores de munición y los mensajeros.

Los soldados de las tropas de asalto iban equipados con el moderno casco «cubo de carbón». Habían sido los primeros en abandonar el antiguo
Pickelhaube
, con púa. Iban armados con la carabina Mauser K98. Su cañón corto le restaba precisión en distancias largas, pero era menos torpe y pesada que los fusiles de mayor longitud en la lucha cuerpo a cuerpo en las trincheras. Todos los hombres llevaban una bolsa cruzada sobre el pecho que contenía una docena de granadas de palo. Los soldados rasos británicos las llamaban
tatermashers
, por el utensilio que empleaban sus esposas para triturar las patatas. Por lo visto, había uno en todas las cocinas británicas. Walter lo sabía por los interrogatorios a los prisioneros de guerra; en realidad, nunca había estado en una cocina británica.

Walter se colocó la máscara antigás e indicó a sus hombres que hicieran lo propio para que no les afectaran los gases que lanzaba su propio bando cuando alcanzaran el frente enemigo. Después, a las nueve y media, se puso en pie. Se cruzó el fusil a la espalda y cogió una granada de palo con cada mano, lo cual era el procedimiento correcto en el avance de las tropas de asalto. No podía gritar órdenes, pues nadie las oiría, de modo que hizo un gesto con una mano y echó a correr.

Sus hombres lo siguieron por el erial.

El suelo era firme y seco; no había llovido en abundancia en varias semanas. Era algo positivo para los atacantes, pues facilitaba el desplazamiento de los hombres y los vehículos.

Avanzaban a toda prisa semiagachados. Los cañones alemanes disparaban sobre sus cabezas. Los hombres de Walter eran conscientes del peligro que corrían de ser alcanzados por los proyectiles que caían antes de alcanzar su objetivo, más aún con niebla, cuando los observadores no podían rectificar la dirección en la que apuntaban los artilleros. Pero el riesgo merecía la pena. De ese modo conseguirían acercarse tanto a las trincheras enemigas que, cuando cesara el bombardeo, los británicos no tendrían tiempo de reposicionarse y montar las ametralladoras antes de que las tropas de asalto cayeran sobre ellos.

Mientras seguían corriendo por tierra de nadie, Walter confió en que la alambrada del otro bando hubiera sido destruida por la artillería. De lo contrario, sus hombres se demorarían cortándola.

Walter oyó una explosión a su derecha, seguida de un grito. Instantes después, un destello en el suelo llamó su atención: era un cable trampa. Aquel campo estaba minado y ellos no lo sabían. Le asaltó el pánico al comprender que podría morir en una explosión con el siguiente paso que diera. Pero enseguida se recompuso.

—¡Cuidado con donde pisáis! —gritó, pero sus palabras se perdieron en el estruendo de las bombas.

Continuaron avanzando; a los heridos hubo que dejarlos a la espera de los equipos médicos, como siempre.

Poco después, a las nueve y cuarenta minutos, los cañones enmudecieron.

Ludendorff había abandonado la antigua táctica consistente en disparar fuego de artillería durante varios días antes de un ataque, pues eso concedía al enemigo demasiado tiempo para obtener refuerzos. Se calculaba que cinco horas bastaban para confundirlo y desmoralizarlo sin permitirle reorganizarse.

«En teoría», pensó Walter.

Se irguió y apuró el paso. Su respiración era agitada pero estable; apenas transpiraba, estaba alerta pero sereno. Faltaban pocos segundos para establecer contacto con el enemigo.

Alcanzó la alambrada británica. No estaba destruida pero presentaba huecos, y penetró por uno de ellos seguido de sus hombres.

Los comandantes de compañía y pelotón ordenaron a los hombres que volvieran a dispersarse, más con gestos que con palabras; el enemigo podía estar lo bastante cerca para oírlos.

La bruma era en esos momentos su aliada, los ocultaba del enemigo, pensó Walter, y se estremeció de alegría. En ese punto esperaban enfrentarse ya al infierno de las ametralladoras enemigas. Pero los británicos no podían verlos.

Walter llegó a un tramo que había sido completamente arrasado por las bombas alemanas. Al principio no vio sino cráteres y montículos de tierra, pero enseguida atisbó una trinchera y comprendió que había llegado a la línea británica. Sin embargo, la trinchera estaba destrozada; la artillería había hecho un buen trabajo.

¿Había alguien dentro? Nadie había disparado desde ella, pero era mejor asegurarse. Walter arrancó el pasador de una granada y la arrojó a la trinchera como precaución. Después de la explosión, se asomó por el parapeto. Varios hombres yacían en el suelo, ninguno de ellos se movía. A los que no hubiera matado la artillería, los había aniquilado la granada.

«Hasta ahora has tenido suerte —pensó Walter—. No esperes que dure mucho.»

Corrió a lo largo de la línea para comprobar los progresos de su batallón. Vio cómo media docena de británicos abandonaba las armas y se rendía, con las manos sobre sus cascos de acero con forma de cuenco. Parecían bien alimentados en comparación con sus captores alemanes.

El teniente Von Braun apuntaba con el fusil a los cautivos, pero Walter no quería que sus oficiales malgastaran tiempo haciendo prisioneros. Se quitó la máscara antigás; los británicos no llevaban.

—¡Moveos! —les dijo en inglés—. Por allí, por allí. —Señaló hacia las líneas alemanas. Los británicos echaron a andar, ansiosos por alejarse del combate y salvar la vida—. ¡Déjelos marchar! —gritó a Von Braun—. La intendencia se encargará de ellos. Tenemos que seguir avanzando. —Esa era la función primordial de las tropas de asalto.

Se puso en marcha. A lo largo de varios centenares de metros, el escenario siguió siendo el mismo: trincheras destrozadas, bajas enemigas, ausencia de resistencia. Entonces oyó una ráfaga de ametralladora. Instantes después topó con un pelotón que se había puesto a cubierto en cráteres abiertos por las bombas. Se tiró al suelo al lado del sargento, un bávaro llamado Schwab.

—No podemos ver el emplazamiento —dijo Schwab—. Estamos disparando en dirección al ruido.

Schwab no había comprendido la táctica. Las tropas de asalto debían sobrepasar puntos fuertes y después dejarlos atrás para que a continuación los barriera la infantería.

—¡Siga avanzando! —le ordenó Walter—. Rodee la ametralladora. —En cuanto se produjo una pausa en el fuego, se puso en pie e hizo gestos a los hombres—. ¡Vamos! ¡Arriba, arriba!

Todos obedecieron. Walter los alejó del fuego y cruzaron una trinchera vacía.

Volvió a topar con Gottfried. El teniente llevaba una lata de galletas y se las embutía en la boca mientras corría.

—¡Increíble! —gritó—. ¡Tendrías que probar la comida británica!

Walter golpeó la caja y la tiró al suelo.

—¡Estás aquí para luchar, no para comer, maldito idiota! —vociferó—. ¡Sigue avanzando!

De pronto, lo sobresaltó algo que pasó corriendo sobre sus pies. Bajó la mirada y vio un conejo desapareciendo en la niebla. Sin duda, la artillería había destruido su madriguera.

Consultó la brújula para asegurarse de que se dirigían al oeste. No sabía si las trincheras que estaba encontrando eran de comunicación o de abastecimiento, por lo que su orientación no le proporcionó mucha información.

Sabía que los británicos habían emulado a los alemanes en la creación de múltiples líneas de trincheras. Poco después de dejar atrás la primera, se encontró con otra bien defendida a la que llamaron Línea Roja, y luego otra, situada a poco menos de dos kilómetros hacia el oeste, a la que asignaron el nombre de Línea Marrón.

Después de eso, no vio sino campo abierto hasta la costa oeste.

Las bombas caían sobre esa zona. ¿Podía estar seguro de que no eran británicas? No era posible, estarían atacando a sus propias defensas. Debía de tratarse de la siguiente barrera de fuego alemana. Él y sus hombres corrían el riesgo de sobrepasar a su propia artillería. Se giró. Afortunadamente, la mayoría de sus hombres estaban detrás de él. Alzó los brazos.

—¡A cubierto! —gritó—. ¡Corred la voz!

Apenas fue necesario hacerlo, pues todos habían llegado a esa misma conclusión. Retrocedieron corriendo unos metros y saltaron a varias trincheras vacías.

Walter se sintió eufórico. Todo iba sorprendentemente bien.

En el suelo de la trinchera yacían tres soldados británicos. Dos no se movían, el tercero gruñía. ¿Dónde estaban los demás? Tal vez hubieran huido. O quizá esos tres soldados formaban parte de un pelotón suicida; tal vez los hubieran dejado allí para que defendieran una posición imposible de defender y dar así a sus camaradas en retirada más probabilidades de sobrevivir.

Uno de los británicos muertos era un hombre insólitamente alto, con las manos y los pies muy grandes. Grunwald se apresuró a quitarle las botas.

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