La caída de los gigantes (42 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Walter estaba exultante de alegría. Puede que Grey no supiese distinguir lo que era apremiante de lo que no lo era, pero se trataba de la primera persona a la que se le había ocurrido una solución plausible. Walter se sentía agradecido. «Lo invitaré a mi boda —se dijo— y le daré las gracias en mi discurso.»

Cuando volvieron a la embajada, se llevó una sorpresa al ver a su padre. Otto llamó a Walter a su despacho. Gottfried von Kessel se encontraba de pie junto al escritorio. Walter estaba ansioso por hablar cara a cara con su progenitor sobre lo ocurrido con Maud, pero no pensaba comentar esa clase de cosas delante de Von Kessel, de modo que dijo:

—¿Cuándo ha llegado?

—Hace unos minutos. He viajado de noche en el tren-barco de París. ¿Qué hacías con el embajador?

—Nos han llamado para reunirnos con sir Edward Grey. —Walter se alegró al ver aflorar al rostro de Von Kessel una expresión de envidia.

—¿Y qué os ha dicho? —quiso saber Otto.

—Ha propuesto celebrar una conferencia a cuatro bandas para mediar entre Austria y Serbia.

—Una pérdida de tiempo —sentenció Von Kessel.

Walter hizo caso omiso de su comentario y se dirigió a su padre.

—¿Qué opina usted?

Otto entrecerró los ojos.

—Interesante… —comentó—. Ese Grey es muy hábil.

Walter no pudo disimular su entusiasmo.

—¿Cree que el emperador austríaco aceptará?

—En absoluto. Por supuesto que no.

Von Kessel soltó una risotada burlona.

Walter se quedó desolado.

—Pero ¿por qué?

—¿Y si la conferencia propone una solución y Austria la rechaza? —preguntó Otto.

—Grey ha mencionado esa posibilidad. Ha dicho que Austria no estaría obligada a aceptar la recomendación de la conferencia.

Otto negó con la cabeza.

—Claro que no… pero ¿y entonces? Si Alemania forma parte de una conferencia que elabora una propuesta de paz y Austria rechaza nuestra propuesta, ¿cómo podríamos dar nuestro apoyo a los austríacos cuando vayan a la guerra?

—No podríamos.

—En ese caso, al realizar esa propuesta, el propósito de Grey es enemistar a Austria y Alemania.

—Ah. —Walter se sintió como un idiota. No había reparado en nada de eso, y todo su optimismo se vino abajo. Con tono desolado, añadió—: Entonces, ¿no vamos a secundar el plan de paz de Grey?

—Imposible —contestó su padre.

III

La propuesta de sir Edward Grey quedó en agua de borrajas y Walter y Maud vieron cómo, hora tras hora, el mundo se iba acercando cada vez más al borde del desastre.

Al día siguiente era domingo, y Walter se reunió con Antón. Una vez más, todos estaban ansiosos por saber qué harían los rusos. Los serbios habían claudicado ante casi la totalidad de las exigencias de Austria, y solo habían pedido un poco más de tiempo para discutir las dos cláusulas más duras, pero los austríacos habían anunciado que tal pretensión era inaceptable, y Serbia había empezado a movilizar a su reducido ejército. Habría contienda, pero ¿participaría Rusia?

Walter fue a la iglesia de St. Martin-in-the-Fields que, a diferencia de lo que sugería su nombre, no se hallaba en ningún campo sino en Trafalgar Square, el cruce con más tráfico de todo Londres. La iglesia era un edificio del siglo XVIII de estilo palladiano, y Walter pensó que, además de información sobre las intenciones de Rusia, merced a sus encuentros con Antón estaba descubriendo infinidad de detalles acerca de la historia de la arquitectura inglesa.

Subió los escalones y pasó a través de las inmensas columnas hacia la nave central. Miró a su alrededor con nerviosismo: aun en las mejores condiciones, siempre tenía el temor de que Antón no acudiera a sus citas, y aquel sería el peor momento de todos para que el hombre hubiese optado por acobardarse y no aparecer. El interior estaba fuertemente iluminado por una ventana veneciana en el extremo más oriental, y vio a Antón de inmediato. Con gran alivio, se sentó junto al vengativo espía segundos antes de que comenzase el oficio.

Como de costumbre, hablaron durante el transcurso de los himnos.

—El consejo de ministros se reunió el viernes —dijo Antón.

Walter ya lo sabía.

—¿Qué fue lo que decidieron?

—Nada. Solo hacen recomendaciones. Es el zar quien decide.

Eso también lo sabía, pero logró dominar su impaciencia.

—Perdón. ¿Qué fue lo que recomendaron, entonces?

—Permitir que cuatro distritos militares rusos se preparen para movilizarse.

—¡No! —El grito de Walter fue involuntario, y los feligreses que en esos momentos entonaban los himnos junto a él, se volvieron y le lanzaron miradas recriminatorias. Aquellas eran las maniobras preliminares antes de la guerra. Haciendo un gran esfuerzo por tranquilizarse, Walter dijo—: ¿Y el zar ha dado su consentimiento?

—Ratificó la decisión ayer.

—¿Qué distritos? —quiso saber Walter, con un deje de desesperación.

—Moscú, Kazán, Odesa y Kiev.

Durante la oración, Walter dibujó un mapa de Rusia. Moscú y Kazán estaban en medio del inmenso país, a más de mil kilómetros de sus fronteras europeas, pero Odesa y Kiev estaban en el sudoeste, cerca de los Balcanes. En el siguiente himno, dijo:

—Se están movilizando contra Austria.

—No es una movilización, es una preparación para la movilización.

—Sí, ya lo entiendo —dijo Walter pacientemente—. Pero ayer hablábamos de la posibilidad de que Austria atacase Serbia, un conflicto menor limitado a la zona de los Balcanes. Hoy hablamos de Austria y Rusia, y de una guerra europea de primera magnitud.

El himno terminó y Walter aguardó con impaciencia al siguiente. Había sido educado por una devota madre protestante, y siempre sentía remordimientos por el hecho de utilizar el oficio en la iglesia como tapadera para su trabajo clandestino. Oró en silencio para pedir perdón.

Cuando la congregación empezó a cantar de nuevo, Walter preguntó:

—¿Por qué tienen tanta prisa por realizar todos esos preparativos para la guerra?

Antón se encogió de hombros.

—Los generales le dicen al zar: «Cada día de retraso es un día de ventaja para el enemigo». Siempre la misma canción.

—¿Es que acaso no ven que los preparativos hacen la guerra más probable?

—Los soldados quieren ganar las guerras, no evitarlas.

El himno terminó, poniendo punto final al oficio. Cuando Antón se levantó, Walter lo sujetó del brazo.

—Tengo que verle con más frecuencia —dijo.

Antón parecía presa del pánico.

—Ya lo hemos hablado…

—No me importa. Europa está al borde de una guerra. Dice que los rusos están preparándose para movilizarse en algunos distritos. ¿Y si autorizan a otros distritos más para prepararse? ¿Qué otras medidas tomarán? ¿Cuándo se convierten los preparativos en algo más serio? Necesito informes diarios; cada hora sería aún mejor.

—No puedo asumir ese riesgo. —Antón intentó retirar el brazo.

Walter lo sujetó con más fuerza.

—Nos reuniremos en la abadía de Westminster todas las mañanas antes de que acuda a trabajar a la embajada. En el Poet’s Corner, en la nave lateral del crucero. La iglesia es tan grande que nadie reparará en nuestra presencia.

—Absolutamente imposible.

Walter lanzó un suspiro. No le quedaba más remedio que amenazarlo, algo que no le gustaba nada, sobre todo porque se arriesgaba a que el espía no volviese a aparecer nunca más, pero tenía que correr ese riesgo.

—Si no está allí mañana, iré a su embajada y preguntaré por usted.

Antón palideció.

—¡No puede hacer eso! ¡Me matarán!

—¡Necesito esa información! Estoy tratando de impedir una guerra.

—¡Pues yo espero con toda mi alma que la guerra estalle! —replicó el funcionario, rabioso. Bajó la voz y prosiguió en un susurro—: Espero que el ejército alemán aplaste y destruya a mi país. —Walter lo miró incrédulo—. Espero que muera el zar, que sea brutalmente asesinado, y con él toda su familia. Y espero que todos vayan al infierno, tal como merecen.

Giró sobre sus talones y salió apresuradamente del templo para sumergirse en el bullicio de Trafalgar Square.

IV

La princesa Bea estaba «en casa» los martes por la tarde, a la hora del té, momento en que sus amigas iban a visitarla para comentar las fiestas a las que habían acudido y para lucir sus trajes de paseo. Maud estaba obligada a asistir a esas reuniones, al igual que tía Herm, siendo ambas parientes pobres que vivían de la generosidad de Fitz. Ese día, a Maud la conversación le parecía especialmente tediosa, cuando lo único de lo que quería hablar era de si iba a haber guerra o no.

La sala de estar de la casa de Mayfair era moderna, pues Bea seguía con atención las últimas tendencias en decoración: había sillones y sofás de bambú a juego dispuestos en pequeños grupos, con gran amplitud de espacio entre ellos para que la gente pudiese desplazarse sin dificultad. La tapicería exhibía un discreto estampado en color malva y la alfombra era de color marrón claro. Las paredes no estaban empapeladas, sino pintadas de un relajante beige. No había rastro de la obsesión victoriana por acumular fotografías enmarcadas, adornos, cojines y jarrones, pues según los aficionados a la moda, no hacía falta alardear de la boyante situación económica de uno abarrotando todos los salones de cacharros… Y Maud estaba de acuerdo con ellos.

Bea estaba hablando con la duquesa de Sussex, chismorreando sobre la amante del primer ministro, Venetia Stanley. «Bea tiene que estar preocupada —pensó Maud—: si Rusia participa en la guerra, su hermano, el príncipe Andréi, tendrá que combatir.» Sin embargo, Bea no parecía en absoluto inquieta, y de hecho, esa tarde estaba especialmente radiante. A lo mejor tenía un amante, algo que no era raro en los círculos sociales más selectos, donde muchos matrimonios eran de conveniencia. Había quienes reprobaban el comportamiento de los adúlteros —la propia duquesa sería capaz de borrar de su lista de invitados a una mujer adúltera para el resto de la eternidad—, pero hacían la vista gorda. Sin embargo, en el fondo Maud no creía que Bea fuese de esa clase de mujeres.

Fitz entró a tomar el té, tras haber escapado una hora de la Cámara de los Lores, y Walter apareció tras él. Ambos estaban muy elegantes con sus trajes grises y sus chalecos cruzados. De forma involuntaria, Maud se los imaginó a los dos vestidos con el uniforme del ejército. Si la guerra se extendía a los demás países, cabía la posibilidad de que ambos tuvieran que entrar en combate y luchar… casi con toda certeza en bandos opuestos. Serían oficiales, pero ninguno de los dos aceptaría arreglárselas para conseguir un trabajo sin riesgos en algún cuartel general: querrían liderar a sus hombres en el frente. Los dos hombres a los que más quería podían acabar disparándose el uno al otro. Maud sintió un escalofrío, pues no podía soportar esa idea.

Maud rehuyó la mirada de Walter. Tenía la sensación de que las mujeres más intuitivas del círculo de amistades de Bea habían advertido la cantidad de tiempo que pasaba hablando con él. Le traían sin cuidado sus sospechas, pues tarde o temprano acabarían por enterarse, pero no deseaba que los rumores llegaran a oídos de Fitz antes de que se lo comunicaran oficialmente. Se enfadaría muchísimo, de modo que estaba intentando no dejar traslucir sus sentimientos.

Fitz se sentó a su lado. Tratando de pensar en algún tema de conversación que no tuviese nada que ver con Walter, Maud pensó en Ty Gwyn y preguntó:

—¿Qué le ha pasado a tu ama de llaves galesa, Williams? Ha desaparecido, y cuando les pregunto a los demás sirvientes, me salen con evasivas.

—Tuve que librarme de ella —contestó Fitz.

—¡Ah! —Maud estaba sorprendida—. No sé, pero tenía la impresión de que te gustaba cómo trabajaba esa chica.

—No especialmente. —Parecía incómodo.

—¿Qué fue lo que hizo para que estés tan disgustado con ella?

—Sufrió las consecuencias de la falta de castidad.

—¡Fitz, no seas pedante! —Maud se echó a reír—. ¿Quieres decir que se quedó embarazada?

—Baja la voz, por favor. Ya sabes cómo es la duquesa.

—Pobre Williams… ¿Y quién es el padre?

—Querida mía, ¿crees que se lo pregunté?

—No, por supuesto que no. Espero que no la deje en la estacada y se preste a «ayudarla», como suele decirse.

—No tengo ni idea. Es una sirvienta, por el amor de Dios.

—No acostumbras a ser cruel con los criados.

—No se puede recompensar la inmoralidad.

—Me gustaba esa chica, Williams. Era más inteligente e interesante que la mayoría de estas mujeres de la alta sociedad.

—No seas ridícula.

Maud se rindió. Por alguna razón, Fitz fingía que Williams le traía sin cuidado, pero lo cierto es que nunca le había gustado dar explicaciones, y era inútil presionarlo.

Walter se acercó, haciendo equilibrios con una taza y un plato de pastel en una mano. Dedicó una sonrisa a Maud, pero se dirigió a Fitz.

—¿Conoces a Churchill, verdad?

—¿Al pequeño Winston? —preguntó Fitz—. Desde luego. Empezó en mi partido, pero se pasó a los liberales. Sin embargo, me parece que su corazón sigue aún con nosotros, los conservadores.

—El viernes pasado cenó con Albert Ballin. Me encantaría saber lo que le dijo Ballin.

—Puedo complacerte, Winston se lo ha dicho a todo el mundo. Si estalla la guerra, Ballin ha dicho que Gran Bretaña se mantendrá al margen, Alemania prometerá dejar Francia intacta después, sin anexionarse ningún territorio… a diferencia de la última vez, cuando se quedaron con Alsacia y Lorena.

—Ah —exclamó Walter con satisfacción—. Gracias. Llevo días intentando averiguarlo.

—¿Es que tu embajada no lo sabe?

—Obviamente, se suponía que ese mensaje debía sortear los canales diplomáticos habituales.

Maud estaba intrigada. Parecía una fórmula esperanzadora para mantener a Inglaterra ajena a cualquier guerra europea. Puede que, a fin de cuentas, Fitz y Walter no tuvieran que dispararse el uno al otro.

—¿Cómo respondió Winston?

—Con evasivas —dijo Fitz—. Refirió la conversación al consejo de ministros, pero no discutieron nada al respecto.

Maud estaba a punto de preguntar, indignada, por qué no lo habían hecho cuando Robert von Ulrich hizo su aparición, con el semblante desencajado, como si acabasen de darle la noticia de la muerte de un ser querido.

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