La caída de los gigantes (43 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Pero ¿se puede saber qué le pasa a Robert? —dijo Maud mientras el austríaco hacía una reverencia ante Bea.

Se volvió para hablar ante todos los presentes en la reunión.

—Austria ha declarado la guerra a Serbia —anunció.

Por un momento, Maud sintió como si el mundo se hubiese detenido. Nadie se movió ni pronunció una sola palabra. La joven se quedó mirando la boca de Robert, bajo aquel bigote imperial, exhortándolo mentalmente a que se desdijese de sus palabras. Acto seguido, el reloj de la repisa dio la hora, y un murmullo de consternación se extendió entre los hombres y las mujeres de la estancia.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Maud, y Walter le ofreció un pañuelo de hilo blanco perfectamente doblado. La joven se dirigió a Robert:

—Tendrás que combatir.

—Desde luego que sí —repuso Robert. Pronunció aquellas palabras en tono brusco, como subrayando lo evidente, pero parecía asustado.

Fitz se levantó.

—Será mejor que vuelva a la Cámara de los Lores y averigüe qué sucede.

Varias personas más se fueron también. En medio de la conmoción general, Walter se dirigió en voz baja a Maud.

—De repente, la propuesta de Albert Ballin se ha hecho diez veces más importante.

Maud pensaba lo mismo.

—¿Hay algo que podamos hacer?

—Necesito saber qué piensa realmente el gobierno británico de la propuesta.

—Intentaré averiguarlo. —Maud se alegraba de poder hacer algo útil.

—Tengo que volver a la embajada.

Maud vio marcharse a Walter, deseando poder haberle dado un beso de despedida. La mayoría de los invitados se fueron al mismo tiempo, y Maud subió a su cuarto.

Se quitó el vestido y se tumbó en la cama. La idea de pensar que Walter iba a irse a la guerra le provocó un intenso llanto, lágrimas de rabia e impotencia, y siguió llorando un buen rato hasta quedarse dormida.

Cuando se despertó, era ya la hora de salir. Estaba invitada a la velada musical de lady Glenconner, y aunque sentía la tentación de quedarse en casa, se le ocurrió que tal vez allí habría algún ministro del gobierno. Puede que averiguase alguna información útil para Walter. Se levantó y se vistió.

Ella y tía Herm atravesaron Hyde Park en el carruaje de Fitz hasta llegar a Queen Anne’s Gate, donde vivían los Glenconner. Entre los invitados se encontraba un amigo de Maud, Johnny Remarc, subsecretario del Ministerio de Guerra, pero lo que era aún más importante, sir Edward Grey estaba allí.

Maud estaba decidida a hablar con él sobre Albert Ballin, pero la música empezó antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, de modo que se sentó a escuchar. Campbell McInnes estaba cantando un repertorio de Händel, un compositor alemán que había vivido la mayor parte de su vida en Londres, pensó Maud con ironía.

Observó discretamente a sir Edward durante el recital. No sentía especial predilección por aquel hombre: pertenecía a un grupo político llamado la Liga Imperialista Liberal, más tradicional y conservador que la mayoría del partido. Pese a todo, sintió una punzada de compasión por él. Nunca estaba demasiado alegre, pero aquella noche, su rostro habitualmente cadavérico se veía aún más pálido, como si tuviera todo el peso del mundo sobre sus hombros… cosa que además era verdad, por supuesto.

McInnes cantaba bien, y Maud pensó con tristeza en lo mucho que le habría gustado a Walter asistir, si no hubiese tenido que irse corriendo a la embajada.

En cuanto terminó el concierto, acorraló al secretario del Foreign Office.

—Me ha contado el señor Churchill que le transmitió a usted un mensaje harto interesante de parte de Albert Ballin —dijo. Vio que Grey se ponía tenso, pero siguió hablando pese a todo—. Si nos mantenemos al margen de una guerra europea, los alemanes prometen que no se anexionarán ningún territorio francés.

—Sí, algo así —repuso Grey fríamente.

Saltaba a la vista que había sacado a relucir un tema incómodo, y el protocolo dictaba que lo abandonase de inmediato, pero aquello no era una mera maniobra diplomática, de aquello dependía que Fitz y Walter fueran o no al frente. Maud siguió insistiendo.

—Tenía entendido que nuestra mayor preocupación era no alterar el equilibro de poder en Europa, y supuse que la propuesta de herr Ballin iba en ese sentido y podría satisfacernos. ¿Acaso me equivoco?

—Desde luego que se equivoca —contestó—. Es una propuesta infame. —Casi le había provocado una reacción visceral.

Maud se quedó destrozada. ¿Cómo podía rechazar una propuesta así? ¡Era lo único que ofrecía un resquicio de esperanza!

—¿Podría explicarle a una mujer incapaz de comprender esos conceptos tan rápido como usted, por qué dice eso de una forma tan tajante?

—Hacer lo que sugiere Ballin sería ofrecer a Francia en bandeja de plata para que Alemania la invada. Seríamos cómplices. Supondría la traición inmunda de una nación amiga.

—Ah —exclamó ella—. Creo que ahora lo entiendo. Es como si alguien dijera: «Voy a robar a tu vecino, pero si te mantienes al margen y no te inmiscuyes, te prometo que no le quemaré la casa además», ¿es eso?

Grey se mostró más cordial.

—Una buena analogía —comentó con una leve sonrisa—. La emplearé yo mismo.

—Gracias —dijo Maud. Sentía una inmensa decepción, y sabía que se le notaba en la cara, pero no podía disimularlo. Con tono lúgubre, añadió—: Por desgracia, eso nos acerca peligrosamente al precipicio de la guerra.

—Me temo que así es —admitió el ministro.

V

Como la mayoría de los parlamentos del mundo, el británico contaba con dos cámaras. Fitz pertenecía a la Cámara de los Lores, que incluía a la aristocracia más ilustre, los obispos y los jueces veteranos. La Cámara de los Comunes, por su parte, estaba compuesta por representantes electos conocidos como parlamentarios. Ambas cámaras se reunían en el palacio de Westminster, un edifico gótico victoriano construido a tal efecto con una torre con un reloj cuyo nombre era Big Ben, aunque a Fitz le gustaba recalcar que ese era, en realidad, el nombre de la gigantesca campana.

Cuando el Big Ben anunció las doce del mediodía el miércoles 29 de julio, Fitz y Walter pidieron un jerez como aperitivo en la terraza a orillas del maloliente río Támesis. Fitz contempló el palacio con orgullo, como siempre: era extraordinariamente grande, opulento y sólido, como el imperio que se gobernaba desde sus cámaras y pasillos. El edificio tenía todo el aspecto de durar mil años, pero ¿sobreviviría el imperio? Fitz se echaba a temblar cada vez que pensaba en las amenazas que se cernían sobre él: sindicalistas agitadores, mineros en huelga, el káiser, el Partido Laborista, los irlandeses, las feministas militantes… incluso su propia hermana.

Sin embargo, no puso voz a esos pensamientos tan oscuros, sobre todo teniendo en cuenta que su acompañante era extranjero.

—Este lugar es como un club —explicó animadamente—. Tiene bares, comedores y una estupenda biblioteca; y solo se permite la entrada a la clase de gente adecuada. —Justo en ese momento, un parlamentario laborista pasó por su lado junto a un par liberal, y Fitz puntualizó—: Aunque de vez en cuando se cuela algún que otro indeseable.

Walter estaba impaciente por contarle las últimas noticias.

—¿Ya lo sabes? —dijo—. El káiser ha dado un vuelco radical a los acontecimientos.

Fitz no sabía de qué hablaba.

—¿En qué sentido?

—Dice que la respuesta serbia ya no da motivos para comenzar una guerra y que los austríacos deben detenerse en Belgrado.

Los planes de paz siempre despertaban las suspicacias de Fitz. Su máxima preocupación era que Gran Bretaña mantuviese su posición hegemónica como la nación más poderosa del mundo. Temía que el gobierno liberal pudiese hacer que perdiesen esa hegemonía, por culpa del absurdo principio según el cual todas las naciones eran igualmente soberanas. Sir Edward Grey era un hombre bastante sensato, pero el sector de izquierdas en el seno de su partido —encabezado con toda probabilidad por Lloyd George— podía destituirlo, y entonces podía pasar cualquier cosa.

—Detenerse en Belgrado… —repitió con aire reflexivo. La capital estaba en la frontera: para capturarla, el ejército austríaco solo tenía que adentrarse un kilómetro y medio en territorio serbio, y se podía convencer a los rusos para que interpretasen ese movimiento como una acción policial de ámbito local que no suponía ninguna amenaza para ellos—. Me pregunto…

Fitz no quería la guerra, pero en el fondo, una parte de él acariciaba en secreto aquella posibilidad: sería su oportunidad de demostrar su valor. Su padre había ganado una distinción por su participación en contiendas navales, pero Fitz nunca había intervenido en ningún combate. Había ciertas cosas que se tenían que hacer antes de poder llamarse a sí mismo realmente un hombre, y luchar por su rey y su país era una de ellas.

Se les acercó un mensajero de librea, con pantalones bombachos de terciopelo y medias blancas de seda.

—Buenas tardes, conde Fitzherbert —dijo—. Ya han llegado sus invitados y han pasado directamente al comedor, milord.

Cuando se hubo marchado, Walter preguntó:

—¿Por qué los obligáis a vestirse de esa manera?

—Por tradición —respondió Fitz.

Apuraron sus copas y pasaron adentro. En el pasillo había una gruesa alfombra roja y las paredes estaban revestidas con un friso de madera tallada. Se dirigieron al comedor de los pares. Maud y tía Herm ya estaban sentadas.

El almuerzo había sido idea de Maud, quien utilizó el pretexto de que Walter nunca había estado en el interior del palacio. Cuando Walter hizo una reverencia y Maud lo obsequió con una cálida sonrisa, a Fitz le pasó por la cabeza un curioso pensamiento: ¿no habría algo de
tendresse
entre ellos? No, era ridículo. Maud era capaz de cualquier disparate, claro, pero Walter era un hombre demasiado sensato para plantearse un matrimonio entre una inglesa y un alemán en aquella época de convulsión política. Además, su hermana y su amigo eran casi como hermanos.

—Esta mañana he estado en tu maternidad, Fitz —dijo Maud cuando ambos se sentaron.

El conde arqueó las cejas.

—¿Es que acaso es mi maternidad?

—Pagas por ella.

—Si la memoria no me falla, me dijiste que debería haber una maternidad en el East End para madres con hijos que no contasen con el apoyo económico de ningún hombre, y yo te contesté que desde luego que debería haberla. Y la siguiente noticia que tuve, fue cuando empezaron a llegarme las facturas.

—Es que eres tan generoso…

A Fitz no le importaba. Un hombre de su posición podía permitirse realizar obras benéficas, y resultaba útil que Maud se encargara de todo el trabajo. No mencionó el hecho de que la mayoría de las madres no estaban casadas ni nunca lo habían estado: no quería que su tía, la duquesa, se sintiese ofendida.

—No adivinarías nunca quién ha venido esta mañana —siguió diciendo Maud—. Williams, el ama de llaves de Ty Gwyn. —Fitz palideció, y Maud añadió alegremente—: Qué casualidad, ¿no crees? ¡Justo anoche hablábamos de ella!

Fitz intentó mantener una expresión de indiferencia pétrea en su rostro. A Maud, al igual que la mayoría de las mujeres, se le daba bien leerle el pensamiento, y él no quería que sospechara la verdadera naturaleza de su relación con Ethel: era demasiado bochornoso.

Sabía que Ethel estaba en Londres, que había encontrado una casa en Aldgate, y Fitz había dado instrucciones a Solman para que la comprara en su nombre. Fitz temía la situación incómoda de encontrarse a Ethel en la calle, pero era Maud quien se había tropezado con ella.

¿Por qué había ido a la maternidad? Esperaba que estuviese bien.

—Confío en que no esté enferma —dijo, tratando de parecer únicamente cortés.

—No, no es nada serio —respondió Maud.

Fitz sabía que las embarazadas padecían afecciones de poca importancia. Bea había sangrado un poco y se había preocupado, pero el profesor Rathbone había dicho que era algo que solía ocurrir en torno al tercer mes y que no significaba nada, a pesar de que no debía hacer demasiados esfuerzos… aunque desde luego, tratándose de Bea, no había ningún peligro a ese respecto.

—Me acuerdo de Williams —dijo Walter—. La del pelo rizado y la sonrisa descarada. ¿Quién es el marido?

—Un ayuda de cámara que visitó Ty Gwyn con su señor hace unos meses —contestó Maud—. Se llama Teddy Williams.

Fitz se sonrojó levemente. ¡Conque llamaba Teddy a su marido ficticio! Pensó que habría preferido que Maud no se la hubiese encontrado. Quería olvidar a Ethel, pero no conseguía alejarla de su vida. Para disimular su desasosiego, se puso a hacer grandes aspavientos tratando de atraer la atención de algún camarero.

Se dijo que no podía ser tan sensible; Ethel era una sirvienta y él era un conde. Los hombres de alta cuna siempre habían obtenido sus placeres de allí donde quisiesen, una costumbre que seguramente llevaba en vigor cientos de años, tal vez miles. Era estúpido ponerse sentimental por una cosa así.

Cambió de tema repitiendo, para las señoras, las noticias de Walter sobre el káiser.

—Yo también lo he oído —dijo Maud—. Dios mío, espero que los austríacos les hagan caso… —añadió con vehemencia.

Fitz arqueó una ceja.

—¿A qué viene tanto apasionamiento?

—¡No quiero que te maten de un disparo! —exclamó—. Y no quiero que Walter sea nuestro enemigo. —Hablaba con la voz entrecortada. Las mujeres eran demasiado sentimentales.

—¿No sabrá por casualidad, lady Maud, cómo han recibido Asquith y Grey la sugerencia del káiser? —preguntó Walter.

Maud se serenó.

—Grey dice que combinada con su propuesta de una conferencia a cuatro bandas, podría impedir la guerra.

—¡Excelente! —exclamó Walter—. Eso era lo que esperaba. —Exhibía una excitación infantil, y la expresión de su rostro recordó a Fitz sus días de estudiantes. Walter había tenido ese mismo aspecto cuando ganó el premio de música en el día del Discurso.

—¿Habéis visto que han declarado inocente a esa odiosa madame Caillaux? —dijo tía Herm.

Fitz se quedó perplejo.

—¿Inocente? ¡Pero si disparó al pobre hombre! Se fue a la armería, compró un arma, la cargó, se dirigió a las oficinas de
Le Figaro
, preguntó por el director y lo mató: ¿cómo pueden haberla declarado inocente?

—Por lo visto, aseguró que esas armas se disparaban solas —respondió tía Herm—. ¡Os lo juro!

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