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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

La albariza de los juncos (7 page)

BOOK: La albariza de los juncos
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—Es cosa de los Marichalar, que tienen la casa en Soria y no se sale de Soria —me comentó con su agudeza innata. Para Mamá, que eso que nos pasa sólo a nosotros les cae fatal a los Reyes y a su entorno. Porque cuando cenamos en el comedor, ella en una cabecera de la mesa y yo en la otra, Mamá cena en Sevilla y yo en Cádiz. Si la envidia fuera riña, muchos tiñosos habría.

Cuando se anunció que la infanta Cristina se iba a casar con ese chico tan deportista y simpático con apellido de pariente de Induráin, Mamá me ordenó:

—Reserva tres habitaciones en el Ritz de Barcelona. Una para ti, otra para mí y la tercera para dejarla vacía y fastidiar a los de Licchtenstein, que no me gustan un pelo.

Lo hice.

De nuevo, la invitación no llegó, y otra vez, como en Sevilla, se ha celebrado la boda sin nosotros. Para colmo, el adelanto que pagamos al Ritz —que ahora es Palace-, era a fondo perdido, y he sabido que nuestras tres habitaciones fueron ocupadas por el séquito del sultán de Brunei.

Ni Mamá ni yo conocemos a los Reyes. Pero mucho me temo que los Reyes están empeñados en seguir con esta situación. Por nuestra parte, ya hemos dado las suficientes muestras de buena voluntad. Conociendo a Mamá, con la menor señal de interés, las relaciones entre nuestra casa y la de Su Majestad se normalizarían. Pero tampoco debemos claudicar ante los desaires. Luego se quejan cuando los nobles no respondemos. Me duele confesarlo y reconocerlo. Pero me entero mañana de que se ha proclamado la República, y yo no muevo ni el dedo meñique de la mano izquierda. El abuelo hizo lo mismo. No movió ni un dedo por don Alfonso XIII. Y con toda la razón. En una visita a Sevilla, allá por febrero del año treinta, don Alfonso no los reconoció al saludarlos. «Si yo reconozco al Rey, el Rey tiene que reconocerme a mí», le comentó a Perales, el administrador que le salió anarquista. Y Perales, que era listísimo, echó más leña al fuego: «Señor marqués; un rey que no conoce al marqués de Sotoancho, es muy poquito rey.»

Pues lo mismo de lo mismo. Lo que nos han hecho los Reyes a Mamá y a mí me recuerda a lo del abuelo y Perales. No hay solución. Lo cierto es que Mamá y yo hemos seguido muy de cerca la retransmisión de la boda. Que, a pesar del feo de no invitarnos, Mamá ha permanecido durante la retransmisión televisiva con la pamela puesta. Que yo me he visto inducido a ponerme el chaqué. Que la boda nos ha encantado y que Mamá se ha emocionado de lo lindo cuando ha visto al Rey tragándose las lágrimas y a la Reina ídem que te ídem. Los Sotoancho sabemos perdonar.

Parece que el verano no se resigna. Mientras los Reyes recibían a sus invitados en Pedralbes, Mamá se ha quitado la pamela y yo, todavía en chaqué, me he dejado caer por la albariza de los juncos. Y he brindado en ilusión de aire por la infanta y su marido. Y viéndome pingüino, los patos se han levantado y la bandada de flamencos ha llenado de rosas el atardecer tórrido de un humillado día de octubre.

Un día feliz

Mamá dice que el día más feliz de mi vida ha sido el de mi primera comunión, pero yo no estoy totalmente de acuerdo con su apreciación. El día de mi primera comunión tuvo sus ventajas y sus inconvenientes, y hubo de todo. En el fondo, fue un día triste, porque yo tenía que haberla hecho junto a mi primo Lorenzo y no le dejaron. Mi primo Lorenzo era quince años mayor que yo y había nacido con muy poquitas luces. En aquel tiempo, las autoridades eclesiásticas no permitían hacer la primera comunión a los niños que no entendían su significado y su misterio. A Lorenzo, que ya había cumplido veintidós años, le estuvieron preparando durante seis meses, y tres días antes de la fecha vino un obispo a casa a examinarlo. El señor obispo, con bastante mala idea, le preguntó:

—A ver, Lorencito, ¿cuántos dioses hay?

Y Lorenzo, que no se cortaba un pelo le respondió al instante:

—Siete con Pinocho.

Entonces el obispo le dijo a Mamá que su sobrino Lorenzo tendría que esperar un año, más para poder comulgar, y aquello le puso muy triste. Cuando me vio entrar en la capilla de La Jaralera con mi traje de marinero, Lorenzo fijó su mirada en el suelo, y me ha contado Juana, la mujer de Pepón, el jardinero, que se puso a llorar. Ahora ya no les hacen esas faenas a los niños que no entienden bien las cosas. Porque lo que hicieron con Lorenzo fue demasiado cruel, y yo, desde mi mentalidad de niño, no comprendí —y ahora de mayor, menos— aquella innecesaria exigencia. Es más; estoy seguro de que a Dios le hace más ilusión entrar en un niño que no comprende las cosas que en un obispo que no entiende a Dios. Lorenzo se murió muy joven, con apenas treinta años recién cumplidos, y comulgó antes de morirse, y yo creo que era consciente de lo que hacía, porque sonrió y se durmió muy plácidamente para siempre.

Por todo eso, el día más feliz de mi vida fue el 10 de febrero de 1947. Aquel día, Papá, en contra de la opinión de Mamá, me regaló una bicicleta. Mamá le decía que me estaba regalando mi tumba y que las bicicletas eran muy peligrosas, pero mi padre no oía sus lamentaciones. La bicicleta era azul brillante y tenía un timbre, y detrás del sillín, un estuche acoplado con una bolsita de parches y otra de herramientas. Algo de razón tenía Mamá, porque me monté sobre la bici, di unas cuantas pedaladas y me caí en el caminito recto que sale de la rotonda con dirección a la dehesilla. Pero no lloré, y ese detalle le gustó a Papá, mientras Mamá pedía a gritos una ambulancia. Volví a intentarlo y me caí de nuevo. Así, una y otra vez, hasta que milagrosamente, a la vigésima intentona, la compenetración funcionó, y la bicicleta conmigo encima se hizo con el camino, y yo tocaba el timbre como un descosido, y a cada metro mi seguridad era mayor. Me sentí como un torero cuando supera el miedo y le corta las dos orejas al toro.

Al frenar para dar la vuelta la bici se tambaleó. Puse un pie en el suelo y no hubo drama. Enfilé el camino hacia casa, pegué unas pedaladas con más fuerza y llegué hasta donde estaba mi padre esperándome. Mamá, en la terraza, seguía con las manos en la cabeza. Papá, al contrario, me pareció que estaba muy tranquilo, y cuando me bajé de la bici me dio dos palmaditas en la espalda y un golpe final en el cogote, como si me felicitara sin quererme felicitar.

Aquella noche Mamá no le habló a Papá. Cenaron en silencio y mi madre se retiró temprano. Desde mi cuarto, oí los pasos de Papá bajando la escalera. Y el ruido del portón y la campanita de la puerta de entrada. Y de nuevo, los pasos de Papá que subía hacia el corredor al que daba mi cuarto. Un pasillo largo con suelo de madera. Y sonó el timbre de mi bici, y la voz de mi padre que gritó «¡Viva la pulga de Torrelavega!», y después el estrépito de un morrón. En el pasillo, desparramados en yacente armonía, estaban mi padre y mi bicicleta, mientras yo reía con la escena y Mamá en camisón regañaba a mi padre por no sé qué demasiadas copitas que se había tomado.

Hoy, todavía, conservo la bicicleta. Y me acuerdo de la sonrisa de Papá.

Samuel Bronston

Una tarde se presentó en La Jaralera Samuel Bronston, el productor de películas. Llegó en un Cadillac blanco con los asientos color corinto. Era gordo y simpático, y chapurreaba un español muy comprensible. Mamá, que estaba avisada de la visita, le recibió un poco de uñas. Mamá y Hollywood no han congeniado jamás. Para colmo, pidió un whisky con mucho hielo, detalle que no se le escapó a mi hacedora. «La mitad de los pecados mortales contra el Sexto Mandamiento se cometen después de beber un whisky», me susurró Mamá aprovechando un descuido paisajístico del productor. Bronston estaba alelado con la panorámica que la terraza ofrece. La dehesilla, el valle, más allá el alcornocal y al fondo, la mancha cruda de la sierra. Le sirvieron a Bronston el whisky y se dirigió a Mamá.

Hago un esfuerzo de síntesis. Bronston estaba decidido a rodar una película sobre la vida de don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Le habían contado que el valle de La Jaralera, partido en dos por el río Guadalmecín, era de ensueño. Pretendía instalar en la orilla del río el campamento de Ben Yussuf, un moro malísimo que quería quedarse en España a toda costa en contra de la opinión del Cid, que se esforzaba en mandar a Ben Yussuf a su desierto natal. No recuerdo bien la historia, pero me atrevo a asegurar que en una batalla, un guerrero de Ben Yussuf acierta de un flechazo en el pecho del Cid, lo que motiva el posterior fallecimiento del héroe castellano. Ya muerto, montan los cristianos su cadáver sobre Babieca, le ajustan la Tizona, y el Cid gana la última batalla. Así, más o menos, es lo que Bronston nos contó.

Mamá, que es más leída de lo que parece, le preguntó a Bronston por las hijas del Cid, que se quedaban huérfanas en la película a muy temprana edad. Bronston le explicó que él no podía cambiar la Historia, y que en efecto, las hijas del Cid se quedaron huérfanas cuando murió su padre, como todas las hijas a las que se les muere su padre en cualquier parte del mundo. Pero Mamá, erre que erre, no se dejaba convencer.

—Yo le dejo a usted que ruede su película en La Jaralera con la condición de que el Cid no se muera.

Samuel Bronston, muy pertinaz, insistía en lo de la Historia, y Mamá se cerraba en banda:

—En esta casa, la Historia es como nosotros queremos que sea, y si es la de España, con más razón.

Samuel Bronston pidió otro whisky. Y Mamá me guiñó un ojo como advirtiéndome «¿lo ves?». Con el segundo vaso en la mano, Bronston intentó tranquilizar a Mamá.

—Señora, todo aquello sucedió hace siglos y las niñas no sufrieron tanto. Todas las niñas de aquella época tenían un padre guerrero y había más huérfanas que ahora. Además, doña Jimena, su madre, les dio mucho consuelo y cariño.

Mamá se enterneció con el dato de doña Jimena, y a punto estaba de concederle su venia a Bronston, cuando preguntó:

—¿Y qué actriz va a hacer de doña Jimena?

El millonario productor, animado por la nueva situación, le contestó en un segundo:

—Sofía Loren.

Entonces Mamá se envaró.

—Mire usted, señor Bronston. Se lo voy a decir muy clarito para que no tenga dudas. Mientras yo viva, y pienso vivir mucho tiempo (aquel encuentro tuvo lugar hace más de treinta y cinco años), Sofía Loren no pone un pie ni en esta casa, ni en esta finca, ni en esta comarca. De acuerdo con lo de las niñas. Pero si quiere usted rodar en La Jaralera, el papel de doña Jimena lo tiene que hacer una artista española que sea madre, y me permito sugerirle a doña Concha Piquer.

Bronston pidió el tercer whisky. A punto de llorar estaba. Nos dijo que las exigencias eran de imposible satisfacción. Se marchó de golpe, casi sin despedirse. Mamá había vencido una vez más. Pero perdimos una buena cantidad de dinero, y la pradera que muere en el Guadalmecín, la oportunidad de convertirse, por unos días, en el campamento del malvado Ben Yussuf.

Nunca les vimos más. Ni a Bronston ni al Cadillac.

Los mandarines

El río Guadalmecín, que riega La Jaralera de este a oeste, se remansa en el valle de los sotillos y forma un embalse natural que aquí le dicen «el lago». El lago es de agua dulce, en tanto que la albariza de los juncos es de agua salada. No me pregunten la razón porque no sabría contestarles. Si muchos banqueros ignoran los secretos de sus sociedades anónimas, yo no tengo la obligación de conocer los intríngulis de mis estanques. La naturaleza es muy caprichosa y así hay que aceptarla.

El lago es precioso. Quizá demasiado. El Guadalmecín se abre y se transforma en una inmensa superficie de aguas tranquilas. He pasado horas y horas contemplando el movimiento del lago en los atardecielos, y conozco a todos sus habitantes. Azulones, garzas, garcillas, fochas, cercetas, malvasías, zampullines, porrones y colorados. De cuando en cuando, cigüeñuelas y avocetas, que llegan desde la marisma, seguramente atraídos por la albariza de los juncos, pero que, a la vista del lago, terminan por preferirlo. También los ánsares de Doñana, que vienen de Rusia, sobrevuelan La Jaralera y se quedan aquí. Mamá dice que los ánsares que van al Coto son tontos, y para especificar qué tipo de tontos, se señala muy somera y rápidamente el trasero. Otra mujer cualquiera, menos gestual y elegante, diría que los ánsares del Coto son tontos del culo, porque llegar del comunismo, pasar por La Jaralera y no quedarse para siempre, no tiene perdón.

Pero un día, una tarde de invierno templado, descubrí entre los juncales de la orilla del lago a una pareja de patos mandarines. Mis patos preferidos. Por si ustedes lo ignoran —que lo ignorarán-, el pato mandarín
(Aix Galericulata)
, oriundo de China y Japón, es el más bello de todos los anátidos. Modernista, provocador, orgullosamente pato, el mandarín vive y cría en Europa desde hace más de treinta años. Pero ninguno había sido visto en La Jaralera y aquella tarde todo cambió para mí.

Me levantaba a las cinco de la mañana y me iba hasta el lago. No eran dos, sino cuatro. Cuatro patos mandarines en casa. Por la tarde, cuando la luz se resignaba, de nuevo a mi puesto de observación y vigilancia. Y hasta que no veía a los mandarines, no volvía a casa. Nada me importaba el frente rosa de los flamencos, ni la nube de cercetas, ni el poderío volador de los azulones. Un tarro, un porrón, un malvasía y mi corazón permanecía tranquilo. Pero ante los mandarines, el cardio se me iba, se juntaban las sístoles y las diástoles, y llegaba a casa con tales taquicardias que Mamá llegó a advertirme:

—O los patos mandarines o yo.

Una mañana, en las Tablillas del Guadalmecín, un coto casi colindante con La Jaralera, organizaron una tirada a los patos. No me invitaron. Cazaba el Generalísimo y el emperador de Etiopía Haile Selassie, que visitaba España oficialmente. Su Majestad Imperial era como un muñón, pero según me contaron, cuando tiraba era mejor que
Bunting
Teba. El horizonte retumbó de estallidos, de golpes secos, de disparos certeros. Sopló el levante y a La Jaralera llegó el aroma terrible y magnífico de la pólvora. Los que no llegaron fueron los mandarines. Nunca más los vi. Se los cepilló el Haile Selassie ese, que un año después ni era emperador de Etiopía ni era nada.

Pero mi corazón volvió a latir a su ritmo, para alegría de Mamá. Hoy ya no importa. Más de treinta parejas de mandarines vuelan sobre el lago de La Jaralera sin emperadores etíopes a la vista.

Y las Tablillas del Guadalmecín ya son nuestras. Las compró Mamá. Para mí, que soy el heredero.

El cielo
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