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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

La albariza de los juncos (2 page)

BOOK: La albariza de los juncos
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En este mismo orden de cosas, recomiendo una detenida lectura de los relatos de viajes, donde se unen apreciaciones inolvidables del ambiente de Biarritz o de Londres, que provocan la risa descarada del lector, con las peripecias de los Sotoancho y que serían merecedoras de su transcripción íntegra. La comida familiar en el más famoso restaurante de Biarritz, incluida la discusión con el
maître
, o la referencia a las cuatro generaciones de camiseros de Londres, bastarían para enaltecer la calidad satírica de la obra, que me permito contemplar con otras situaciones surgidas en viajes más cercanos en la distancia, como el que efectuaban puntualmente los Sotoancho a la playa.

Intentando una selección sobre la crítica de personajes secundarios, no puedo olvidar la referencia que se hace al cochero Felipe «que tenía la voz de Manolo Caracol pero sin duende», o a
«fräulein
María», de quien el Marqués afirmó que «lo era todo. Un amanecer resuelto, una jaca rompiente, un vendaval de aire tibio, una Jacaranda insultante, un sueño compartido.»

Naturalmente la perspicacia del autor adquiere su dimensión plena cuando se detiene en las figuras centrales del Marqués padre y de la Marquesa.

Es curioso que las referencias a uno y a otra estén deliberadamente descompensadas: son más frecuentes y minuciosas las que protagoniza la Marquesa que las que se centran en el Marqués, desequilibrio que en cierta manera se supera al final de las
Memorias
, cuando el protagonismo de aquél aumenta. No obstante, desde el principio de las
Memorias
, hallamos apreciaciones tan agudas como las de que «Papá era muy de campo, muy Villalón, muy de botos y zahones», o la de que «en esta casa —decía Sotoancho— la Historia es como nosotros queremos que sea, y si es la de España, con más razón».

A los dos se atribuyen esquemas de conducta, como la firme creencia de que «llorar es de pobres», y que la «estricta moral de Papá» constituiría el filtro mágico para seleccionar toda suerte de valores o comportamientos de acuerdo con su personal valoración de los mismos.

A la marquesa se atribuye la condición más representativa de la estirpe. Ella es quien manda, quien decide que su hijo único no vaya a «la mili», intentando llevar a cabo su plan completo de que la hiciera en casa con el magisterio elemental de un sargento particular, el sargento De Venancio. Ella es quien dispone los proyectos de boda de su hijo, ofreciéndole algunas opciones parcialmente descartables sobre catorce candidatas, según se nos cuenta en uno de los más divertidos capítulos del libro.

Al redactar los sucesivos capítulos que componen esta recopilación, Alfonso Ussía ha sido siempre consciente de que estaba ejercitando una profesión que comporta, sin lugar a dudas, un grave riesgo, por las posibles desvaloraciones de quienes olviden su carácter satírico y pretendan transformar algunas concretas manifestaciones en normas definidoras de un clasismo incompatible con la global estructura de la sociedad andaluza. En los Sotoancho no pueden advertirse más que reminiscencias de un pasado próximo, todavía vigente en aspectos concretos, pero no extrapolables al actual orden social. En cualquier caso, sería igual de equivocado suponer que estos personajes y su entorno hayan desaparecido, entre otras razones porque su extinción impediría que espíritus tan seguros como el de quien los ha recreado, tuviesen ocasión de ofrecernos un nuevo testimonio de cómo pueden conjugarse el humor y la tolerancia en beneficio de estas dos grandes constantes de la literatura satírica.

Quiero suponer que la difusión de estas
Memorias
, que auguro muy extensa, no nos traerá ninguna manifestación de intransigencia. Hablo en plural porque han sido ya muchas las ocasiones en que su autor como blanco directo y yo como inseparable compañero jurídico, nos hemos visto enzarzados, en diversos puntos de la geografía española, con toda suerte de energúmenos incapaces de distinguir la sensibilidad de humorista y sus personales aptitudes. Recuerdo, de modo especial, la comparecencia de ambos en un juicio, celebrado increíblemente al día siguiente del 23-F, en el cual un gran intelectual de nuestros días se había considerado muy ofendido por un soneto certero e insuperable que hubiera hecho sonreír a cualquier clásico. Por fortuna, los comentarios de la efemérides distrajeron al Tribunal y relevaron al secretario de dar lectura, como pretendía la acusación, al texto maldito. En otra ocasión, Alfonso consiguió que el juez instructor no pudiese contener su carcajada cuando le explicó las razones de una ofensiva revolera final, que cerraba otro soneto con parejo destinatario al anterior, aunque bastante menos cultivado. Me gustaría ofrecer al lector un repaso más extenso, para explicarle mi convencimiento de que la profesión de escritor satírico es una profesión de riesgo, y que vale la pena seguir ejerciéndola aun a trueque de sufrir alguna desventura.

José María Stampa Braun

Madrid, abril de 1998

La albariza de los juncos

Aunque alguno no se lo crea, el marqués de Sotoancho existe. Lo que es y lo que representa está en vías de extinción, pero no acaba de desaparecer. Es como el oso pardo de la cordillera cantábrica, o el lagarto de la isla de Hierro, o el okapi en Kenya. Cuando nadie espera encontrar un ejemplar, aparece uno esplendoroso, sano y dominante. Y la especie se renueva, y aumentan los individuos, sin llegar jamás a formar un número preocupante. Hoy mismo, entre mis amigos y conocidos, hay varios Sotoanchos con magníficas expectativas de futuro. Sotoancho no es una caricatura del señorito andaluz. Se ubica en Andalucía por la luminosidad del espacio y la belleza de su entorno. Tiene rasgos de señorito vano y prepotente, pero también se nubla de melancolías y afectos. El señorito andaluz profesional, como el madrileño, el catalán y el vasco, son infinitamente peores. A Sotoancho le sucede que le han explicado mal lo que representa y está plenamente convencido de su responsabilidad histórica.

¿Cuándo nace Sotoancho? En mi afecto y creación, hace más de treinta años. El primitivo marqués de Sotoancho, el original, es la suma de muchas personas y actitudes, que reuní y formé como un puzzle durante los quince meses que pasé en la luminosa Baja Andalucía haciendo el servicio militar. Al cabo del tiempo fue perfeccionándose, y Sotoancho era requerido en reuniones sociales y cenas de amigos. En casa de Juan Antonio Vallejo Nájera, de José María Stampa, de Antonio Mingote, de Jaime Campmany, de Tomás Osborne, de Manuel Halcón, Sotoancho era un invitado más.

Pero se hace popular en el programa de radio «El estado de la nación» de
Protagonistas
, con Luis del Olmo. Ahí nace la figura de «Mamá», que también existe, quizá más auténtica que la del propio marqués. De todos los personajes creados para el milagro de la radio, Jeremías Aguirre, Juan Pineda, Floro Recatado, el doctor Gorroño, Breogán Piñeiro, Marifé de Camas, el padre Escolano, Leonard Coñen, etc., sólo Sotoancho, por su vinculación directa y estrecha con la realidad, podía aspirar a convertirse en un personaje literario. La palabra escrita mejora los matices, afina los rasgos y describe los paisajes.

Cuando Francisco Giménez Alemán es nombrado director del diario
ABC
de Madrid —era director de
ABC
de Sevilla en la época de Luis María Anson—, me propuso escribir la última página de
Blanco y Negro.
Con el título de «Sembrado, sierra y dehesa» nace en la literatura el marqués de Sotoancho, primorosa, magistralmente ilustrado por Barca, un dibujante extraordinario que conoce a la perfección al personaje. Barca es también un gran ilustrador de la naturaleza, el Rien Poortvliet español, y el mundo de Sotoancho en La Jaralera se refleja en sus dibujos con una claridad destelladora.

Al escribir que Sotoancho es la consecuencia de muchas personas, la mía no puede excluirse. Así como mi madre nada tiene que ver con el personaje de Mamá, Sotoancho sí tiene rasgos e impulsos de su autor. Quizá la melancolía, y un poco la perplejidad ante su propia e inmerecida importancia. A Sotoancho le tratan en su casa como a un príncipe heredero, y en sus territorios es más que Dios. Ello no le ayuda y su horizonte se cierra a medida que el tiempo pasa. Reacciona ante las pequeñas cosas de la naturaleza y el ánimo, y se siente solo y desamparado, casi pequeño, cuando la tristeza le alcanza en su opulencia y comodidad. De ahí pasa a los arrebatos de señorito, a sus detalles de señor, a su perfil de campero con reparos, a su condición de hijo de sesenta años de una madre intolerante y pesadísima que lo maneja a su antojo.

Por todo ello, recupera la condición humana en sus soledades, ya sea escribiendo sus memorias en el llamado «cuarto de los libros», ya sea acariciando al chucho adoptado, ya sea —casi siempre-, dejándose ir por su inmenso campo hasta la albariza de los juncos, su lugar preferido.

La Jaralera es una inmensa finca que se sitúa en la imaginación en la frontera de las provincias de Sevilla y Cádiz. La línea que separa Sevilla de Cádiz corta la casa de La Jaralera, de tal forma, que el comedor principal de la casa pertenece a dos provincias distintas. Cuando Sotoancho y su madre ocupan las cabeceras de la mesa, Sotoancho come en Sevilla y su madre lo hace en Cádiz. Este detalle explica la vanidad de la madre, que pone como ejemplo esa circunstancia para situarse socialmente en el mismo rango que los Reyes.

Sotoancho, tan dominado, tan débil, tan tonto y tan tierno, es un liberal sometido a su papel de heredero de su pequeño mundo. En el fondo, Sotoancho admira a su padre, al que echa de menos con el paso de los años, y al que otorga su valor dormido con un despertar tardío. Su madre, Mamá, es de otra materia. Representa a la intolerante, mandona, fundamentalista católica y franquista irredenta. Para Mamá, Franco y su Orden lo eran todo, y sólo acepta la nueva situación y a la Corona por estrictas razones protocolarias. Desea fervientemente ser algo en la corte, y justifica su frustración en la envidia. «Los Reyes nos tienen envidia porque viven en una sola provincia mientras que nosotros lo hacemos en dos.» Como Mamá quedan muchas mujeres en España, más que Sotoanchos.

Y la albariza de los juncos. Allí siembra el marqués sus melancolías, y sólo allí y en las riberas del Guadalmecín, el río que atraviesa La Jaralera, Sotoancho se apercibe de su insignificancia. La inmensa Jaralera tiene dehesa y sierra, sembrado y soto, garriga de jaras y tierras de cultivo. En ella vive el venado y el cochino, el zorro y el lince, y hasta algún lobo, allá en La Manchona, la sierra negra de las monterías. Pero su sitio es la albariza de los juncos, el milagroso lago de agua salada que aparece en la marisma por un capricho de la naturaleza. En la albariza anida el azulón, la cerceta, el zampullín, el pato colorado, la garza, la espátula, la avoceta y los mandarines, sus patos preferidos. Es el paisaje de su infancia, el más atado a su alma de niño solo, mimado y rico. Y ahí se consuela de su soledad, se revuelve contra su educación y se felicita por su riqueza. Porque eso sí. A Sotoancho —como a mí, y como a usted, querido lector-, lo de ser millonario le parece cómodo, ventajoso y aprovechable.

Les dejo con ellos. Allá en La Jaralera, donde la Baja Andalucía se escribe a sí misma zahiriendo a sus lugares comunes, a sus mitos y a sus costumbres pasadas.

Alfonso Ussía

La muerte de papá

El túmulo con el féretro que contenía los restos mortales de Papá ocupaba el centro de la biblioteca. Cuando me dijeron que mi padre había muerto experimenté toda suerte de sensaciones. Por un lado me hizo bastante ilusión, porque me apetecía ser marqués. Por otra parte, y de acuerdo con las enseñanzas que había recibido, me sentí obligado a mostrarme triste. Sin perder la entereza, claro. La gente ordinaria llora muchísimo y, además, lo hace por todo. Mi padre no lloró jamás, y mi madre aún menos. Mamá dice que llorar es de pobres, y si Mamá lo dice, por algo será.

Mi tristeza era bastante controlable. Nunca tuve con mi padre una relación normal y siempre me trató como si yo fuera un bicho raro. Papá era muy de campo, muy Villalón, muy de botos y zahones, y a mí el campo nunca me ha dicho nada de particular. Vivo en el campo y vivo del campo, pero me aburre. A Papá le encantaba mirar al cielo y protestar. Si llovía, porque llovía, si no llovía, porque no llovía,
si lo hacía
torrencialmente porque era malo, y si caía poca agua, porque era peor. Era un pesimista. La tarde que murió llovió mucho, y yo me alegré por él. Se habría llevado un disgusto enorme. Pero lo cierto era que yo estaba más enmadrado que empadrado, y nuestra relación se limitaba al beso de los buenos días y al beso con señal de la cruz en la frente de las buenas noches. Y, además, soy rencoroso por naturaleza. Una tarde escuché una conversación entre Papá y Mamá que no me gustó nada. Mamá me defendía pero Papá no dejaba de decir que yo era un inútil, un mimado y un idiota.

El cuerpo de mi padre, sin vida, tenía una cierta grandeza. La nariz afilada, la barbilla altiva, las manos de cera fuerte. A su lado, Mamá rezaba y recibía pésames y abrazos. Cuando alguien le estrechaba la mano, Mamá se limpiaba la suya con un pañuelo. Siempre le dieron asco las manos ajenas, sobre todo si eran de hombres. A primera mirada, mi madre parecía un chipirón. Toda de negro. Hasta el pañuelo del asco era oscuro. Porque mi madre sí quería a mi padre, y admiraba su carácter, y una noche me confesó que era un hombre muy divertido. El amor es rarísimo. Mentiría si negara que me divertí bastante durante el velatorio de Papá. La gente que no me saludaba nunca lo hacía ahora con mucha emoción, y las señoras nos daban unos besos muy apretados. Acababa de cumplir los dieciséis años, y ser marqués a esa edad no está al alcance de todos. Mi primo Alonso, tan altivo y distante, se ofreció a acompañarme durante toda la noche, y Alcoceba, el administrador, al exponerme la hondura de sus sentimientos me llamó «señor marqués». Buen hombre este Alcoceba, a pesar de lo que nos robaba. Me empezó a caer bien Alcoceba, y le agradecí tanto su detalle que lo mantuve en su cargo para que nos robara muchísimo más. Cuando se jubiló tenía una inmensa fortuna, que heredó su única hija. Sonsolitas, a la que yo me tiré el día que me enteré que Alcoceba se había comprado un Mercedes con el dinero que nos sopló de la cosecha de remolacha. Estaba muy buena Sonsolitas y era más tonta que yo, detalle muy de agradecer. Le prometí boda y todo, y tragó como una paloma. Cuando me confesé con don Daniel, nuestro capellán de entonces, me regañó un poco. «Eres un briboncete», me dijo. Don Daniel era así de estricto.

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