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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #historia

La agonía de Francia (9 page)

BOOK: La agonía de Francia
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Así fue poco a poco desorganizándose la vida nacional y preparándose fatalmente el advenimiento de la catástrofe.

En Francia, teóricamente, no debía haber faltado nada. Los abastecimientos, incluso de productos importados, estaban asegurados con largueza. Pero bastaba que intencionadamente se lanzase el rumor de que iba a faltar el café o el azúcar para que inmediatamente cuarenta millones de franceses se apresurasen a hacer un
stock
individual de unos cuantos kilos del producto que se temía llegase a faltar y, como es lógico, el producto en cuestión faltaba inexorablemente. El gobierno tenía que forzar las importaciones para compensar las cien mil o doscientas mil toneladas sustraídas del mercado en una hora por el egoísmo individual, y la normalidad de los abastecimientos no se restablecía hasta que todos los franceses tenían escondidas cantidades de azúcar o café bastantes para su consumo durante medio año.

Cuando los alemanes hayan llegado a París y hayan vaciado los almacenes y las tiendas aún podrán hacer grandes
stocks
con los víveres que harán sacar del fondo de los armarios y de debajo de las camas. Para eso les habrá servido a los franceses su codicia que tantos quebraderos de cabeza daba a su gobierno.

La codicia francesa

El egoísmo de los ciudadanos, que
raziaban
los mercados haciendo que las vituallas se pudriesen en el fondo de las cómodas, era igual para el dinero. La famosa
media de lana
del francés se hinchaba desmesuradamente con fajos de billetes nuevecitos sacados por desconfianza de las cajas de ahorro y las cuentas corrientes o escatimados de los gastos de cada semana. Desde que comenzó la guerra la consigna del francés fue la de no gastar ni un céntimo en nada que no fuese absolutamente indispensable. Como era lógico, el comercio y la industria, que ya se habían reducido mucho a causa de la movilización, quedaron paralizados. El gobierno tuvo que hacer una intensa propaganda excitando a la gente a comprar, a gastar, a poner en circulación aquellas toneladas de billetes de banco que amontonaba con pueril codicia.

El francés fiaba absolutamente su porvenir al montoncito de billetes, de oro y brillantes que guardaba celosamente consigo. Cuando de madrugada sonaban las sirenas anunciando la alerta aérea, cada cual se metía en el pecho precipitadamente su pequeño tesoro y apretándolo nerviosamente andaba a tientas por las calles oscuras en busca de los refugios. Se sabía que en el barrio más humilde de París si una cuadrilla de gánsters hubiese gritado
manos arriba
en un refugio cualquiera, habría encontrado una millonada. La riqueza de Francia, la famosa riqueza francesa, que debía haber servido para ganar la guerra estaba allí escondida estúpidamente. En ocasiones, el miedo de los bombardeos hacía desmayarse a infelices mujeres y cuando para darles aire y holgura se les desabrochaban las ropas que las oprimían, indefectiblemente, les saltaba del pecho el fajo de billetes cuando no se les caía de las manos la preciada cajita de las joyas.

A medida que avanzaba la guerra y aumentaba la cantidad de billetes en circulación empezó a crecer la fiebre del oro. A pesar de las severas prohibiciones y de las precauciones de la policía, la especulación del oro se hacía intensamente. En los bares y cafés de los alrededores de la Bolsa pululaban los agentes de cambio clandestinos que operaban con monedas de oro, oro en barras, diamantes, joyas y
valuta
extranjera, principalmente dólares. De vez en cuando, la policía hacía una razia y se llevaba unas docenas de especuladores y unos miles de dólares. Pocos días después, los especuladores, no se sabe cómo ni por qué, estaban otra vez en libertad y dedicados impunemente a su tráfico.

En los últimos meses, como la especulación a base del oro se hacía cada vez más difícil se especulaba a base de diamantes y alhajas y finalmente de mobiliarios, bibliotecas, colecciones de arte, tapices persas, orfebrería, etcétera. El famoso Hôtel Drouot conoció el auge de sus mejores tiempos.

Francia conserva una riqueza fabulosa de muebles de arte antiguos, cuyo valor va aumentando a medida que pasa el tiempo. El trabajo esmerado de los artífices franceses de hace dos o tres siglos se convirtió, pues, en una inversión de dinero mucho más segura que los valores industriales y los bonos de la Defensa.

Francia, que no tenía confianza en su esfuerzo, que había perdido su fe en el trabajo y en el heroísmo de esta generación, se replegaba cobardemente buscando protección en la herencia de sus antepasados, en el trabajo concienzudo,
la obra bien hecha
de los ebanistas u orfebres franceses del tiempo de Luis XIV. Mesas, camas, sillones, libros, cuadros, espejos, candelabros de los cuatro últimos siglos alcanzaban precios fabulosos en las subastas del Hôtel Drouot mientras se producía el fenómeno terrible de que a pesar de la movilización de cinco millones de hombres aún había muchos miles de obreros sin trabajo, las fábricas se cerraban, los comercios se declaraban en quiebra y el gobierno, desesperado, gritaba: «Comprad; ayudad así a la victoria ».

Este hecho insólito me pareció uno de los más expresivos y reveladores de la verdadera actitud de Francia. Se aspiraba a vivir todavía de la renta del trabajo hecho hace siglos. El burgués republicano, a quien no inspiraba ninguna confianza el trabajo que se hacía en las fábricas del Greussot, Citröen y Renault, ni estaba dispuesto a defenderlas y que por adelantado se resignaba por lo visto a perderlas, se aferraba parasitariamente al trabajo de los artífices franceses del pasado cuya plusvalía esperaba no le sería arrancada ni por el Estado francés ni por los alemanes.

Trabajo

La guerra —esto se vio enseguida— no era más que trabajo; un trabajo duro, monótono, encarnizado. Pasada la fiebre de los primeros días en los que se adoptaban actitudes cómodamente heroicas, se comprendió que en la lucha que se emprendía no habría más que el incómodo heroísmo del trabajo oscuro, continuado, tenaz. La guerra se ganaría permaneciendo diez, doce horas diarias al pie de la máquina, trabajando en la cadena sin levantar la cabeza, como esclavos. Este era el precio de la libertad futura.

Dicho sea en honor del pueblo francés, que tantos pecados ha cometido y tantas faltas está purgando ahora, la verdad es que del mismo modo que acudió como un solo hombre a la orden de movilización aceptó sin réplica las nuevas condiciones de trabajo impuestas por la guerra.

Aquel triunfo de las cuarenta horas, aquellas semanas de cinco días, aquellos dos veranos de vacaciones pagadas en los que millones de trabajadores invadieron gozosamente los campos, las playas y las ciudades de lujo y placer, habían terminado. El sueño ingenuo del Frente Popular se había desvanecido. Aun antes de que la guerra estallase, la economía francesa, hondamente quebrantada por el descenso de la producción, había obligado a dar marcha atrás y este movimiento de reacción se había iniciado con lo que León Blum llamó «la pausa» y Daladier denominó con un eufemismo, el
assouplissement
de las cuarenta horas. No era posible que Francia siguiese trabajando a su amor cuando al otro lado del Rin se trabajaba furiosamente día y noche.

El proletario francés aceptó resignadamente la pena que su despreocupación anterior le imponía y desde el primer día de la guerra se consagró al trabajo sin rechistar. Se fueron aumentando constantemente las horas de trabajo. No se alzó una queja.

El error de los reaccionarios franceses, el error funesto y criminal consistió en considerar aquella dócil sumisión del proletariado a las necesidades nacionales de la defensa como una victoria de clase. La guerra venía a satisfacer los resentimientos creados por el Frente Popular, y el obrero, que doblaba la cabeza y se dejaba despojar, una tras otra, de sus conquistas había de soportar además el
quiquiriquí
de triunfo de una clase social para la que la guerra no significaba más que la consolidación de su victoria interior. Fue perfectamente estúpido asociar el encarcelamiento y el envío al frente de los delegados comunistas en las fábricas con la imposición de las duras condiciones de trabajo que la guerra exigía, pues de este modo se presentaban como represalias de la lucha de clases lo que en realidad no eran sino necesidades patrióticas de la defensa nacional. Hasta en el último momento los reaccionarios franceses han estado ciegos.

Lo que pudo haberse convertido en un movimiento de integración nacional no sirvió sino para ahondar las diferencias de clase. La masa trabajadora francesa no ha dado durante los diez meses de guerra indicio alguno de rebeldía, se ha conformado dócilmente a los sacrificios que se le exigían y, sin embargo, se la ha mantenido en un régimen de represión y desconfianza cuyos resultados tenían que ser desastrosos. Yo he visto durante estos diez meses a millares de buenos franceses, de excelentes patriotas que por haber pertenecido al partido comunista durante la época del Frente Popular se veían privados de trabajo, sometidos a constantes investigaciones policíacas, teniendo que cambiar de oficio y hasta de residencia para eludir esta persecución torpe, ciega, que terminaba por empujarles a la clandestinidad de las células comunistas y a colocarles fatalmente al servicio de los núcleos traidores que trabajaban por cuenta del enemigo.

No obstante esta política desastrosa, dictada tanto por un miedo irreflexivo como por un espíritu mezquino de revancha, la inmensa mayoría del proletariado francés ha seguido siendo fiel a su patria después de haber roto todos sus lazos con la disciplina de Moscú. Si no se ha trabajado más eficazmente, si no se había llegado a una intensificación mayor de la producción, habrá sido culpa de las empresas o del gobierno, pero no de los trabajadores.

Es más, la masa del proletariado francés se ha visto reforzada durante el período de la guerra con núcleos considerables de trabajadores no manuales procedentes de la clase media cuyas profesiones y oficios se hallaban en crisis y que con la mejor voluntad han ido a pedir trabajo como jornaleros en las fábricas de la defensa nacional. He conocido casos emocionantes de hombres de profesiones liberales que hacían el penoso esfuerzo de reeducación necesario para permanecer durante diez horas diarias al pie de una máquina en una fábrica de municiones.

La mujer francesa ha hecho también el mismo esfuerzo. Ha habido cientos de miles de mujeres que han pasado por los centros de clasificación y reeducación para el trabajo en las fábricas de la defensa nacional. Este trabajo era tan duro que no todas podían soportarlo a pesar de que se prestaban a llegar al límite máximo de su resistencia física. En las últimas semanas, el gobierno tuvo que revisar las condiciones del trabajo de la mujer en las fábricas de la defensa nacional, que eran insoportables para una gran mayoría, no obstante lo cual no hubo la menor protesta colectiva ni se resintió el rendimiento de la mano de obra femenina.

El pueblo francés ha trabajado concienzudamente para la guerra. Durante el largo y penoso invierno que ha precedido a la catástrofe, el proletariado francés encerrado en los talleres desde antes de que rayase el día hasta dos horas después de haber caído la noche ha trabajado con fe dando todo el rendimiento de que era capaz. Si este esfuerzo no ha sido suficiente, si la producción nacional no ha podido adquirir la intensidad necesaria, culpa suya no ha sido. Entre las causas de la catástrofe de Francia no podrá incluirse la de la defección de los trabajadores al lado de la incompetencia y la mala voluntad del alto patronaje y la debilidad del gobierno, ambas irrefutables.

Frivolidad

El Estado Mayor, que había empezado por apoderarse de todo paralizando la vida de Francia, fue luego abandonando a la iniciativa particular las actividades que, en realidad, no sabía cómo utilizar. En los primeros días de septiembre se suprimió en París todo lo que no era absolutamente indispensable para la guerra. No hubo servicio de autobuses, sólo estaba abierto al público un número muy limitado de estaciones del metro, no había apenas espectáculos, ni
cabarets
, ni
dancings
, ni carreras de caballos, ni carreras de galgos. Todo lo que se consideraba superfluo fue radicalmente suprimido. Pero en cambio, nueve meses después, cuando los alemanes atacaron de verdad, la vida de París había ido recobrando sus fueros y todo, absolutamente todo, había sido restablecido en su antiguo ser y estado. De la guerra casi no quedaba en París más que el
black-out
. Las comisiones civiles habían ido arrancando concesión tras concesión al general Hering, gobernador militar de París, y la guerra parecía haber sido olvidada. Con la primavera se reanudaron incluso las carreras de caballos en Longchamps, se celebró la Feria de París, se abrieron numerosos
cabarets
y se autorizó de nuevo el baile, que había estado rigurosamente prohibido, se celebraron importantes pruebas deportivas y la gente empezó a salir de excursión en los fines de semana. Dos días antes de que los alemanes atacaran en Sedán, miles y miles de automóviles salían por las puertas de París para pasear confiadamente por los campos a los parisienses que estaban orgullosísimos de poder seguir quemando inútilmente cantidades fabulosas de gasolina para cuyo consumo no había en realidad restricciones eficaces. Se tenía la impresión de que la guerra se había ido alejando definitivamente. Se había ido perdiendo el miedo y cuando empezaron a cruzar por las calles de París las primeras caravanas de refugiados procedentes de Holanda y Bélgica los parisienses los miraban como gentes extrañas que salían de un mundo distante e incomprensible, el mundo extraño y remoto de la guerra.

El terrible espectro de la guerra, que había pasado por la imaginación de los parisienses en las primeras semanas de septiembre, se había borrado por completo de su espíritu. París, disfrutando intensamente de una primavera triunfal, se preocupaba de cómo sería compatible con el
black-out
su grata costumbre estival de cenar al aire libre en las terrazas de los grandes restaurantes de los Champs-Élysées, a la puerta de los
bistrots
de Montmartre o los cafés de los
boulevards
.

Funcionaban otra vez numerosos
music-halls
y teatros de revista en los que con una lamentable falta de ingenio se repetían los
sketchs
patrióticos de la otra guerra y ante un coro de señoritas desnudas se caricaturizaba a Hitler y Stalin y se les invectivaba más [...]
(falta texto en la edición original)
a Stalin que a Hitler—, se exaltaban las glorias del soldado francés y se cantaba la grandeza de la patrie. Todo aquello sonaba lamentablemente a falso, a cosa vieja y podrida y los mismos soldados que venían del frente con permiso y acudían a los
music-halls
atraídos por el anzuelo de la mujer, soportaban entristecidos y avergonzados las retahilas patrióticas y heroicas.

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