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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #historia

La agonía de Francia (12 page)

BOOK: La agonía de Francia
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Ésta es una de las grandes revelaciones de la catástrofe de Francia. Tenemos el prejuicio de que las grandes catástrofes de los pueblos sólo son posibles en medio de un apocalíptico desorden; conservamos fielmente la imagen dramática de las guerras clásicas, creemos demasiado en la realidad de las estampas románticas de victorias y derrotas y no acertamos a ver que en nuestro tiempo, dentro de la cuadrícula estrecha de nuestra organización social y urbana, las cosas suceden de una manera mucho más sencilla, con una simplicidad y una facilidad aterradoras. En la Puerta de Saint Cloud un guardia de la circulación había sido sustituido por otro. Esto es todo.

Un inmenso imperio se ha derrumbado, veinte siglos de civilización han sucumbido.

Traición de la mesocracia

Y esto es posible, trágicamente posible, gracias a la idiosincrasia de la masa en la ciudad moderna. Cuando se habla de la masa se comete el error de pensar, no en el pueblo, tal cual es, en el conjunto de seres distintos movidos casi exclusivamente por sus enormes necesidades inmediatas y sus apetitos individuales coincidentes sólo en un número muy limitado de objetivos puramente físicos, sino que se piensa en la masa organizada, es decir, en el proletariado. Y no hay punto de comparación entre uno y otro. La propaganda de los partidos proletarios tiende a identificar a la masa, al pueblo, con las legiones de trabajadores encuadradas por sus organizaciones sindicales y con una moral superior que les ha sido infundida por la lucha de clases. Pero la masa no es eso.

En la catástrofe de Francia se ha dado el caso de que a pesar del formidable elemento de descomposición que el comunismo y, más concretamente, la política estaliniana introducían en las masas trabajadoras francesas, estas masas de proletarios organizados han cumplido con su deber y han dado en las fábricas de la defensa nacional y aun en las industrias particulares el rendimiento que de ellos se exigía. En cambio, la masa amorfa, el pueblo, las clases medias, la pequeña burguesía, los menestrales, los hombres de profesiones liberales, los tenderos, toda esa plebe urbana que antes era el asiento sólido de la democracia y estaba animada de una moral ciudadana y guiada por unos deberes estrictos de la ciudadanía, ha fracasado lamentablemente. «¡Fracaso terrible de la democracia!», gritan triunfalmente los partidarios de las tiranías. Falso. Esa masa en que se apoyaba antes la democracia había dejado de ser demócrata, había renegado de sí misma, se había dejado atraer estúpidamente por la dictadura del proletariado o por la tiranía del caporalísimo y no habiendo sido dominada y encuadrada definitivamente ni por la una ni por la otra se había convertido en el gran elemento de descomposición del Estado francés. Esa pequeña burguesía proletarizada y esos burgueses medios que han sido sustraídos al liberalismo por el nacionalismo integral maurrasiano, es decir, por el nazismo totalitario, ha sido una de las causas principales de la catástrofe francesa. Porque al proletarizarse o al hacerse partidarias de la tiranía esas masas populares perdían automáticamente las virtudes características de la ciudadanía, de la democracia y hasta el patriotismo y quedaban a merced de sus apetitos y sus instintos, sin ninguna coacción moral, sin ningún deber cívico, toda vez que las dos revoluciones totalitarias de Francia, la de las ligas nacionalistas en 1934 y la de los comunistas y el frente popular en 1936 habían fracasado sucesivamente y las doctrinas que habían servido para sublevar a las masas contra la democracia no habían sabido, en Francia, dar a esas masas una disciplina nueva que sustituyese la que frivolamente habían destruido. El ciudadano francés, perdida su vieja fe en la ciudadanía liberal, había sido arrastrado por la barbarie, esta barbarie moderna que sacrifica la dignidad humana a la satisfacción de los instintos dentro del cuadro estricto de una reglamentación de policía urbana inflexible.

5
Los ingleses en Francia

El 14 de julio de 1939 fue la apoteosis de la amistad franco-británica. Después de haber desfilado por la avenida de los Champs-Élysées junto con las tropas francesas, los soldados ingleses eran aclamados y festejados en los bailes populares de Montmartre y Montparnasse con un entusiasmo de victoria. Francia se hacía la ilusión de haber ganado la guerra, que se consideraba inminente, con sólo aquella impresionante parada o, por lo menos, tenía la convicción de haberla alejado durante algún tiempo.

Porque, en realidad, lo que los franceses festejaban no era la capacidad de lucha que hubiese en las tropas inglesas, sino la manifestación bien ostensible de una fuerza que podría imponerse por sí misma sin tener que ir a la lucha verdadera. El entusiasmo popular francés por Inglaterra se basaba en la esperanza de que ésta, ante todo y sobre todo, sabría y podría evitar la guerra. Ha habido un periodo en el que Francia ha estado absolutamente en manos de la Gran Bretaña porque creía que en ésta alentaba el mismo espíritu de renuncia y abdicación que dominaba en Francia. La alianza con Inglaterra era para los franceses la posibilidad de negociar una capitulación en condiciones mucho más ventajosas que en un desesperado
tete a tete
con la Alemania hitleriana. Se esperaba que después de Munich, Inglaterra se prestase todavía a una serie de claudicaciones sucesivas que diesen al fin satisfacción a la gran hambre totalitaria. Lo que se quería de verdad era que la fuerza británica sirviese únicamente para arrancar las mejores condiciones posibles de un nuevo Munich del Mediterráneo, y otro del Báltico y otro de África y otro de Asia... Todo menos tener que luchar. Francia confiaba para ello en la política del señor Chamberlain y con esta seguridad de que no habría que recurrir a las armas vitoreaba alegremente a los soldados británicos.

En cuanto se frustró esta esperanza e Inglaterra mostró su firme voluntad de hacer honor a los compromisos contraídos y afrontar valientemente la lucha, el francés frunció el entrecejo y los aliados ingleses comenzaron a parecer enojosos.

Las tropas inglesas que comenzaron a llegar a Francia inmediatamente después de la declaración de guerra eran recibidas ya sin aquel entusiasmo desbordante del 14 de julio. El francés, que había ido a la guerra a regañadientes, con una profunda exasperación, un malhumor insufrible y un deseo de acabar pronto, como fuese, miraba de reojo a los soldados británicos que desembarcaban en Francia con un ingenuo y sano optimismo alzando orgullosamente el pulgar en señal de victoria, riéndose con toda la boca y cantando despreocupadamente unas alegres y banales cancioncillas de guerra. Un hecho curioso, a cuya fácil comprobación invito a quien quiera, era el de que en todas las fotografías que se han publicado desde el comienzo de la guerra los soldados británicos aparecían siempre sonrientes, de buen humor, con un optimismo franco que se reflejaba en los rostros, mientras que en las fotografías de las tropas francesas no había un solo soldado que no tuviese el ceño dramáticamente fruncido o no mostrase un rostro patéticamente impasible. No he visto una sola imagen del ejército francés en la que aparezca la sombra de una sonrisa, la luz de una mirada franca, jovial y segura de sí misma. Desde el primer día las tropas francesas daban la sensación penosa de un ejército desesperado, sin esperanza alguna en la victoria.

Esta diferencia de estado de ánimo que inicialmente se marcaba había de irse acentuando a medida que el tiempo transcurría. Se tenía claramente la sensación de que el soldado francés iba arrastrado penosamente a una lucha a la que el inglés se lanzaría por su propio impulso y, en fin de cuentas, no parecía sino que el uno llevaba a remolque y contra su voluntad al otro. Esta sensación, falsa, toda vez que Inglaterra no había dado un solo paso que Francia no hubiese querido y aprobado previamente, cuando no exigido, iba a ser explotada inmediatamente y con gran intensidad por la propaganda alemana. Durante nueve meses toda la campaña desmoralizadora hecha por Alemania sobre el ejército francés se ha basado en esta afirmación: «Estáis haciendo una guerra superflua que no habéis querido nunca ni teníais necesidad de hacer, sólo porque los ingleses, para defender su imperio, os han arrastrado a ella». Este era todo el maquiavelismo del doctor Goebbels.

La forma en que se ha desarrollado esta campaña revela tanto los sentimientos primarios sobre los que el nazismo actúa como la perfección técnica a que en esta pura y simple práctica del mal ha llegado la barbarie hitleriana. Por ejemplo, cuando a un destacamento británico se le encomendaba la defensa de un sector del frente que hasta entonces había permanecido en absoluta calma, la artillería alemana desencadenaba un furioso bombardeo tanto sobre las posiciones que ocupaban los ingleses como sobre las que a ambos flancos guarnecían las tropas francesas procurando incluso castigar más duramente a éstas que a las británicas para que simultáneamente los altavoces de su propaganda pudiesen excusarse señalando a los franceses que si no habrían sido por la presencia de los británicos los habrían dejado en paz como antes. «No es contra vosotros, franceses, sino contra los ingleses contra quienes tiramos. Perdonadnos.»

Y lo triste era que estas burdas estratagemas prendiesen en el ánimo ruin de los soldados franceses, que se irritaban más contra sus aliados que contra el enemigo mismo. Yo he hablado con grupos de soldados que consideraban como un castigo el tener que ir a guarnecer una posición de primera línea lindante con las posiciones inglesas y consideraban a los ingleses más culpables de los obuses que les caían encima que a los mismos alemanes que los disparaban.

Cuando las tropas inglesas eran relevadas en un sector por soldados franceses, los altavoces alemanes gritaban en francés: «¡Bienvenidos los muchachos de la compañía tal del regimiento cual! Podéis dormir tranquilos. Ahora que se han ido los ingleses no os molestaremos».

Uno de los temas favoritos de la propaganda antibritánica en el ejército francés era la explotación de una rivalidad sexual que no ha existido nunca en la realidad pero que los alemanes intentaban crear y sostener a todo trance a fuerza de infundios. En las primeras semanas de la guerra aparecieron al otro lado del Rin unos cartelones en los que se decía: «Mientras vosotros estáis aquí pudriéndoos en las trincheras los soldados ingleses hacen el amor a vuestras mujeres». El espíritu francés, que todavía no se había perdido del todo, la
gouaille
parisiense replicaba al principio a estas ridículas excitaciones con cierto ingenio.
«Et ben quoi... on est de copains...»,
contestaron desenfadadamente con otro cartelón los franceses. Pero la tenacidad con que la propaganda alemana vertía imperturbable sus insidias terminaba por irritar a los franceses y desesperarlos. La táctica hitleriana, proclamada abiertamente en
Mein Kampf
, de que una mentira mil veces repetida puede llegar a parecer verdad triunfaba del buen sentido y la ecuanimidad de los soldados franceses, hartos, por otra parte, de permanecer mano sobre mano en las posiciones y con un ansia cada vez mayor de volver a los hogares que habían tenido que abandonar.

Esta explotación de la supuesta rivalidad sexual entre franceses e ingleses fue llevada por los nazis a extremos verdaderamente bochornosos e indignos, no ya de un país civilizado, sino de la dignidad humana más elemental. Los aviones alemanes hicieron una noche un
raid
sobre París sólo para arrojar unas tarjetas francamente pornográficas en las que aparecía un soldado francés barbudo y miserable en el fondo de una trinchera con esta leyenda al pie: «¿Dónde están los ingleses? Si quiere saberlo mire al trasluz». Y mirando de este modo la tarjeta aparecía dibujada una escena francamente indecorosa en la que una francesa se entregaba a un soldado británico ebrio de
champagne
.

Ninguna vileza se han ahorrado los servidores del doctor Goebbels. Se daba el caso de que los soldados franceses que se hallaban en el frente recibían cartas anónimas denunciándoles los adulterios de sus mujeres. Este sistema de desmoralización, según pudo comprobar la policía francesa, lo llevaban a cabo los agentes de la quinta columna quienes, para dar mayor verosimilitud a sus falsas delaciones anónimas, visitaban previamente con un pretexto cualquiera los hogares de los soldados movilizados, charlaban con sus mujeres, les sonsacaban algunos detalles de la intimidad del menaje y así podían luego describirles a los soldados su propio interior con impresionantes detalles que daban valor al anónimo.

El odio al soldado

La presencia de las tropas inglesas era acogida por las poblaciones civiles sin ningún entusiasmo. Tras los ingleses venían indefectiblemente los bombardeos de los aviones alemanes, y las poblaciones civiles, cuya principal preocupación, casi la única, era esquivar los riesgos y penalidades de la guerra, soportaban mal la presencia de aquellos huéspedes que sistemáticamente concitaban la ira del adversario. «¡Cómo nos van a dejar tranquilos los alemanes si tenemos ingleses en nuestra villa!», se lamentaban aquellas gentes para quienes la guerra no era sino una calamidad que se les venía encima contra todo su deseo y a pesar de sus esfuerzos desesperados para eludirla. Oyéndoles, no parecía sino que ingleses y alemanes se peleaban por algo que a los franceses les tenía completamente sin cuidado y habían tenido la desdichada ocurrencia de elegir la tierra de Francia como arena de su combate. Y, como ocurría en el frente, las poblaciones civiles tomaban ojeriza a los ingleses, en quienes veían a los culpables de las bombas que les caían encima. Los alemanes, que conocían o adivinaban esta reacción, se encarnizaban con los puntos de concentración de las fuerzas británicas y por la radio denunciaban al pueblo de Francia la responsabilidad de su gobierno al mantener contingentes británicos en el centro de las ciudades populosas.

Cuando las tropas inglesas se diseminaban en poblaciones pequeñas y acantonamientos rurales, las fricciones con la población civil eran aún más intensas. Aunque los ingleses llevasen consigo todo lo que pudiesen necesitar, como los recursos de los pueblos son siempre muy reducidos, se producía fatalmente un encarecimiento del costo de la vida cuando ellos llegaban. Los ingleses pagaban bien y naturalmente la codicia de los tenderos y campesinos hacía que apenas tuviesen a la vista el buen cliente que es el soldado inglés, le reservasen lo poco que había en el pueblo dejando sin nada al indígena comprador cicatero y exigente. Apenas se presentaban los ingleses desaparecían de los mercados los mejores géneros, que los comerciantes ocultaban cuidadosamente para vendérselos a buen precio al extranjero que pagaba sin rechistar lo que le pedían mientras el pobre francés, que pagaba regateando
sou
a
sou
, no encontraba entre sus compatriotas quien le vendiese nada de lo que necesitaba. Como es lógico, los franceses maldecían a los ingleses que les encarecerían la vida cuando, en realidad, era a sus propios coterráneos con su negra codicia a quienes hubieran debido maldecir.

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