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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #historia

La agonía de Francia (10 page)

BOOK: La agonía de Francia
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En lo único en que la guerra había ejercido cierta influencia era en la moralidad de las costumbres. Aunque parezca extraño, la verdad era que París se había moralizado extraordinariamente gracias a la guerra. La prostitución se había reducido considerablemente, acaso porque las prostitutas habían emigrado tras las guarniciones del este y el norte y los espectáculos atrevidos habían perdido su atrevimiento. En los
cabarets
y
dancings
estaba prohibido el baile, que no sé por qué había sido condenado como indecente en tiempo de guerra, las parejas discurrían gravemente dándose el brazo y dedicadas a la conversación más o menos espiritual. Se había emprendido una campaña a fondo contra la pornografía y los semanarios desenfadados a base de la explotación del
sex-appeal
que abundantemente producía París se habían convertido en inocentes revistas para colegiales. Se quería evitar cuidadosamente toda excitación sexual a los soldados y de este empeño nació la leyenda del bromuro, que según rumor público administraba furtivamente la intendencia a las tropas para mantenerlas alejadas de las inquietudes del sexo. Este tema escabroso de si se daba bromuro o no a los soldados apasionaba a las gentes más que la guerra y la política.

Es curiosísimo el hecho de que Francia, que había estado inundando al mundo de publicaciones pornográficas desde hacía un siglo, se adhiriese quince días antes de sucumbir al Convenio Internacional de Ginebra para la represión de la pornografía. París, durante la guerra, ha sido como esas grandes pecadoras que cuando sienten que se les aproxima la última hora quieren arrepentirse y se escandalizan hasta de la sombra del pecado.

Arrepentimiento y piedad

La campaña moralizadora se extendió sobre todo a la represión de las prácticas anticoncepcionistas. Entró un tardío y angustioso anhelo de intensificar la natalidad como si los hijos entonces concebidos pudiesen ingresar en las cajas de reclutamiento antes de que avanzasen las divisiones motorizadas del enemigo y se daba el caso de que el médico o la comadrona que practicaban el aborto eran más severamente castigados que el saboteador o el espía y producían más furiosa indignación en la opinión popular.

A partir del primero de enero de 1940 todo francés al que le nacía un hijo percibía una prima que oscilaba entre dos mil y cuatro mil francos. En medio de la guerra se organizaban magníficas instituciones de Maternidad que no había habido antes y los campos de golf y sus clubs se convertían en lugares de reposo para las mujeres embarazadas.

Todo aquello tenía el sentido lamentable y triste de los arrepentimientos tardíos. Era exactamente como el patético y absurdo propósito de enmienda del condenado a muerte que ya al pie de la guillotina reniega de los pecadillos y errores de su adolescencia en los que descubre súbitamente el origen remoto de su perdición final.

Igualmente patética y enternecedora era a última hora la exacerbación del sentimiento religioso francés. Francia ha experimentado en los últimos veinte años un renacimiento triunfal del catolicismo y sus élites intelectuales habían llegado a una sublimación contemporánea de la idea católica que convertía al francés en el hijo predilecto de la Iglesia romana mientras Roma misma, arrastrada por el fascismo, «consagraba el triunfo de una cruz que no es la cruz de Cristo»; según clamaba el Sumo Pontífice.

La República misma, la Francia oficial, laica y anticlerical, había llegado a una inteligencia casi perfecta con la Iglesia. Los obispos aparecían frecuentemente al lado de los prefectos en las ceremonias oficiales y ya en los últimos instantes el gobierno, con el presidente del Consejo a la cabeza, fue oficialmente a Nôtre Dame a rezar por Francia y a pedir contrito la intercesión de los altos poderes celestiales para que la nación pudiese salvarse.

La prosperidad de las iglesias de Francia y principalmente de París era enorme. En un momento determinado el cardenal Verdier había podido lanzarse a una campaña formidable de construcción de iglesias y más de cien templos nuevos se habían levantado orgullosamente en París y sus alrededores contribuyendo eficazmente con su erección en un grave período de crisis a dar trabajo a millares de obreros. La Francia oficial colmaba de halagos a la Iglesia, había tolerado poco a poco la vuelta subrepticia de las congregaciones, fomentaba las peregrinaciones, estimulaba la enseñanza confesional y finalmente, al decretarse la movilización, además de los capellanes castrenses reglamentarios consentía e incluso fomentaba que cada sacerdote movilizado se consagrase casi exclusivamente a su ministerio convirtiendo su convivencia con la tropa en una campaña de catequesis y apostolado. El periódico católico
La Croix
había lanzado el eslogan de «La frontera de Cristo está en el Rin» y la catequesis del ejército francés había sido tan intensa que al cabo de seis meses de guerra el ochenta por ciento de los soldados franceses llevaban ensartadas en el brazalete de identificación las medallas de la Virgen y los santos franceses que pródigamente se les habían distribuido. Por otra parte, la política del Quai d'Orsay se ajustaba exactamente al diapasón del Vaticano, las palabras del Sumo Pontífice eran la fuente de inspiración y la norma de conducta de los hombres del gobierno y los editoriales de
L'Osservatore Romano
daban el tono a la prensa de París que los glosaba y comentaba eternamente.

Pero, independientemente de esta táctica política que por parte de la Francia oficial podía ser más o menos sincera, un verdadero sentimiento de piedad religiosa iba infiltrándose en el pueblo francés que, en la gran miseria espiritual en que se hallaba, perdida su vieja fe laica y civil, se echaba abatido en brazos de la Iglesia.

Yo he visto en París multitudes enormes arrodilladas piadosamente en la colina del Sacre Coeur; he visto el desfile incesante de patriotas desesperados ante los altares refulgentes de la iglesia de Nôtre Dame des Victoires y he presenciado, cuando los alemanes estaban ya a las puertas de París, cómo se sacaban en procesión por las calles las reliquias milagrosas de los santos franceses, los huesos de santa Genoveva, el estandarte de san Dionisio, de quienes en última instancia, perdida ya toda esperanza, el pueblo de París impetraba su salvación.

4
«Drôle de guerre»

«Drôle de guerre!»
Al que lanzó esta exclamación había que haberle ahorcado. En ella iba, hábilmente disimulado, todo el derrotismo de Francia.
«Drôle de guerre!»
Es decir, guerra extraña, absurda, rara, inexplicable y, en el sentido peyorativo de la palabra
drôle
, guerra disparatada, grotesca, insensata, ilógica, guerra sin justificación que no se debía haber hecho, guerra estúpida y estéril.

Todo esto y mucho más quería decir esta frase equívoca que no alarmaba a los censores del gobierno y que hizo fortuna rápidamente como expresión del estado de ánimo de una opinión pública que se sentía arrastrada a una lucha en la que no tenía fe.

La guerra era
drôle
para quienes no creían en ella ni estaban dispuestos a hacerla, para los que la contemplaban alzándose despectivamente de hombros, para quienes desde el primer momento la consideraron como un espectáculo curioso y pintoresco. No era
drôle
la guerra para los millones de hombres arrancados de sus hogares y sus trabajos por la movilización, para los cientos de familias del norte y el este que habían tenido que abandonar sus casas y sus tierras y vivían refugiados en los departamentos del sur y el oeste donde eran tratadas por los indígenas que se veían obligados a darles alojamiento como si se tratase de extranjeros indeseables. No era
drôle
la guerra para los obreros a quienes se había impuesto jornadas de trabajo de diez y doce horas, ni para los comerciantes cuyos negocios se hallaban en quiebra, ni para los industriales que habían tenido que paralizar sus industrias, ni para los aviadores, los marinos y los patrulleros de infantería que tenían que salir diariamente a jugarse la vida. ¿Quién sería capaz de hacerse matar en un
«drôle de guerre»
?

El éxito de este calificativo era indicio claro de que Francia no estaba dispuesta a hacer la guerra. No se lucha heroicamente y se muere por algo en lo que no se tiene fe y la fe en la guerra había sido quebrantada por esta pequeña e insignificante frasecilla más eficaz para la propaganda derrotista que todas las consignas difundidas por los servicios del doctor Goebbels.

En el origen, por otra parte, el estado de espíritu que la frase reflejaba era de inspiración netamente hitleriana. Cuando Hitler en sus discursos decía golpeándose el pecho que él no había querido la guerra, que le parecía estúpido y absurdo el hecho de que hubiese sido declarada, no decía sino lo mismo que en fin de cuentas expresaban cautamente los franceses con su equívoco
«drôle de guerre».
Es más; con esta frase los elementos prohitlerianos de París iniciaban el proceso que luego el mariscal Pétain y los alemanes han abierto oficialmente contra Daladier y los demás responsables de que Francia hubiese declarado la guerra para hacer honor a sus compromisos para defender su libertad y la integridad del territorio nacional.

La verdad era que en Francia había un sector de la vida nacional, acaso el que tenía más influencia social, absolutamente ganado por la propaganda totalitaria. Era triste ver a los agentes de policía persiguiendo en los cafés, los mercados y los autobuses a quienes pronunciasen una palabra imprudente mientras el derrotismo más descarado se instalaba en los centros vitales del país, irradiaba a las masas merced a los órganos de opinión que hábilmente y por la boca de los más eximios escritores iban difundiéndolo cautelosamente.

Era impresionante ver cómo la mentalidad nazi había ido ganando a los mejores cerebros de Francia. De todos los signos de la dimisión de Francia éste era el más evidente. No ya el nazismo, el hitlerismo puro y simple había conquistado intelectualmente a hombres infinitamente superiores a lo que el nazismo es y representa. La claudicación intelectual de Francia ante la barbarie hitleriana es desoladora. Si en algún momento hubiera podido flaquear nuestra fe en la causa de la civilización habría sido únicamente al ver a los intelectuales franceses renegar de sí mismos y de su tradición, negar su propia esencia y repetir con pavorosa inconsciencia los gritos de guerra del hitlerismo. Esta típica
trahison des clercs
—que ya se había dado en España— es acaso lo único que hace pensar si en el desprecio por la inteligencia en que coinciden el nazismo y el comunismo no hay algo más que los sofismas de Lenin, Spengler y el conde Keyserling.

La nazificación de las clases superiores de la sociedad francesa era un hecho incuestionable. No había en todo París quien se atreviese a llamarse demócrata sin ser considerado despectivamente como un necio o un mistificador. Las mejores páginas escritas para la Radio Francesa por Giraudoux como justificación y defensa de la democracia y de la guerra que ésta movía a la barbarie totalitaria, eran consideradas, aun por los mismos que admiraban a Giraudoux, como insinceros alegatos de un abogado venal que defiende bien una causa en la que no puede tener fe. A tal extremo había llegado la influencia nazi en Francia que nada que fuese contrario a las doctrinas hitlerianas merecía la menor estimación. Francia estaba intelectualmente gobernada por los nazis mucho antes de que las divisiones blindadas de Hitler ocupasen físicamente el territorio francés: democracia... libertad... parlamentarismo... Vanas palabras que descalificaban a quien osaba invocarlas. ¿Qué dice ese idiota?, preguntaban extrañadas las gentes que las escuchaban. En Francia, dejando a un lado la atmósfera enardecida en que se movían como sonámbulos los hombres políticos, no tenían curso legal más que las ideas de dictadura, fascismo, nazismo, corporativismo, antisemitismo... El triunfo en Francia del antisemitismo nazi era completo. El caso concreto de que en Francia no pudiese ponerse al frente del gobierno porque era de origen judío un hombre como Georges Mandel, alrededor del cual se había forjado la leyenda de que era el único Clemenceau posible de esta guerra, dice hasta qué punto Hitler había triunfado en París antes de que llegasen sus huestes. Y no sé si Mandel hubiese podido salvar a Francia o no —probablemente no —, pero el solo hecho de que un prejuicio típicamente hitleriano le cerrase el camino evitando la posibilidad de que lo hiciera revela hasta qué punto Francia estaba virtual-mente conquistada por el enemigo.

Se arguye, claro, que el antisemitismo no es privativo del nazi y que las primeras reacciones antisemitas del mundo moderno habían tenido su origen en Francia hace muchos años. Este origen francés de todo lo que en el nazismo puede ser algo más que barbarie pura y simple es invocado constantemente como disculpa a su traición por los intelectuales franceses. Es innegable que no habría nazis en el mundo si los franceses no hubiesen dicho antes lo que es el nacionalismo; ni siquiera habría nazis si ese pobre viejo genialoide de Charles Maurras, que debe de estar a estas horas muriéndose de desesperación e impotencia en un rincón cualquiera de Francia guardado por dos nazis que en vez de vigilarlo debían rendirle honores como los han rendido ante la tumba de Napoleón, no se hubiese pasado cuarenta años enseñándoles lo que es el nacionalismo integral y prestándoles su verbo demoledor para que con sus mismas palabras acometiesen la demolición de su patria. Es verdad que sin el conde de Gobineau no habría racismo y es verdad que todo cuanto en Alemania no es pura y simple barbarie tiene un origen francés más o menos remoto pero, precisamente porque es así, Francia no debía haber pasado por la abyección de ir a pedir prestado al hitlerismo lo que, en fin de cuentas, no es sino la escoria del crisol en que la Francia que debía ser inmortal había sido fundida.

El fenómeno de la fascinación ejercida por el hitlerismo sobre Francia es casi incomprensible. Aun descontando un estado general de decadencia del país no se explica la claudicación de la inteligencia francesa ante la estupidez totalitaria.

Porque no ha sido la masa francesa, clarificada por la falta de natalidad, diezmada por la guerra anterior, envilecida por la posguerra miserable y mestizada por la incorporación forzada de sangre extranjera, la que en resumidas cuentas ha abierto las puertas al enemigo. Han sido las élites intelectuales del país las que primero se han rendido y han arrastrado al desastre a las masas. Y en esas élites no había degeneración sensible. No se puede decir que Francia atravesase un período de decadencia intelectual. No hay decadencia en un país que tiene un plantel de hombres como Gide, Cocteau, Valéry, Duhamel, Benda, Claudel, Giraudoux, Jules Romains, Martin du Gard, Careo, Mauriac, Dorgelés, Bernanos, Malraux, Maritain y cien otros, más jóvenes y menos conocidos fuera de Francia pero que representan una pujanza intelectual formidable, Giono, Henri Massis, Marc Chadourne, Guéhenno, La Tour du Pin, Nizan, Thierry Maulnier, Ramón Fernández, Aragón, Joseph Peyré, Richard Bloch, Drieu la Rochelle, Maxence, etcétera, por citar al vuelo los nombres que me vienen a la memoria de la derecha y de la izquierda, pronazis o antinazis, pero que, independientemente de su enrolamiento, tienen una significación y un valor que excluye toda idea de decadencia intelectual.

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