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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #historia

La agonía de Francia (6 page)

BOOK: La agonía de Francia
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Entre la masa de oficiales todo esto no llegaba a formularse de una manera concreta, pero estaba latente. Por eso ni los jefes ni los oficiales hicieron desde el primer momento el esfuerzo mental necesario para pensar la guerra y el esfuerzo físico indispensable para hacerla con alguna eficacia. Se dejaron llevar con una pereza mental increíble por el curso fatal de los acontecimientos negándose desesperadamente a todo lo que no fuese el cumplimiento formalista de unos ritos castrenses sin ningún sentido.

La oficialidad colonial y el ciudadano movilizado

Frente a esta inacción de una oficialidad sin ningún espíritu de lucha que dejaba a los hombres pudrirse de aburrimiento y desesperación en sus camastros de paja, no había más que la acción apasionada del núcleo verdaderamente profesional del ejército, es decir, de la oficialidad formada y aguerrida en la escuela colonial. El oficial de tropas coloniales francés era excelente, sabía mandar y llevar a los hombres al combate, pero su técnica de mando chocaba desastrosamente con la realidad de la masa humana que la movilización general del país ponía en sus manos.

Los ciudadanos movilizados,
el pueblo en armas
de la República, no podían ser sometidos a la táctica característica de los colonistas, sobre todo teniendo en cuenta que el colonialismo militar francés había adoptado en los últimos años una significación política francamente antiliberal y antipopular. No hay que olvidar que hubo un momento en el que las Ligas pensaron que el general Lyautey, el gran artífice de la colonización en Marruecos, era el hombre que podría salvar a Francia de la catástrofe que se veía venir, con sólo poner en práctica los métodos de la colonización en la metrópolis misma, para acabar de una vez con la descomposición interior que el régimen democrático no acertaba a cortar. En febrero de 1934, al día siguiente de los sucesos de la plaza de la Concordia, el general Lyautey estaba dispuesto a poner en manos de su equipo de oficiales colonistas la empresa de la salvación de Francia. Se quería hacer de él un nuevo Boulanger y la empresa enemiga del régimen democrático jaleaba a sus oficiales presentándolos como los enemigos jurados de todo liberalismo, como los arcángeles que podrían aplastar la hidra revolucionaria. Cada oficial colonista era, por principio, un adversario del régimen por el que Francia, en definitiva, se veía obligada a batirse: la democracia.

Estos hombres, profesionalmente irreprochables, habían de ser funestos al hacerse cargo de la masa popular movilizada. Conozco casos elocuentísimos que revelan la magnitud del error que estos hombres habían de cometer al creer que con la guerra había llegado al fin su hora. Uno de aquellos oficiales, buen comandante de tropas marroquíes, había recibido a los reclutas que para formar su unidad le había enviado el centro de movilización con estas o análogas palabras: — Sé que sois
rojos
casi todos. Pero no me importa. Yo soy eso que ustedes llaman un
fachista
. Tampoco les importa a ustedes. Pueden ustedes tener las ideas que quieran; yo tendré las que se me antoje. Pero aquí quien manda soy yo y haré de vosotros lo que me dé la gana. Os llevaré al combate cuando y como me parezca bien, obedeceréis ciegamente y lucharéis bajo mis órdenes sin la menor vacilación, sin rechistar siquiera. Tanto me da que seáis comunistas como si fueseis senegaleses o malgaches. Iréis hacia adelante o marcharéis hacia atrás cuando yo lo mande y me seguiréis, igual si os llevo contra las líneas alemanas que si os doy la orden de marchar sobre París. No quiero en el batallón
ciudadanos conscientes
, sino soldados que obedezcan como autómatas. Para mí sois una tropa como otra cualquiera. Haré con vosotros lo que me dé la gana.

Y alzando despectivamente los hombros volvió la espalda a sus hombres después de esta breve y contundente arenga. El soldado comunista que me refería esta escena comentaba con no menor desprecio:

—El comandante sabía que no tenía nada que esperar de nosotros y por eso hablaba así, pretendiendo imponerse por el terror. Es igual. Haremos lo que mande mientras no haya más remedio, pero si alguna vez entramos en fuego la primera bala que salga de nuestros fusiles será para él.

Desde el punto de vista estrictamente militar aquel comandante tenía tal vez razón y hablaba a sus hombres como quizás debe hablar a su tropa un jefe consciente de su deber y su responsabilidad. Pero el tremendo error de aquella actitud consistía en que aquellos soldados no eran una tropa colonial o mercenaria, no eran senegaleses o malgaches, sino ciudadanos movilizados por una república democrática para la defensa de la democracia, precisamente, y en contra de un régimen que emplea el mismo lenguaje que empleaba aquel oficial. ¿Por qué hacerse matar en una guerra contra el hitlerismo para verlo triunfante en la boca de los mismos jefes que debían llevar a los hombres a tan estéril combate?

A partir de aquel momento, el ejército francés formado con ciudadanos de la República estaba virtualmente deshecho. Los demócratas percibían claramente la inutilidad fundamental de la lucha que emprendían y los comunistas, por su parte, adquirían la convicción de que desde el momento en que se hallaban bajo el poder de aquel comandante estaban ya derrotados:

—Nos hablan de derrota y victoria —me decía un comunista a mediados de septiembre — . ¿Pero es que nosotros no estamos ya derrotados? ¿Qué más nos da que nuestro comandante hable francés o alemán si ha de decir lo mismo?

Lo curioso y significativo es que unos meses después, mientras para los verdaderos demócratas se mantenía insoluble y agobiador el problema de conciencia que representaba el ir a la lucha por la democracia y la libertad a las órdenes de un jefe enemigo jurado de ambas, para los comunistas, sometidos sin gran esfuerzo a la disciplina de los jefes fascistas, había dejado de existir radicalmente el problema de conciencia. Unos y otros habían llegado a una inteligencia. La verdad evidente, tanto para los jefes fascistas como para los soldados comunistas, era que aquella guerra absurda no había por qué hacerla. Por encima de las cabezas de los pobres demócratas atónitos se habían dado la mano. Y el bravo soldado comunista que reservaba la primera bala que saliera de su fusil para volarle la cabeza al comandante fascista de su batallón, decía de él con manifiesta simpatía:
— C'est un chic type, quand méme...

Miseria espiritual

Espanta pensar en el abismo que existía entre la dura realidad de los problemas que planteaba la guerra y los grotescos convencionalismos con que se pretendía resolverlos. Tres millones de hombres a quienes se había apartado de sus preocupaciones, sus trabajos, sus afectos familiares y sus negocios y a quienes se pretendía despojar incluso de sus ideas políticas y sus sentimientos de clase, se encontraban en el espantoso vacío espiritual de una vida de guarnición morosa y desesperante. Para llenar este vacío los elementos dirigentes de París recurrían a los arbitrios más ingenuos y absurdos. Se quería entretener a tres millones de hombres cargados de angustiosos problemas viriles con puerilidades absurdas y juguetes baratos, como si se tratase de tres millones de niños. Unos comités patrióticos que funcionaban ostentosamente en París con personajes de relumbrón a la cabeza y asistidos por distinguidas damas de la buena sociedad, recaudaban fondos para comprarles a los soldados balones de fútbol, barajas de naipes y juegos de lotería. Era realmente ofensivo para la dignidad de los hombres movilizados el concepto que tenían de sus necesidades espirituales las gentes de la retaguardia. El soldado, por el hecho de serlo, era tratado estúpidamente como si fuese un menor, un primario, un pobre infeliz en cuyas manos se ponían unas baratijas insustanciales para entretenerle. La irritación que entre los soldados producía esta incomprensión de los de la retaguardia era terrible.

París, y en general toda la retaguardia, había adoptado para con los soldados un aire ofensivamente protector como si se tratase de unos reclutas negros a quienes se pudiese engañar con unas cuentas de vidrio. Se olvidaba que ese soldado a quien se le ofrecía un juego pueril para que se distrajese era un hombre culto, civilizado, un ciudadano que había abandonado una vida intensa, complicada, difícil. Se daba el caso en los primeros tiempos de que los mismos soldados hacían un esfuerzo de simplificación, procuraban animar su espíritu, se prestaban a la farsa grotesca, se zambullían deliberadamente en la frivolidad ingenua de la vida militar y con la mejor buena fe del mundo se ponían a corear los estribillos de Josefina Baker o las salidas de tono de Mauricio Chevalier.

Viendo la inanidad espiritual de todo aquello que se les servía, se prestaban condescendientes al juego de la insustancialidad con que los idiotas de la retaguardia se hacían la ilusión de tenerles espiritualmente satisfechos. Una de las preocupaciones de París era encontrar una canción de guerra que sustituyese a la vieja
Madelon
. Para encontrar esta canción simbólica con cuyas estrofas en los labios marcharían las tropas alegremente hacia la victoria, se organizaban concursos y se concedían premios cuantiosos. Pero Francia no era capaz de producir ni siquiera una buena canción de guerra y los franceses tenían que contentarse con el plagio de
La hija de Madelon
o con la traducción de
La Línea Sigfrid
que venían cantando los ingleses.

La concepción lamentable que de la vida espiritual de los soldados y sus necesidades tenían los directores de Francia la demostraban las emisiones radiofónicas dedicadas a los hombres del frente, aquel
cuarto de hora del soldado
, monótono e insustancial, torpe y sin gracia, que era una verdadera vergüenza para Francia. Lo extraordinario es que al frente de la radio había sido colocado un intelectual de la altura de Georges Duhamel.

La barbarie antidemocrática

En Francia se ha producido en los últimos tiempos un extraño fenómeno de claudicación espiritual. En todos los sectores de la vida nacional se advertía un rebajamiento de las calidades espirituales inaudito en un pueblo de la tradición espiritual del pueblo francés. Nunca Francia ha ofrecido al mundo un espectáculo tan lamentable de pobreza espiritual, de ramplonería, de falta de gracia, de platitud, incluso de grosería y ruindad.

Esta decadencia espiritual francesa, que era fácilmente perceptible, no ha sido sin embargo, como los enemigos de Francia y de la democracia han querido hacer creer, el reflejo de un agotamiento de la capacidad creadora, de un rompimiento de la continuidad de la cultura francesa. Adviértase bien que hablamos de decadencia espiritual y no de decadencia intelectual, de espíritu y no de inteligencia. Hay que tener presente la diferencia que existe entre la escala de los valores humanos. La inteligencia francesa quizás no haya existido nunca tan aguda como en los últimos tiempos, quizás no haya trabajado nunca con tanta intensidad. Pero esta inteligencia trabajaba en el vacío, giraba vertiginosa e inútilmente como la hélice de un buque cuya proa ha encallado en un banco de arena y cuya popa levantada se queda fuera del agua. El barco estaba varado y en la bajamar de la democracia las aspas de la inteligencia francesa batían el aire vanamente.

Era inútil que el Estado requisase a los intelectuales y que éstos se pusiesen dócilmente a la faena de infundir un espíritu a la masa. Su esfuerzo era baldío. Mientras Georges Duhamel pensaba la radio con fina percepción, las estaciones emisoras francesas inundaban el mundo de melodías lamentables y palabras irritantes. Mientras André Maurois encerrado en su despacho del Hôtel Continental invocaba inútilmente la presencia del
espíritu francés
rebelde a la cita que se le daba para que acudiese a las patas de los veladores de la Administración, las calles estaban invadidas por una grosería primaria y una estupidez fundamental. Mientras Jean Giraudoux daba de la guerra los boletines más sutiles y escépticos que se han dado nunca de una guerra, la interpretación de ésta que rodaba por las calles y las trincheras de boca en boca no podía ser más ruin y rastrera. No era la inteligencia de las minorías, sino el espíritu de la masa lo que fallaba en Francia.

A esta masa francesa se le había destruido estúpidamente su vieja fe en la democracia, la libertad, las virtudes cívicas que la habían sostenido y animado salvándola de todas las catástrofes.

Falta de este impulso generoso del liberalismo, al que había debido siempre toda su espiritualidad, la masa francesa había caído en una abyección gregaria no por circunstancial menos odiosa que el gregarismo consustancial del germano. Ésta ha sido la obra funesta de los enemigos de la democracia, tanto de la derecha como de la izquierda, tanto de los comunistas como de los fascistas. Francia ha ido sucumbiendo a medida que se extirpaban en el pueblo las virtudes de la democracia. Querían acabar con la democracia y han acabado con Francia. Querían destruir el espíritu liberal y han destruido el espíritu francés. Este espíritu, que había conquistado el mundo entero, estaba últimamente aherrojado por la nueva barbarie del antiliberalismo y Francia, por ello, había caído en tal miseria que ni siquiera tenía fuerza espiritual para crear un estribillo popular.

Un ejemplo elocuente de esta miseria espiritual habrán de ser ante la historia las colecciones de los periódicos publicados por los soldados en el frente y en los acantonamientos de la retaguardia durante medio año de inactividad. En esos millares de publicaciones, que debían ser la manifestación espontánea del espíritu de las unidades combatientes, no hay ni un rasgo de ingenio, ni un adarme de gracia, ni una inquietud espiritual. Comparar estas
hojillas caqui
de ahora con las hojas azul-horizonte de la Gran Guerra permite medir exactamente la decadencia, o, mejor dicho, la anulación del espíritu francés, de por qué ha dejado impasible que se derrumbe su patria, no hay más que hojear estas publicaciones en las que la vulgaridad y la estulticia alcanzan límites verdaderamente insospechables.

El rebajamiento de las calidades espirituales del individuo al verse incorporado a la masa ingente y amorfa del ejército era terrible. Parecía que el ejército francés en vez de ser una escuela de virtudes heroicas actuaba como una trituradora de humanidad. La inclinación antidemocrática de la mayoría de los jefes les llevaba a convertir a las masas de ciudadanos que se les entregaban en una papilla humana repugnante, en esa masa blanda que las columnas motorizadas enemigas han rendido sin ningún esfuerzo.

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