La eficacia de esos programas sería mucho mayor si tuviesen en cuenta los métodos empleados por los cursos de aprendizaje emocional y social. Estos programas enseñan las lecciones básicas para encauzar adecuadamente la ira, manejar los conflictos, la empatía y la gestión de uno mismo. Y, según la investigación realizada al respecto, reducen el número de peleas, el acoso escolar y el hostigamiento un 69, un 75 y un 67 por ciento, respectivamente. La cuestión es si resultarán también aplicables a la población reclusa de adolescentes de hasta veintipico años (y quizás, en el mejor de los casos, a los internos de mayor edad).
La perspectiva de utilizar el entorno carcelario como una oportunidad para proporcionar una auténtica reeducación neuronal correctiva es una cuestión realmente muy importante porque, en la medida en que se pongan en marcha, el número de reclusos puede experimentar un drástico descenso. Si conseguimos que los delincuentes juveniles abandonen la vida criminal tal vez consigamos desecar la riada humana que alimenta nuestras prisiones.
Un análisis exhaustivo de los 272.111 reclusos excarcelados de las prisiones de los Estados Unidos en 1994 puso de relieve que, a lo largo de su carrera criminal, habían sido arrestados por un total de 4.877.000 crímenes (unas diecisiete acusaciones por cabeza)... sin contar que ésos sólo fueron los crímenes de los que habían sido acusados.
Con el adecuado correctivo, ese problema podría haberse subsanado casi desde el mismo comienzo, pero lo más probable es que esos delincuentes sigan engrosando su historial delictivo a medida que pasan los años.
Cuando yo era joven, los correccionales solían llamarse “reformatorios “y, ciertamente, podría serlo si hubieran sido diseñados como entornos para el aprendizaje de las habilidades necesarias para permanecer fuera de la cárcel, no sólo la capacidad de leer y escribir y el adiestramiento laboral, sino también la conciencia de uno mismo, el autocontrol y la empatía. En tal caso, las prisiones se convertirían en auténticos “reformatorios”, es decir, lugares destinados a la transformación de los hábitos neuronales.
Quizás fue gracias a ello que, como comprobé un par de años después, Brad había vuelto a la universidad y se costeaba los estudios conduciendo el autobús de un elegante restaurante.
Había pasado un tiempo compartiendo casa con algunos de sus viejos amigos de instituto pero, como él mismo me dijo, «no se tomaban muy en serio los estudios y pasaban el tiempo emborrachándose y peleando. Por ello decidí mudarme». Hoy en día, vive con su padre y sigue centrado en sus estudios.
«Es cierto que perdí algunos amigos —dice—, pero no me arrepiento de ello. Ahora soy mucho más feliz.»
Fortalecer las relaciones
Una madrugada de junio de 2004, un incendio destrozó el puente cubierto de Mood, un auténtico monumento histórico de Bucks County (Pennsylvania).
Cuando dos meses después los autores fueron descubiertos y arrestados, toda la comunidad se escandalizó, porque los seis autores que les habían despojado del precioso recuerdo de tiempos más idílicos eran conocidos estudiantes del instituto local, todos ellos de “buena familia”.
En una reunión pública en la que también participaron los seis pirómanos, uno de los padres manifestó su enfado con los desconocidos que le habían atacado a él y a su hijo en un medio de comunicación local. Pero también admitió estar tan afectado por el delito cometido por su hijo que tenía un nudo en el estómago y no podía dormir ni dejar de pensar en ello. Finalmente, vencido por el dolor, rompió a llorar.
Cuando se dieron cuenta del sufrimiento que habían generado en sus familias y vecinos, los jóvenes se sintieron tan mal que pidieron perdón arrepentidos y dijeron que desearían poder arreglar las cosas.
El encuentro ilustra perfectamente la llamada “justicia retributiva” que sostiene que, además del castigo, los delincuentes deben enfrentarse a las consecuencias emocionales de sus acciones y corregir, en la medida de lo posible los desmanes cometidos. El programa de Kalamazoo también considera que la justicia retributiva constituye un ingrediente activo en la lucha contra la delincuencia.
En ese tipo de programas, los mediadores buscan algún modo en que el delincuente pueda reparar el daño cometido, ya sea pagándolo, viéndose obligado a enfrentarse a las consecuencias del crimen desde el punto de vista de la víctima o pidiendo perdón con auténtico arrepentimiento. Según las palabras del director de uno de tales programas de cierta prisión de California: «El impacto de estas sesiones es muy emocionante y, en muchos de los casos, es la primera vez que el delincuente establece una relación entre su delito y la víctima».
Emarco Washington era un delincuente juvenil de California. Durante su adolescencia había sido adicto al crack y recurría habitualmente al robo y el asalto para costearse ese hábito, mostrándose especialmente grosero cuando su madre no le daba dinero para su adicción. A eso de los treinta, no había año que no hubiera pasado por la cárcel desde que entró en la adolescencia.
Lo primero que hizo Washington cuando salió de la cárcel de San Francisco en la que pasó por varios programas de justicia retributiva — combinados con un entrenamiento en reducción de violencia— fue llamar a su madre y disculparse. «Le dije que, aunque me hubiera enojado cuando no me daba dinero, lo último que quería era lastimarla. Fue como si me limpiara por dentro y me quedó claro que, si conseguía cambiar mi comportamiento y mi lenguaje, podía demostrarme a mí mismo y a los demás que no era una mala persona».
El subtexto emocional de la justicia retributiva lleva a los delincuentes a cambiar el modo en que perciben a sus víctimas desde el “ello” hasta el “tú” o, dicho de otro modo, despierta su empatía. Muchos de los delitos cometidos por los delincuentes juveniles tienen lugar mientras están bebidos o drogados. Es por ello que, desde su perspectiva, la víctima no existe y tampoco experimentan, en consecuencia, responsabilidad alguna por sus acciones. Al establecer un vínculo empático con la víctima, la justicia retributiva reestablece la conexión que tan importante parece ser para modificar el rumbo de la vida.
El grupo de Kalamazoo también identificó la existencia de un momento muy importante, el momento en que el joven prisionero vuelve a casa. Es demasiado sencillo, sin intervención externa alguna, caer en los viejos amigos, los viejos hábitos y, en la mayoría de los casos, acabar de nuevo con los huesos en la cárcel.
Entre la multitud de enfoques que aspiran a mantener a los expresidiarios en el buen camino, hay uno que me parece especialmente exitoso, la terapia multisistémica. Quizás el término “terapia” resulte aquí inapropiado, porque no se trata de sesiones individuales de cincuenta minutos en la consulta de un terapeuta. En lugar de ello, la intervención propuesta por la terapia multisistémica tiene lugar en medio de la vida cotidiana, en casa, en la calle, en la escuela, en cualquier lugar y con cualquier persona con la que el expresidiario pase su tiempo.
Durante este período crítico, el sujeto se ve acompañado a todas partes por un consejero que comienza familiarizándose con su mundo privado. La intención es la de encontrar apoyos adecuados, como la persona que podría convertirse en su amigo, el familiar que podría desempeñar el papel de mentor o la iglesia que pueda cumplir con la función de familia vicaria. Finalmente, le ayuda a mantenerse alejado de aquellas personas cuya influencia podría llevarles nuevamente a la cárcel y a pasar más tiempo con las personas que podrían ayudarle.
El enfoque es fundamentalmente pragmático y se centra en la disciplina, el afecto, el estudio, el deporte, conseguir un trabajo y reducir el tiempo pasado con personas problemáticas. Y lo más importante de todo consiste en el cultivo de una red de relaciones sanas con personas que le cuiden y puedan ayudarle a acabar asumiendo la responsabilidad de su vida. Se trata de un abordaje que presta una atención muy especial a las personas, es decir, la familia extendida, los vecinos y los amigos.
Aunque sólo dura cuatro meses, la terapia multisistémica parece ser muy eficaz. La tasa de recaída en la delincuencia de los jóvenes tres años después de haber pasado por el programa cae del 70 al 25 por ciento. Y lo más sorprendente es que estos resultados también son aplicables a los casos más graves y difíciles, es decir, aquellos cuyos delitos fueron más violentos y serios.
Un estudio del gobierno sobre la edad de los prisioneros señala que el grupo que crece más rápido es el de mediana edad y que casi todos ellos tienen tras de sí un largo historial delictivo. La mayoría se encuentran abocados al inevitable punto final de una vida criminal que comenzó en su juventud, con su primera detención.
Es por ello que esa primera ocasión constituye una excelente oportunidad para intervenir y dar el golpe de timón necesario para alejarles del crimen. Ése es un momento esencial para desviarles del movimiento ambulatorio que, de otro modo, acabará conduciéndoles de nuevo inevitablemente a la cárcel.
Todo el mundo puede beneficiarse de la adopción de programas que realmente funcionan y reeducan el cerebro social. De hecho, un programa global como el de Kalamazoo está compuesto de módulos muy diferentes. La lista de “las cosas que funcionan” abarcan un amplio espectro de intervenciones que van desde promover la alfabetización hasta conseguir un trabajo que merezca la pena y asumir la responsabilidad de las propias acciones. Pero todos
los ingredientes que lo componen comparten el mismo objetivo, enseñar a los delincuentes a ser mejores personas, no mejores criminales.
DEL “ELLOS” AL “NOSOTROS”
Poco antes del final del apartheid —el sistema que mantenía segregados a los afrikaaners descendientes de los colonos holandeses de los grupos “de color”— se celebró, en Sudáfrica, un seminario clandestino orientado al desarrollo de las habilidades de liderazgo que reunió durante cuatro días a unos quince ejecutivos blancos y otros tantos líderes de la comunidad negra.
El último día, todos se quedaron clavados frente al televisor mientras el presidente W.F. de Klerk pronunciaba el famoso discurso que acabó con el apartheid. Durante ese discurso, de Klerk levantó la prohibición de una larga lista de organizaciones ilegales y decretó una amnistía que liberó a numerosos presos políticos.
Anne Loersebe, una líder de la comunidad negra, estaba radiante porque, para ella, el nombre de cada una de las organizaciones iba asociado al rostro de algún conocido que, finalmente, podría salir de su escondrijo.
Al finalizar el discurso, cada uno de los participantes tuvo la oportunidad de pronunciar unas breves palabras a modo de despedida. La mayoría simplemente subrayó lo interesante que le había parecido el seminario y mostró su agradecimiento por haber tenido la oportunidad de asistir.
Cuando le llegó, sin embargo, el turno al quinto participante, un afrikaaner alto y emocionalmente muy reservado, se levantó y dijo, mirando fijamente a Anne: «Quiero que sepa que me educaron para pensar que usted no era más que un animal» y luego rompió a llorar.
No debemos olvidar que “nosotros-ellos” no es más que el plural de “yo- ello” y comparte, en consecuencia, su misma dinámica subyacente. Como señaló Walter Kaufmann, traductor inglés de Buber, la expresión “nosotros- ellos” «escinde el mundo en dos, los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad, las ovejas y las cabras, los elegidos y los condenados».
No es posible, desde esa perspectiva, empatía ni, por tanto, relación alguna entre “uno de nosotros” y “uno de ellos” Es precisamente por ese motivo que, si “uno de ellos” se atreve a hablar con “uno de nosotros”. no le escuchamos con la misma atención que si hablara “uno de nosotros”.
El abismo que separa el “ellos” del “nosotros” sólo puede crearse en un clima de ausencia de empatía que nos permite proyectar sobre “ellos” cualquier cosa que queramos. Como dice el mismo Kaufmann: «La bondad, la inteligencia, la integridad, la humanidad y la victoria son prerrogativas del “nosotros”, mientras que la maldad, la estupidez, la hipocresía y la derrota forman parte del “ellos’».
Cuando nos relacionamos con alguien como si fuera uno de “ellos”. nuestro corazón se cierra al altruismo. Éstas son, al menos, las conclusiones de los experimentos realizados al respecto. Cierta investigación en la que se preguntó a una serie de voluntarios si estarían dispuestos a recibir una descarga eléctrica en lugar de una persona de la que sólo habían recibido una breve descripción, puso de relieve que, cuanto más ajena era ésta —y, por tanto, cuanto más atribuible al “ellos”— menor era la predisposición a ocupar su lugar.
«El odio —dice Elie Weisel, superviviente del Holocausto y ganador del premio Nobel de la paz— es un cáncer que se transmite de persona a persona y de pueblo en pueblo». Como ilustran los ejemplos de los serbios y los croatas o de los protestantes y los católicos de Irlanda del Norte, la historia de la humanidad está salpicada de los crímenes perpetrados por un grupo contra otro, aun cuando sean muchas más las similitudes que les unen que las cosas que les separan.
Nos vemos obligados a enfrentarnos al reto que supone vivir en una civilización global con un cerebro que mantiene un vínculo primordial con la tribu en que nacimos. Como dice cierto psiquiatra que creció en medio de los disturbios étnicos que han asolado la isla de Chipre, el llamado “narcisismo de las pequeñas diferencias “—que consiste en subrayar las pequeñas diferencias que nos separan ignorando, al mismo tiempo, las grandes similitudes que nos unen— permite que grupos muy semejantes pasen del “nosotros” al “ellos” y, una vez ubicados a cierta distancia psicológica, se conviertan en presa fácil de nuestra hostilidad.
Este proceso impide el adecuado funcionamiento de la categorización, una función cognitiva que permite a la mente proporcionar orden y significado al mundo que nos rodea. Suponer que la siguiente entidad con la que nos encontramos pertenece a la misma categoría que la última nos permite navegar a través del entorno siempre cambiante en que nos hallamos inmersos.
Una vez activados los prejuicios, nuestra visión se enturbia y tendemos a aferrarnos aquello que los confirma y a ignorar lo que los refuta. Es por ello que los prejuicios resultan tan difíciles de erradicar y que, cuando contemplamos a alguien desde esa perspectiva, nuestra percepción se distorsiona hasta el punto de impedirnos advertir si resulta aplicable el estereotipo. En este sentido, los estereotipos hostiles sobre un determinado grupo son, en tanto que creencias no verificadas, categorías mentales completamente equivocadas.