Pocos meses antes de morir, Kenneth Schwartz, dijo claramente que: «Los actos humanitarios silenciosos son, para el mantenimiento de la esperanza, más curativos que la radioterapia y la quimioterapia. Y aunque no crea que, para vencer al cáncer, baste con la esperanza, ciertamente ha significado, para mí, algo extraordinariamente importante».
CONSECUENCIAS SOCIALES
LA ZONA DE RENDIMIENTO ÓPTIMO
Supongamos que, mientras se dirige en coche a su trabajo, va pensando en la importante reunión que tiene esa misma mañana y recordando de vez en cuando que, al llegar al semáforo, hoy no tiene que seguir recto como siempre, sino cambiar de dirección hacia la izquierda para dejar el traje en la tintorería.
Súbitamente escucha, detrás de usted, la sirena de una ambulancia y, se apresta a cambiar de carril y cederle el paso, advirtiendo cómo se aceleran los latidos de su corazón.
Pasado el momento, sus pensamientos vuelven a dirigirse hacia la reunión, pero todavía está muy alterado y no puede concentrarse como antes. Cuando finalmente está aparcando descubre que se ha olvidado por completo de la tintorería.
Este pasaje no procede de ningún manual de gestión empresarial, sino del inicio del artículo “The Biology of Being Frazzled” [“La biología del agotamiento’], publicado por la prestigiosa revista Science, en el que se resumen las distorsiones que provocan, en nuestro pensamiento y acción, las preocupaciones de la vida cotidiana.
La excitación emocional que acompaña al “agotamiento” impide el adecuado funcionamiento de los centros ejecutivos del cerebro. Es por ello que, cuando estamos agotados, no podemos concentrarnos ni pensar con claridad, un hecho que pone claramente de relieve el extraordinario interés que posee el clima emocional óptimo de los entornos escolar y laboral.
Desde una perspectiva neurológica es necesario, para el rendimiento laboral y académico excelentes, un determinado estado cerebral del que nos aleja la biología misma de la ansiedad.
“Destierra el temor” fue un lema muy empleado por Richard Deming, el difunto gurú del control de calidad. Según decía, el miedo enfría el clima emocional del entorno laboral, en cuyo caso, los trabajadores se muestran renuentes a hablar, a compartir nuevas ideas y a organizarse, con lo cual diminuye, obviamente, la calidad del producto final. Y lo mismo podríamos decir que sucede también en el ámbito escolar, porque el miedo afecta al funcionamiento de nuestra mente y entorpece el aprendizaje.
La neurobiología básica del agotamiento pone de relieve el programa por defecto empleado por el cuerpo cuando debe enfrentarse a una amenaza. Así, por ejemplo, cuando nos hallamos ante una situación estresante, se activa el eje HPA que predispone al cuerpo para afrontar la situación. No es de extrañar que, en tal caso, la vía superior —demasiado lenta para hacer frente a una emergencia— se vea provisionalmente marginada y que la amígdala acabe usurpando el lugar que le corresponde a la corteza prefrontal como centro ejecutivo del cerebro, fomentando el desencadenamiento de todo tipo de hábitos automáticos y de respuestas reflejas.
Cuando el cerebro abdica de sus funciones y deja el proceso de toma de decisiones en manos de la vía inferior nos vemos despojados de nuestras mejores capacidades pensantes. Y, cuanto más intensa es la presión, más se resienten nuestros pensamientos y nuestras acciones. Esta usurpación ascendente de la amígdala obstaculiza el aprendizaje, el asentamiento de la información en la memoria operativa, la respuesta flexible y creativa, la capacidad de centrar deliberadamente la atención y la planificación y organización eficaz, en cuyo caso, acabamos sumidos en lo que los neurocientíficos denominan una “disfunción cognitiva”.
«No recuerdo haber estado nunca tan mal en el trabajo —me confesó, en cierta ocasión, un amigo— como la temporada en que mi empresa llevó a cabo un reajuste laboral en la que cada día “desaparecía” un nuevo empleado a causa, según decían los informes oficiales, de “razones personales”. El clima de miedo era tan palpable que nadie podía concentrarse y resultaba imposible hacer las cosas bien.»
No es de extrañar que la eficacia cognitiva de nuestro cerebro sea menor cuanto mayor la ansiedad experimentada. En esta situación mentalmente tan deficiente, las distracciones distorsionan nuestra atención y nos impiden acceder a nuestros mejores recursos cognitivos. Ese estado de ansiedad extrema merma nuestra atención, obstaculiza la capacidad de asimilar nueva información e impide la emergencia de nuevas ideas. En este sentido, el pánico es uno de los principales enemigos del aprendizaje y de la creatividad.
La vía neuronal por la que discurre la disforia va desde la amígdala hasta la corteza prefrontal derecha. Cuando este circuito se activa, nuestros pensamientos se aferran obsesivamente a lo que genera el desasosiego. Y, en la medida en que nos vemos atrapados por la preocupación y el resentimiento, pongamos por caso, diminuye también nuestra agilidad mental. Algo parecido sucede también cuando estamos tristes, momento en el cual disminuye el nivel de activación de la corteza prefrontal y generamos menos pensamientos. Así pues, los extremos de la ansiedad y la ira, por un lado, y de la tristeza, por el otro, nos alejan de la zona de rendimiento cerebral óptimo.
El aburrimiento, por su parte, también deja su impronta negativa en el funcionamiento cerebral porque, cuando nuestra mente divaga, se desvanece la motivación y perdemos la capacidad de concentración. Ésta es una situación que se refleja claramente en la mirada ausente —tan frecuente, por otra parte— que exhiben quienes se hallan atrapados en una reunión excesivamente larga. Todos recordamos perfectamente los días de tedio de nuestra infancia, cuando nuestra mirada vagaba ausente y absorta más allá de la ventana del aula.
Un estado óptimo
Toda la clase se ha organizado en parejas y está haciendo crucigramas. Cada pareja tiene dos ejemplares del mismo crucigrama, uno de ellos completo y el otro vacío. Quien tiene el crucigrama lleno, debe proporcionar —en español, puesto que se trata de una clase de español— las pistas necesarias para que su compañero complete el crucigrama.
Todos están tan absortos que, al sonar el timbre que anuncia el final de la clase, siguen trabajando. No es de extrañar que, en la redacción que tuvieron que escribir al día siguiente empleando las palabras recién aprendidas, todos mostrasen una excelente comprensión del nuevo vocabulario. A fin de cuentas, el hecho de hallarse absorto en lo que está haciendo constituye el signo distintivo del verdadero aprendizaje.
Nada tiene que ver esta clase con aquella otra de inglés que versaba sobre el uso adecuado de las comas y en la que una estudiante aburrida sacó de su bolso el catálogo de una tienda de ropa y se puso discretamente a hojearlo.
El educador Sam Intrator pasó un año entero observando el funcionamiento de este tipo de aulas y, cada vez que advertía un momento especialmente interesante —como el día del crucigrama de la clase de español—, preguntaba a los alumnos lo que estaban pensando y sintiendo.
Si la mayoría de los alumnos afirmaban hallarse enfrascados en lo que estaban aprendiendo, se trataba de una de esas situaciones a las que acabó calificando como especialmente “comprometidas” que siempre comparten los mismos ingredientes, una curiosa combinación de atención, entusiasmo e intensidad emocional positiva. De ahí, precisamente, se deriva el gozo de aprender.
Según Antonio Damasio, neurocientífico de la University of Southern California y pionero en la investigación de la relación existente entre la ciencia del cerebro y la experiencia humana, esos momentos placenteros reflejan «una coordinación fisiológica y un funcionamiento óptimos de las operaciones vitales». Son precisamente esos estados gozosos, en opinión de Damasio, los que nos permiten ir más allá de la rutina cotidiana, sentirnos bien y avanzar.
La ciencia cognitiva ha descubierto —según dice Damasio— que los estados positivos que “facilitan la capacidad de actuar”, alientan un funcionamiento más armónico que acentúa la eficacia y libertad de lo que hacemos. En ellos se asientan —según dice— los llamados “estados de máxima armonía” de las redes neuronales que gobiernan nuestras operaciones mentales.
Cuando nuestra mente funciona de ese modo, su eficacia, rapidez y poder son máximos. Son momentos en los que nos hallamos silenciosamente emocionados. Los estudios de imagen cerebral han puesto de relieve que el área cerebral que despliega una mayor actividad cuando las personas se hallan en un estado tan estimulante y optimista es la corteza prefrontal, el centro de la vía superior.
El aumento de la actividad prefrontal va acompañado de habilidades como el pensamiento creativo, la flexibilidad cognitiva y el procesamiento de información. Aun los médicos, modelos de excelencia racional, piensan más claramente cuando se encuentran en un estado de ánimo más positivo. Cierta investigación llevada a cabo en este sentido, por ejemplo, ha puesto de relieve que los radiólogos (que se ocupan de interpretar las radiografías y ayudar a otros médicos a realizar un diagnóstico más adecuado) trabajan con más rapidez y exactitud después de recibir un regalo que eleva ligeramente su estado de ánimo. En tal caso, sus comentarios diagnósticos incluyen sugerencias muy valiosas para el tratamiento y la consulta.
La U invertida
La representación gráfica de la relación existente entre la habilidad (y habitualmente también el rendimiento) mental y el espectro de estados de ánimo asume la forma de una U invertida con las patas levemente separadas. La alegría, la competencia cognitiva y el rendimiento excelente ocurren en la cúspide de la figura. En uno de los extremos de una pata se encuentra el aburrimiento y, en el de la otra, la ansiedad. Es por ello que, cuanto mayor sea la apatía o la angustia que experimentamos —ya sea escribiendo una redacción o elaborando un informe— peor es nuestro rendimiento.
Los retos que despiertan nuestro interés nos sacan del estupor del aburrimiento, aumentan nuestra motivación y focalizan nuestra atención. La cúspide del desempeño cognitivo tiene lugar en el punto superior de la motivación y la atención, es decir, en el punto en el que intersectan la dificultad de la tarea y nuestra capacidad de responder adecuadamente. Más allá de ese punto de óptima eficacia cognitiva, el reto empieza a superar nuestra capacidad y nos adentramos en la parte negativa de la U invertida.
Saboreamos el pánico cuando nos damos cuenta, pongamos por caso, de que hemos estado demorando excesivamente un artículo o un informe. Es por ello que, a partir de ese punto, la ansiedad va erosionando progresivamente nuestra competencia cognitiva. En la medida en que aumenta la dificultad de la tarea y el desafío empieza a desbordarnos, va activándose progresivamente la vía inferior. Cuando, finalmente, el reto supera nuestras posibilidades, la vía superior renuncia a sus posibilidades y entrega a la inferior las riendas del poder del cerebro.
RENDIMIENTO
Elevado
Bajo
ESTRÉS
Elevado
Bajo
Eficacia cognitiva óptima
Aburrimiento
Ansiedad
La U invertida representa gráficamente la relación entre el nivel de estrés y el rendimiento mental en tareas tales como el aprendizaje y la toma de decisiones. Tengamos en cuenta que el nivel de estrés varía en función de la intensidad del reto, de modo que una intensidad muy leve promueve el desinterés y el aburrimiento. El reto adecuado, por su parte, moviliza el interés, la atención y la motivación (que, cuando alcanza su nivel óptimo, va acompañada del rendimiento y el logro cognitivo máximos). Cuando, por último, el reto supera nuestra capacidad, se intensifica el estrés que, en su caso extremo, colapsa tanto el desempeño como el aprendizaje.
Este cambio neuronal del control de la vía superior a la vía inferior explica precisamente la forma de la U invertida. Tengamos en cuenta que la U invertida refleja el impacto sobre el aprendizaje y el desempeño de esos dos diferentes sistemas neuronales. Ambos aparecen cuando el aumento de atención y motivación estimulan la actividad de los glucocorticoides. Es por ello que el nivel sano de cortisol alienta el compromiso. En este sentido, los estados de ánimo positivos desencadenan una concentración de cortisol (de ligera a moderada) que caracteriza al mejor aprendizaje.
Cuando el estrés va más allá de ese punto óptimo en el que las personas aprenden y funcionan mejor, irrumpe un segundo sistema neuronal que segrega la elevada tasa de norepinefrina característica del miedo. A partir de este punto —que jalona el inicio de la caída en el pánico— la intensificación del estrés no hace más que empeorar nuestra eficacia y desempeño mental.
Durante los estados de ansiedad muy elevada, el cerebro segrega dosis altas de cortisol y norepinefrina que interfieren con el adecuado funcionamiento de los mecanismos neuronales en los que se asientan el aprendizaje y la memoria. Cuando las hormonas ligadas al estrés superan una determinada tasa crítica, se dispara el funcionamiento de la amígdala, al tiempo que disminuye el de las regiones prefrontales, que pierden entonces su capacidad para contener los impulsos dirigidos por la amígdala.
Como sabe perfectamente cualquier estudiante que se haya descubierto estudiando más cuanto más cerca se halla el día del examen, una cierta tensión estimula la motivación y focaliza la atención. Hasta cierto punto, la atención selectiva aumenta cuanto mayor es la tensión, cosa que sucede, por ejemplo, cuando se acerca la fecha de entrega de un trabajo, cuando nos hallamos bajo la atenta mirada de un profesor o cuando tenemos que enfrentarnos a un reto desafiante. Además, el hecho de prestar una atención completa alienta la eficacia cognitiva de la memoria operativa y culmina en el rendimiento mental óptimo.
Más allá, sin embargo, de ese punto —es decir, más allá del punto en el que el reto todavía es proporcional a nuestra capacidad—, la ansiedad no hace más que erosionar nuestras capacidades cognitivas. En esa región, nuestras capacidades empeoran considerablemente y los estudiantes de matemáticas, por ejemplo, experimentan una notable reducción de la atención necesaria para resolver un problema. La investigación realizada en este sentido ha puesto de relieve que la preocupación ansiosa ocupa nuestro espacio atencional, obstaculizando la capacidad de solucionar problemas y entender nuevos conceptos.