Colwyn Trevarthen, el psicólogo evolutivo de la University of Edinburgh, afirma —muy convincentemente en mi opinión— que las ideas ampliamente aceptadas sobre la cognición social generan grandes malentendidos sobre las relaciones humanas y el lugar que ocupan las emociones en la vida social. Mientras que la ciencia cognitiva ha servido muy adecuadamente en los campos de la lingüística y la inteligencia artificial, topa con sus límites cuando pretendemos aplicarla a las relaciones humanas. Y ello es así porque deja de lado habilidades no cognitivas tan importantes para conectarnos con los demás como la sincronía y la empatía primordial. La revolución provocada por la neurociencia cognitiva en el ámbito de la inteligencia emocional no ha llegado todavía al campo de la teoría de la inteligencia... y mucho menos lo ha hecho la reciente revolución en el campo de la inteligencia social.
Cualquier medida convincente de la inteligencia social no sólo debería incluir los enfoques propios de la vía superior (para los que los cuestionarios son ciertamente muy adecuados), sino también medidas de la vía inferior como el PONS o el test de lectura de las microexpresiones de Ekman, poner al sujeto evaluado en una situación social simulada (empleando quizá la realidad virtual) o tener en cuenta la visión que tienen los demás sobre las habilidades sociales de alguien. Sólo entonces llegaremos a disponer de un perfil más adecuado de la inteligencia social.
Resulta muy embarazoso que los tests utilizados para determinar el CI no tengan un soporte racional que los sostenga, porque fueron diseñados ad hoc para predecir el éxito en el aula. Como señalan John Kihlstrom y Nancy Cantor, el test para determinar el cociente de inteligencia es casi enteramente ateórico y fue exclusivamente elaborado «basándose en el tipo de actividades que realizan los niños en la escuela».
Pero la escuela es un artefacto muy reciente de la civilización. La fuerza más poderosa de nuestra arquitectura cerebral no consiste tanto en la necesidad de conseguir un aprobado como en gestionar adecuadamente el mundo social. Los teóricos evolucionistas sostienen que la inteligencia social fue el talento primordial del cerebro humano que se refleja en el gran tamaño de la corteza cerebral. Lo que hoy en día consideramos como “inteligencia” se asienta, según ellos, en los sistemas neuronales que originalmente usamos para relacionarnos con un grupo complejo. Harían bien, quienes afirman que la inteligencia social no es más que la inteligencia general aplicada a las situaciones sociales, en empezar a considerar la posibilidad de que lo cierto sea precisamente lo contrario. Quizás, en suma, la inteligencia general no sea más que un derivado de la inteligencia social a la que nuestra cultura ha acabado concediendo un valor extraordinario.
Aunque son muchas las personas que han contribuido a las ideas presentadas en este libro sus conclusiones, sin embargo, son exclusivamente mías. Estoy especialmente agradecido a los expertos que han revisado las distintas secciones de mi libro, especialmente a Cary Cherniss, de Rutgers University; Jonathan Cohen, de la Princeton University; John Crabbe, de la Oregon Health and Sciences Center y del Portland VA Hospital; John Cacioppo, de la University of Chicago; Richard Davidson, de la University of Wisconsin; Owen Flanagan, de la Duke University; Denise Gottfredson, de la University of Maryland; Joseph LeDoux, de la New York University; Matthew Lieberman, de UCLA; Kevin Ochsner, de la Columbia University; Phillip Shaver, de la University of California en Davis, Ariana Vora, de la Harvard Medical School y Jeffrey Walter, de JP Morgan Partners. Agradecería que los lectores que descubriesen la presencia de errores objetivos en el texto lo notificasen a mi website
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para corregirlos en posteriores ediciones.
Doy también las gracias por haber estimulado mi pensamiento al respecto, entre otros muchos, a:
Elliot Aronson, de la University of California en Santa Cruz; Neal Ashkanazy, de la University of Queensland, Brisbane (Australia); Warren Bennis, de USC; Richard Boyatzis, de la Case Western Reserve University; Sheldon Cohen, de la Carnegie Mellon University; Jonathan Cott; Frans de Waal, de la Emory University; Georges Dreyfus, del Williams Collage; Mark Epstein, de Nueva York; Howard Gardner, de la Harvard University; Paul Ekman, de University of California de San Francisco; John Gottman, de la University of Washington; Sam Harris, de UCLA; Fred Gage, del Salk Institute; Layne Habib, Shokan, New York; Judith Hall, de la Northeastern University; Kathy Hall, del American International College; Judith Jordan, del Wellesley College; John Kolodin, de Hadley (Mass.); Jerome Kagan, de la Harvard University; Daniel Kahneman, de la Princeton University; Margaret Kemeny, de la University of California en San Francisco; John Kihlstrom, de UCLA; George Kohlrieser, del International Institute for Management Development, de Lausanne (Suiza); Robert Levenson, de University of California en Berkeley; Carey Lowell, de Nueva York; Beth Lown, de la Harvard Medical School; Pema Latshang, del Department of Education de Nueva York; Annie McKee, del Teleos Leadership Institute; Carl Marci, de la Harvard Medical School; John Mayer de la University of New Hampshire; Michael Meaney, de la McGill
University; Mario Mulkinicer, de la University of Bar-Ilian, Ramat Gan (Israel); Mudita Nisker y Dan Clurman, de Communication Options; Stephen Nowicki, de la Emory University; Stephanie Preston, de la University of Iowa Hospitals and Clinics; Hersh Shefrin, de la University of Santa Clara; Thomas Pettigrew, de la University of California en Santa Cruz; Stefan Rechstaffen, del Omega Institute; Robert Riggio, del Claremont McKenna College; Robert Rosenthal, de la Universidad de California en Riverside; Susan Rosenbloom, de la Drew University; John F. Sheridan, de la Ohio State University; Joan Strauss, del Massachussets General Hospital; Daniel Siegel, de UCLA; David Spiegel, de la Stanford Medical School; Daniel Stern, de la University of Geneva; Erica Vora, de la St. Cloud State University; David Sluyter, del Fetzer Institute; Leonard Wolf, de Nueva York; Alvin Weinberg, del Institute for Energy Analysis (jubilado) y Robin Youngson, de la Clinical Leaders Association de Nueva Zelanda.
Rachel Brod, mi principal ayudante, me proporcionó un fácil acceso a multitud de fuentes científicas. También estoy sumamente agradecido a Rowan Foster, siempre dispuesto para lo que necesitara y que se ha ocupado de que todo funcionase perfectamente. Sigue siendo un placer trabajar con un editor tan extraordinario como Toni Burbank. Y, como siempre, siento una gratitud infinita por Tara Bennett-Goleman, la mejor de las parejas en la escritura y en la vida y una auténtica guía de la inteligencia social.
Daniel Goleman es un psicólogo estadounidense, nacido en Stockton, California, el 7 de marzo de 1947. Adquirió fama mundial a partir de la publicación de su libro Emotional Intelligence (en español Inteligencia emocional) en 1995.
Daniel Goleman posteriormente también escribió Inteligencia social, la segunda parte del libro Inteligencia emocional.
Trabajó como redactor de la sección de ciencias de la conducta y del cerebro del periódico The New York Times. Ha sido editor de la revista Psychology Today y profesor de psicología en la Universidad de Harvard, en la que obtuvo su doctorado.
Goleman fue cofundador de la Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning (Sociedad para el Aprendizaje Académico, Social y Emocional) en el Centro de Estudios Infantiles de la Universidad de Yale (posteriormente en la Universidad de Illinois, en Chicago), cuya misión es ayudar a las escuelas a introducir cursos de educación emocional.