Hay ocasiones en que basta con una leve sensación de ansiedad, con un miedo difuso o con el simple desasosiego generado por la ignorancia de los rasgos culturales característicos de un determinado grupo para iniciar la distorsión de una categoría cognitiva. A partir de ese momento, cada nueva inquietud, cada imagen poco halagüeña de los medios de comunicación y cada sensación de haber sido maltratados pasan a engrosar nuestro “pliego de acusaciones” contra el Otro. Es entonces cuando la desconfianza deja paso a la antipatía y la antipatía acaba derivando en antagonismo.
La ira predispone al prejuicio aun en aquellos casos en los que las distorsiones sean muy leves. Como la llama que se acerca a una yesca, el antagonismo cataliza la transformación del “nosotros y ellos” (es decir, la mera percepción de la diferencia) en “nosotros contra ellos” (es decir, la actividad manifiestamente hostil).
La ira y el miedo, ambos estimulados por la amígdala, amplifican el poder destructivo de los prejuicios. Entonces es cuando, desbordada por la intensidad de las emociones, se interrumpe la actividad prefrontal y la vía inferior acaba usurpando el papel que le corresponde a la superior. Así es como nuestra capacidad de pensar claramente se ve distorsionada, impidiendo la aparición de una respuesta que pueda corregir el problema. Y, en el mismo momento en que asumimos esa visión de “ellos”, dejamos de cuestionarla aun en ausencia de ira o de miedo.
Los prejuicios implícitos
Son muchas las formas que asume la división entre “nosotros” y “ellos”, desde el odio más feroz hasta los estereotipos sutiles que incluso suelen pasar desapercibidos para quienes los sustentan. Esos sesgos se esconden en la vía inferior en forma de prejuicios “implícitos”, es decir, estereotipos que operan de manera automática e inconsciente. Estos prejuicios silenciosos pueden llegar a movilizar respuestas —como la decisión de despedir a tal o cual persona de un grupo de candidatos igualmente cualificados— que no concuerdan con las creencias conscientemente sustentadas.
La investigación cognitiva ha puesto de manifiesto que personas que no muestran signo externo alguno de prejuicio y adoptan una visión positiva sobre un determinado grupo pueden albergar, sin embargo, prejuicios ocultos. El Test de Asociación Implícita por ejemplo, nos presenta una palabra estímulo y nos pide que la adscribamos lo más rápidamente posible a una determinada categoría. La escala que utiliza para determinar actitudes implícitas sobre si las mujeres se hallan tan capacitadas como los hombres para desempeñar una carrera científica pide, por ejemplo, al sujeto que adscriba palabras como “medicina” y “humanidades” a categorías tales como “hombres “o “mujeres”.
La velocidad con la que establecemos esa correspondencia es mayor cuando una determinada idea concuerda con el modo en que pensamos sobre algo. Así, por ejemplo, quienes crean que las mujeres se mueven peor que los hombres en el ámbito científico, adscribirán más rápidamente, cuestión de décimas de segundo (sólo detectables mediante un minucioso análisis), el término “hombre “a categorías relacionadas con la ciencia.
Los prejuicios, por más implícitos y sutiles que sean, distorsionan nuestras decisiones para dar empleo o hasta el veredicto de culpabilidad de quienes pertenecen a un determinado grupo. También hay que decir que el efecto de los prejuicios es menor cuanto más claras sean las reglas a seguir y mayor, por el contrario, cuanto más difusas.
Cierta científica cognitiva, por ejemplo, se sorprendió al descubrir que un test de creencias implícitas revelaba la existencia inconsciente de un estereotipo contra las mujeres que, como ella misma, se dedicaban al ámbito de la ciencia. Ése fue el motivo que la llevó a modificar la decoración de su despacho, rodeándose de fotografías de científicas famosas como Marie Curie.
¿Pero puede acaso eso transformar nuestras actitudes? Parece que sí.
Tiempo atrás, los psicólogos consideraban a las categorías mentales inconscientes como actitudes implícitas inmutables. El hecho de que su influencia surta un efecto automático e inconsciente les llevaba a creer en la imposibilidad de escapar de sus consecuencias. Después de todo, la amígdala desempeña un papel esencial en los prejuicios implícitos (así como también en los explícitos) y los circuitos de la vía inferior no parecen fáciles de cambiar.
Sin embargo, la reciente investigación realizada al respecto ha puesto de manifiesto que los estereotipos y los prejuicios automáticos no son tan fijos como se creía, es decir, que las creencias implícitas no reflejan los sentimientos “verdaderos “de una persona y que, en consecuencia, pueden ser modificados. A nivel neuronal, esta fluidez refleja el hecho de que la vía inferior puede seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida.
Consideremos un experimento muy sencillo sobre reducción de estereotipos en el que se mostraron una serie de cuarenta fotografías cuidadosamente seleccionadas de negros muy admirados (como Bill Cosby y Martin Luther King) y de blancos a quien todo el mundo despreciaba (como el asesino en serie Jeffrey Dahmer, por ejemplo) a personas que tenían prejuicios implícitos contra los negros. La exposición era mínima y cada sesión duraba, aproximadamente, unos quince minutos.
Ese breve proceso de entrenamiento de la amígdala provocó un cambio espectacular en las puntuaciones obtenidas por las personas en la prueba de creencias implícitas que puso de relieve una reducción de los prejuicios inconscientes contra los negros que seguía manteniéndose veinticuatro horas más tarde. Es muy probable que, si las imágenes de las personas admiradas pertenecientes a un determinado grupo se vieran inyectadas de vez en cuando (como sucede, por ejemplo, con los personajes de un programa favorito de televisión), el cambio fuese mucho más duradero. A fin de cuentas, la amígdala aprende de continuo y no hay motivo para que siga atrapada en un prejuicio.
Son muchos los métodos que, hasta el momento, se han mostrado útiles para la disminución de los efectos de los prejuicios implícitos. Cuando a los
sujetos del experimento se les dijo que una prueba de CI había demostrado que tenían una inteligencia muy elevada, sus prejuicios implícitos negativos se desvanecían pero cuando, por el contrario, se les decía que habían obtenido un CI muy bajo, se veían fortalecidos. El prejuicio implícito contra los negros, por otra parte, disminuía cuando era un supervisor negro el que les transmitía un feedback positivo.
La presión social también tiene sus efectos porque, cuando el sujeto se halla en un entorno en el que un determinado prejuicio está “fuera de lugar”, también presentan menos prejuicios implícitos. Aun la determinación explícita a ignorar la pertenencia de una persona a un determinado grupo puede acabar reduciendo los prejuicios ocultos.
Esto se asemeja a una especie de judo neuronal porque, cuando las personas piensan en la tolerancia o hablan de ella, se activa el área prefrontal y se aquieta la amígdala, asiento de los prejuicios implícitos. En este sentido, cuando la vía superior se compromete positivamente, la inferior pierde su poder para activar los prejuicios. Quizás sea ésta la dinámica neuronal que opera en las personas que asisten a programas específicamente orientados a aumentar la tolerancia, como las extraordinarias medidas antidiscriminatorias emprendidas por las fuerzas armadas de los Estados Unidos.
Un modo muy diferente y novedoso de neutralizar los prejuicios fue descubierto en una serie de experimentos israelíes que activaban la sensación de seguridad de las personas empleando métodos sutiles como evocar, por ejemplo, el recuerdo de un ser querido. Parece pues que la sensación provisional de seguridad reduce los prejuicios que mantiene el sujeto hacia un determinado grupo, como los fundamentalistas árabes o los judíos ultraortodoxos, por ejemplo, hasta el punto de predisponerles incluso a relacionarse con ellos.
Con todo esto no queremos decir que la sensación fugaz de seguridad pueda resolver conflictos históricos y políticos que llevan mucho tiempo instalados, Pero lo cierto es que la evidencia sugiere claramente la posibilidad de disminuir el efecto de los prejuicios, aun de los prejuicios implícitos.
Salvando las distancias
Lo que puede salvar la división entre “nosotros” y “ellos” ha sido, desde hace mucho tiempo, objeto de acalorado debate entre los psicólogos que han estudiado las relaciones intergrupales. Pero la solución a este debate ha llegado de la mano del trabajo de Thomas Pettigrew, psicólogo social que se ha dedicado a estudiar los prejuicios desde poco después de que el movimiento estadounidense de los derechos civiles aboliera las fronteras legales interraciales. Pettigrew, nativo de Virginia, ha sido uno de los primeros psicólogos en zambullirse en el estudio del odio racial.
Pettigrew fue discípulo de Gordon Allport, el psicólogo social que sostuvo, por vez primera, que la amistad y el contacto sostenido socavan los cimientos mismos de los prejuicios. Hoy en día, tres décadas más tarde, Pettigrew ha concluido el mayor análisis realizado hasta la fecha de los estudios que se han centrado en el tipo de contacto que elimina la hostilidad intergrupal. Pettigrew y sus colegas revisaron minuciosamente 515 estudios realizados en los últimos sesenta años y llevaron a cabo un análisis estadístico que incluía las respuestas de una muestra de 250.493 personas procedentes de treinta y ocho países diferentes. Los grupos en cuestión abarcaban desde las relaciones entre negros y blancos en los Estados Unidos hasta una multitud de resentimientos étnicos, raciales y religiosos dispersos por todo el mundo, así como también los prejuicios en contra de los ancianos, los discapacitados y los enfermos mentales.
Su investigación ha concluido que el compromiso emocional, como la amistad o la relación de pareja entre individuos de uno y otro bando, favorece la aceptación del otro grupo como una totalidad.
Cierto estudio realizado entre afroamericanos que, durante la infancia, habían jugado con blancos, ha puesto de relieve que el hecho de tener un compañero de juegos perteneciente al otro bando (aunque sus escuelas se hallaran entonces segregadas) constituye una excelente vacuna contra los prejuicios. Y lo mismo ocurrió también durante el apartheid entre las amas de casa rurales afrikaaner que habían trabado amistad con sus trabajadores domésticos africanos.
Cierta investigación ha puesto significativamente de relieve que la proximidad entre miembros de grupos divididos reduce los prejuicios. Pero no basta, para modificar los prejuicios hostiles, con el mero contacto casual en la calle o en el trabajo. El requisito esencial para vencer los prejuicios es, según Pettigrew, la conexión emocional que, con el tiempo, va generalizándose a todos “ellos”. Los europeos que, por ejemplo, mantienen buenas amistades con gente perteneciente a un grupo étnico enfrentado —como sucede, por ejemplo, en los casos de alemanes y turcos, franceses y norteafricanos o británicos e indios, por ejemplo— muestran muchos menos prejuicios hacia el otro bando como totalidad.
«Todavía es posible, en tal caso, sustentar un estereotipo general sobre “ellos” —me dijo Pettigrew—, pero ya no está cargado de sentimientos negativos.»
Cierta investigación sobre los prejuicios dirigida por Pettigrew y un grupo de colegas alemanes ha puesto de manifiesto el extraordinario papel que desempeña, en este sentido, la presencia o ausencia de contacto. Según Pettigrew, los alemanes orientales tienen, hablando en términos generales, más prejuicios hacia otros grupos, (desde los polacos hasta los turcos) que los alemanes occidentales. Los actos violentos contra minorías, por ejemplo, son bastante más frecuentes en los territorios de la antigua Alemania Oriental que en la antigua República Federal y el estudio de quienes se hallan encarcelados por tales actos ha puesto de manifiesto un par de cosas, la presencia de prejuicios más exacerbados y que casi no han tenido el menor contacto con personas pertenecientes a los grupos tan odiados.»
«Cuando el gobierno comunista de la antigua Alemania Oriental abrió las puertas a un gran número de cubanos o africanos, los mantuvo segregados — agrega Pettigrew—, pero la antigua República Federal lleva décadas de adelanto en las relaciones intergrupales. Y también descubrimos —prosigue— que, cuanto mayor es el contacto que los alemanes tienen con una determinada minoría, más amistosos se muestran» hacia el grupo en cuestión. Dicho de otro modo, cuando el “ello” se convierte en “tú”, el “ellos” se convierte en “nosotros”.
¿Pero qué podemos decir con respecto a los prejuicios implícitos, es decir, los estereotipos sutiles en los que ni siquiera reparan quienes afirman no tener ningún prejuicio? ¿No se trata, acaso, de un punto también muy importante? En este sentido, Pettigrew mantiene una actitud un tanto escéptica.
«Los grupos suelen tener —según dice— estereotipos sobre ellos mismos que están muy extendidos en su cultura. Yo, por ejemplo, soy hijo de escoceses, porque mis padres fueron inmigrantes. Según se dice, los escoceses somos tacaños, pero nosotros damos la vuelta al estereotipo y decimos que sólo somos “ahorradores”. con lo cual, el estereotipo permanece, pero su valencia emocional se ha visto transformada.»
Los tests que suelen emplearse para determinar los prejuicios implícitos analizan las categorías cognitivas de la persona que, en sí mismas, no son sino abstracciones despojadas de todo sentimiento. Pero, según Pettigrew, lo que realmente importa en un estereotipo es el sentimiento que le acompaña. Es por ello que el simple hecho de sustentar un determinado estereotipo resulta bastante menos importante que su correlato emocional.
Quizás, dada la intensidad de las tensiones intergrupales, sea un lujo preocuparnos por los prejuicios implícitos reservado a aquellos lugares en los que los prejuicios ya no se expresen en forma de odio sino de un leve sesgo. Lo importante pues, cuando los grupos se hallan manifiestamente enfrentados, son las emociones mientras que, cuando se llevan bien, hay que prestar atención a los residuos mentales de los prejuicios que alientan actos sutiles de prejuicio.
La investigación dirigida por Pettigrew ha demostrado que el sentimiento negativo hacia un determinado grupo es un predictor mucho más claro de acciones hostiles que el simple hecho de tener una visión poco halagüeña de “ellos”. Hay veces en que los estereotipos perduran aun después de que personas pertenecientes a grupos hostiles entablen una amistad. Pero, cuando los sentimientos se activan, las cosas son muy diferentes.