¿Les parece acaso que ésa es la única “escuela” de que dispone nuestra sociedad para corregir los errores de adolescentes, que todavía tienen toda una vida por delante? Poco debe sorprendernos que, después de pasar unos meses o unos años en agujeros tan infectos, no tarden en volver de nuevo a él.
Convendría, en lugar de seguir confiando en abordajes que no hacen más que alentar la delincuencia, reconsiderar el verdadero significado de la expresión “corrección” desde la perspectiva de la neuroplasticidad y aprestarnos a reconfigurar los circuitos cerebrales con otro tipo de interacciones sociales. Tengamos en cuenta que muchos de los presos lo son debido a carencias neuronales de su cerebro social que obstaculizan su empatía y les incapacitan para controlar adecuadamente sus impulsos.
Una de las claves neuronales del autocontrol se asienta en el conjunto de neuronas de la corteza orbitofrontal que se ocupan de inhibir los impulsos agresivos procedentes de la amígdala. Es por ello que, en el momento en que sus impulsos violentos desbordan su capacidad de inhibirlos, quienes presentan un déficit en la corteza orbitofrontal tienden a incurrir en acciones crueles. Nuestras cárceles están llenas de este tipo de criminales. Así pues, una de las pautas neuronales en las que se asienta esta violencia descontrolada parece radicar en una infraactivación de los lóbulos prefrontales, habitualmente debida a lesiones violentas sufridas en la infancia.
Este déficit se centra en los circuitos neuronales que conectan la región orbitofrontal con la amígdala, el vínculo neuronal que nos permite refrenar los impulsos destructivos. Es precisamente por ello que, quienes presentan lesiones en el lóbulo frontal, poseen lo que los psicólogos denominan un escaso “control cognitivo” y son incapaces, en consecuencia, de dirigir voluntariamente sus pensamientos, especialmente cuando se ven desbordados por sentimientos negativos. Y es que, al carecer de freno neuronal, son incapaces de resistirse a la irrupción de los impulsos destructivos.
Este circuito cerebral esencial sigue creciendo y desarrollándose hasta que la persona tiene, aproximadamente, entre veinte y treinta años. Desde una perspectiva neuronal, la sociedad dispone, durante el período de reclusión, de una auténtica oportunidad para consolidar los circuitos neuronales en los que se asientan la hostilidad, la impulsividad y la violencia de los prisioneros o fortalecer, por el contrario, los mecanismos neuronales del autocontrol que permiten pensar antes de actuar y hasta la misma capacidad de obedecer la ley. Quizá la gran oportunidad perdida del sistema penitenciario haya sido su fracaso en tratar a los jóvenes prisioneros durante la fase de mayor plasticidad de su cerebro social. Es por ello que las lecciones que se aprenden cotidianamente en la cárcel dejan, para bien o para mal, una impronta muy profunda y duradera en el desarrollo neuronal de la persona.
No tenemos muchas razones para estar orgullosos, porque no sólo desaprovechamos la ocasión de ayudar a esos jóvenes a reconfigurar más adecuadamente los circuitos neuronales que les permitan volver al buen camino, sino que los condenamos a una escuela de criminalidad. No es de extrañar que la tasa de recaída en la actividad criminal de los prisioneros de hasta veinticinco años —que recién acaban de iniciar su carrera criminal— sea la más elevada de cualquier grupo de edad.
En los Estados Unidos hay más de dos millones de personas encarceladas (cuatrocientas ochenta y dos por cada cien mil habitantes), una de las tasas más elevadas de todo el mundo, seguida de Gran Bretaña, China, Francia y Japón. La población reclusa es, hoy en día, siete veces superior a la de hace tres décadas, mientras que los gastos que supone han aumentado a un ritmo todavía más acelerado, desde cerca de 9.000 millones de dólares en los años ochenta hasta más de 60.000 millones en el año 2005. El presupuesto asignado al sistema penitenciario es, después de la asistencia sanitaria, el que más aceleradamente está creciendo. El aumento del número de presos de nuestro país ha experimentado una explosión demográfica que ha atestado las cárceles y son muchos los estados y condados que, como Kalamazoo, hacen denodados esfuerzos por descubrir el modo de sufragar ese gasto.
Pero, más urgente todavía que el coste económico es, no obstante, el coste humano porque, cuando alguien cae en las redes del sistema penitenciario, son muy pocas las probabilidades de escapar de él. Tengamos en cuenta que dos terceras partes de los reos excarcelados de los Estados Unidos vuelven a ser arrestados al cabo de tres años.
Éstas fueron las crudas realidades contempladas por los inquietos ciudadanos de Kalamazoo que, al finalizar el día de retiro, habían coincidido en una causa común: «Convertir Kalamazoo en la comunidad más segura y justa de los Estados Unidos». Para ello, rastrearon todo el país en busca de los abordajes que la investigación hubiese demostrado más útiles, es decir, aquellos que presentaran beneficios concretos como, por ejemplo, un notable descenso en la tasa de reincidencia.
El resultado es bastante inusual, un programa basado en evidencias que se ocupa de reconectar a las personas problemáticas con quienes se ocupan de ellos. La propuesta del grupo de Kalamazoo se sirve de un amplio abanico de esfuerzos que van desde impedir el crimen hasta el uso provechoso del tiempo que los sujetos pasan en la cárcel y proporcionar a los excarcelados una red de relaciones que les ayuden a permanecer alejados de la cárcel.
El principio que alienta todos esos esfuerzos se basa en el hecho de que las relaciones de apoyo impiden el crimen y que esas relaciones deben comenzar en el barrio, es decir, el lugar en que los jóvenes corren más peligro de convivir con el crimen.
Las comunidades conectadas
Los vecinos de cierto barrio empobrecido del sudeste de Boston han convertido un antiguo solar en un huerto en el que cultivan repollos, coliflores y tomates, rodeado de una cerca en la que un cartel, pintado a mano, reza “Respetad nuestro esfuerzo, por favor”.
Este pequeño mensaje de esperanza refleja una clara predisposición de ayudar al vecindario. ¿Seguirán, en tales condiciones, los adolescentes que haraganean perezosamente en una esquina intimidando a los más pequeños? ¿Les invitarán ahora los adultos a dispersarse, llamando incluso para ello a sus padres? El respeto y el cuidado determinan la diferencia existente entre un huerto comunitario y un solar abandonado y lleno de basura concurrido por traficantes de drogas.
A mediados de los noventa, por ejemplo, una asociación de sacerdotes negros se dedicó a recoger a los niños que pasaban el tiempo en las calles de los barrios más degradados de Boston e integrarlos en programas extraescolares dirigidos por adultos. La tasa de homicidios de Boston descendió rápidamente, durante los años noventa, desde ciento cincuenta y uno en 1991 a treinta y cinco diez años más tarde, como también sucedió en otras ciudades del condado.
Aunque el gran declive de los índices de criminalidad de los años noventa se atribuyó fundamentalmente al auge económico experimentado durante esa época, la cuestión sigue todavía en pie: ¿De qué modo podemos contribuir a establecer, como hicieron esos sacerdotes negros, un tejido social que contribuya a reducir el crimen en una determinada zona? La respuesta a esta pregunta viene de la mano de una investigación de diez años sobre la posible relación existente entre crimen y compromiso comunitario dirigido por el psiquiatra Felton Earls de Harvard cuyas conclusiones sugieren una respuesta claramente positiva.
Con la ayuda de un equipo de investigación, Earls grabó mil cuatrocientas ocho cintas de vídeo de ciento noventa y seis barrios de Chicago, incluyendo los más humildes y con mayor índice de criminalidad, documentando toda la vida ciudadana, desde las actividades de la iglesia hasta el tráfico de drogas. Las cintas se vieron posteriormente cotejadas con los registros de los crímenes cometidos en esos mismos barrios, así como también con entrevistas con ocho mil setecientos ochenta y dos residentes.
El grupo de Earls descubrió la existencia de dos factores fundamentales que influyen en la tasa de criminalidad. El primero de ellos es el nivel general de pobreza del barrio, del que hace tiempo que se sabe que influye muy directamente en el índice de criminalidad (como también sucede con el analfabetismo, otro factor oculto). El segundo es el tipo de relación que existe entre los miembros de la comunidad. La combinación simultánea de pobreza y desconexión ejerce una influencia mucho más poderosa en la tasa de criminalidad de una determinada zona que otros factores habitualmente citados, como la raza, el sustrato étnico o la estructura familiar.
Earls descubrió que, aun en los barrios más degradados, las relaciones personales positivas no sólo iban acompañadas de un índice más bajo de criminalidad, sino también de un menor uso de drogas entre los jóvenes, menos embarazos adolescentes no deseados y un mejor rendimiento académico de los niños. Según Earls, muchas comunidades afroamericanas de bajos ingresos tienen una fuerte tradición de ayuda mutua a través de las iglesias y la familia extendida que, en su opinión, constituyen una estrategia muy provechosa de lucha contra el crimen.
Cuando un grupo de vecinos se ocupa de limpiar los graffitis de las paredes es menos probable que aparezcan nuevas pintadas. Y es que, si el vecindario presta atención a los delitos, los niños saben que los mayores cuidan de ellos, una actitud que, en los barrios más empobrecidos, resulta muy importante para que los vecinos se protejan entre sí y, más especialmente, a los hijos de los demás.
Se acabaron los pensamientos negativos
Durante su adolescencia, el hijo de un viejo amigo —al que llamaré Brad— empezó a beber y, cada vez que tomaba unas copas de más, se convertía en una persona agresiva y hasta violenta. Esta conducta le llevó a una serie de encontronazos con la ley que finalmente le llevaron a la cárcel por herir gravemente a un compañero de clase en una pelea que tuvo lugar en el dormitorio universitario.
«Independientemente de la acusación —me dijo un día en que fui a visitarle—, el mal genio es el origen del encarcelamiento.» Afortunadamente, el hijo de mi amigo tuvo la suerte de ser asignado a un programa piloto dirigido a personas en las que se había depositado una cierta expectativa de cambio. Así fue como se vio invitado a formar parte de una unidad especial constituida por seis celdas que recibían un seminario diario sobre cuestiones tales como reconocer la diferencia existente entre acciones basadas en “el pensamiento creativo”. “el pensamiento negativo” o “la ausencia de pensamiento”.
En el resto de prisión, las peleas y la conducta agresiva se hallaban a la orden del día. Brad se dio cuenta de que el reto al que se enfrentaba consistía en aprender a manejar adecuadamente su ira en un entorno en el que la violencia y la dureza determina el lugar que uno ocupa en la jerarquía. Según me dijo, se trata de un mundo basado en la paranoia del “nosotros contra ellos”. según la cual cualquiera que lleve uniforme o se relacione con alguien que lleva uniforme es el “enemigo”.
«Todo el mundo se enoja con mucha facilidad y se irrita fácilmente por los motivos más triviales. Y es innecesario decir que los conflictos se resuelven a puñetazos. Afortunadamente, en el programa al que había sido asignado, las cosas se hacían de otro modo.»
A pesar de ello, sin embargo, los problemas siguieron acosando a Brad. «En un determinado momento —me dijo— ingresó en el programa un muchacho de mi edad que se pasaba el día riéndose de mí. Yo estaba muy enfadado con él pero no, por ello, me dejé llevar por la ira. Al comienzo, simplemente daba media vuelta y me iba, pero eso no dio resultado porque me seguía a todas partes. Luego le dije que me parecía un estúpido y que me importaba un rábano lo que dijese, pero seguía en las mismas.
»Finalmente me permití sentir la ira lo suficiente como para gritarle lo estúpido que era. Entonces empezamos a mirarnos fijamente a los ojos. Era como si estuviéramos a punto de empezar una pelea.
»Cuando dos internos quieren pelear, se meten en una celda y cierran la puerta detrás de ellos. De ese modo impiden que los celadores se den cuenta de lo que ocurre. Ahí comienzan a pelearse hasta que uno de los dos se rinde. Así fue como nos metimos en mi celda y cerramos la puerta pero, como yo no quería pelear, le dije “Si quieres darme un puñetazo puedes hacerlo. Ya he recibido unos cuantos y uno más no importa. Pero no voy a pelear contigo”.
»Curiosamente no me golpeó y pasamos las siguientes dos horas charlando tranquilamente de lo que nos estaba sucediendo. Al día siguiente le transfirieron a otra unidad pero, cuando le veo en el patio, ya no se mete conmigo.»
El programa del que participó Brad es uno de los que el grupo de trabajo de Kalamazoo identificó como más adecuado para los jóvenes delincuentes. Los adolescentes encarcelados por delitos violentos que han pasado por estos programas —en los que aprenden a detenerse y pensar antes de reaccionar, considerar respuestas alternativas diferentes y sus posibles consecuencias y permanecer también más serenos—, son menos impulsivos e inflexibles y provocan también menos peleas.
A diferencia de lo que sucedió con mi joven amigo, sin embargo, la mayor parte de los reclusos jamás consiguen corregir los hábitos y circunstancias que les mantienen atrapados en el círculo de excarcelación, reincidencia y nuevo encarcelamiento. No parece pues muy acertado, dada la elevada tasa de reincidencia, el nombre de “correccional” con el que suele conocerse a esas instituciones.
En realidad, las prisiones no son lugares en los que los reos se corrijan sino, en la mayoría de los casos, auténticas universidades del crimen que no hacen más que perfeccionar las habilidades para el crimen que le llevaron allí y desarrollar otras nuevas. No es extraño que las relaciones que entablan en la cárcel sean las peores que puedan encontrar y se vean, con demasiada frecuencia, aconsejados por internos más experimentados. Es por ello que, en el momento de su liberación, suelan ser más insensibles y crueles y se hayan especializado en la delincuencia.
Los circuitos del cerebro social encargados de la empatía y la regulación de los impulsos emocionales, las dos principales deficiencias de la población reclusa, son los que más tardan en madurar anatómicamente. Los datos de los reos de las instituciones estatales y federales ponen de relieve que una cuarta parte de ellos tiene menos de veinticinco años, lo que significa que todavía estamos a tiempo de movilizar el desarrollo de esos circuitos hacia una pauta más respetuosa con la ley. La evaluación cuidadosa de los programas de rehabilitación empleados en las prisiones descubrió que los delincuentes juveniles constituyen un grupo de edad en el que todavía estamos en condiciones de impedir la recaída.