Sheldon Cohen, que llevó a cabo la investigación con rinovirus que hemos mencionado en un capítulo anterior, insiste en la importancia de que los pacientes hospitalizados busquen deliberadamente aliados biológicos, señalando incluso la posibilidad de contratar a «personas que se integren en la red social del enfermo, especialmente personas a las que el sujeto pueda abrir su corazón». Cuando a un amigo mío le diagnosticaron un cáncer posiblemente letal, por ejemplo, tomó la decisión —clínicamente muy inteligente, en mi opinión— de contar con la ayuda de un psicoterapeuta con el que pudiera hablar mientras él y su familia se veían obligados a atravesar la vorágine de la angustia.
Como me dijo el mismo Cohen: «El descubrimiento más sorprendente sobre las relaciones y la salud física es que las personas socialmente integradas —las personas casadas, las que tienen familiares y amigos muy próximos y las que pertenecen a grupos religiosos y sociales en los que participan activamente— tardan menos tiempo en recuperarse de la enfermedad y también viven más tiempo. Unos dieciocho estudios muestran, hasta el momento, el estrecho vínculo existente entre las relaciones sociales y la mortalidad».
Cohen considera que el hecho de que el paciente dedique tiempo y energía a estar con las personas que más nutritivas le resultan tiene efectos muy saludables. Es por ello que recomienda que el paciente reduzca, en la medida de lo posible, el número de interacciones emocionalmente tóxicas, al tiempo que aumenta las positivas.
Sería mucho más interesante —en opinión de Cohen— que, en lugar de que un extraño se ocupase de enseñar a la víctima de un infarto el mejor modo de evitar una recurrencia seleccionáramos, de entre la lista de personas en las que el enfermo confía, aquéllas que más se interesan por él y las adiestrásemos para que se convirtieran en aliados biológicos que ayuden a llevar a cabo los cambios de estilo de vida necesarios.
Pero, por más importante que sea, para los enfermos y los ancianos, el apoyo social, son muchos los factores que impiden la satisfacción de la necesidad de establecer una conexión estrecha. Entre todas ellas destaca la torpeza y ansiedad que suelen experimentar los amigos y familiares que rodean al paciente. Especialmente en el caso de enfermedades socialmente estigmatizadas o cuando el paciente se enfrenta a la muerte es muy frecuente que, quienes más cerca se hallan del sujeto, estén más preocupados y angustiados, lo que pone en tela de juicio su capacidad de ayudarle e incluso, en ocasiones, la conveniencia misma de que vayan a visitarle.
Como dice Laura Hillenbrand, la escritora a la que el síndrome de fatiga crónica recluía en cama, a veces hasta varios meses: «La mayor parte de las personas que me rodeaban dieron entonces un paso atrás. Los amigos preguntaban a otros amigos cómo me encontraba pero, después de un par de tarjetas deseándome una pronta recuperación, no volvía a saber de ellos.» Cuando finalmente tomó la iniciativa de llamar a los viejos amigos, las conversaciones eran a menudo tan torpes que no era infrecuente que se sintiera estúpida por haberles llamado.
Pero, como sucede con cualquiera que se sienta aislado por la enfermedad, Hillenbrand anhelaba el contacto y los aliados biológicos perdidos Como dice Sheldon Cohen, los resultados de las investigaciones científicas realizadas al respecto «nos obligan a transmitir a la familia y amigos del paciente la necesidad de que no les ignoren ni les aíslen... aun en el caso de que no sepan qué decir. Visitarles es, en este sentido, muy importante».
Este consejo significa que, cuando estamos preocupados por la enfermedad de una persona siempre podemos, por más confundidos que nos hallemos, brindarles el regalo de nuestra afectuosa presencia, una presencia que, en el mejor de los casos, debería ser empática y emocionalmente equilibrada. La simple presencia puede tener una importancia extraordinaria, aun en el caso de pacientes que se hallen en un estado vegetativo y parezcan completamente inconscientes a causa de una lesión cerebral grave. La investigación realizada con el escáner cerebral ha puesto de relieve que, cuando alguien rememora acontecimientos emocionantes del pasado o toca suavemente a un paciente que se halla en estado de coma —lo que la jerga médica denomina “estado mínimamente consciente”— se activan, en su cerebro, los mismos circuitos que se ponen en marcha en las personas cuyo cerebro está intacto, por más que su incapacidad de responder con una palabra o una mirada les lleve a parecer completamente desconectados.
Una amiga me contó haber leído casualmente, en cierta ocasión, un artículo sobre personas que se habían recuperado de un coma. El artículo en cuestión afirmaba que aunque, en tal caso, el sujeto sea incapaz de mover un solo músculo, puede escuchar y entender todo lo que se dice. Da la casualidad de que mi amiga leyó ese artículo en el autobús en el que viajaba para ver a su madre, que precisamente se hallaba en ese estado después de una resucitación que siguió a un ataque de insuficiencia cardíaca congestiva. Esa comprensión transformó por completo la experiencia de mi amiga, que permaneció sencillamente sentada junto a su madre en el difícil trance que finalmente acabó con su vida.
La proximidad emocional resulta mucho más valiosa en el caso de los pacientes clínicamente más frágiles, es decir, los que padecen enfermedades crónicas, los que tienen un sistema inmunitario más débil y las personas ancianas. Con todo ello no quiero decir que este tipo de atención sea una panacea, pero los datos de las investigaciones realizadas al respecto ponen claramente de relieve su extraordinaria importancia. En este sentido, el amor resulta sumamente valioso, porque no sólo mejora el tono emocional del paciente, sino que también constituye un ingrediente biológicamente activo en cualquier tratamiento.
Es precisamente por ello que el doctor Mark Pettus insiste en la necesidad de reconocer los mensajes sutiles con los que el paciente expresa su necesidad de atención compasiva y de hacer caso a todas sus “invitaciones”. que suelen asumir la forma de una lágrima, una sonrisa, una mirada o aun el silencio.
Consideremos la dolorosa experiencia que debió atravesar Pettus cuando se vio obligado a ingresar a su hijo pequeño en un hospital para ser operado, mientras el niño se veía abrumado, asustado y confundido y, al no haber aprendido todavía a hablar, incapaz de entender lo que ocurría. Después de la operación, su hijo permanecía en cama intubado por todas partes: una sonda intravenosa conectada al brazo, una sonda nasal que llegaba hasta su estómago, el respirador que insuflaba oxígeno en sus fosas nasales, otra sonda de anestesia conectada a la médula y una última sonda uretral encargada de drenar su vejiga.
Durante el tiempo que duró esa ordalía, Pettus y su esposa se comunicaron con su hijo con el corazón roto recurriendo, para ello, a los pequeños gestos que expresan el afecto, es decir, el contacto, la mirada y la simple presencia.
Como dice el mismo Pettus: «el amor fue nuestro idioma».
UNA PRESCRIPCIÓN SOCIAL
Un traumatólogo en prácticas de uno de los mejores hospitales del mundo estaba pasando consulta a una mujer de unos cincuenta años que se quejaba de dolor en el cuello a causa de una grave hernia discal. Aunque hacía varios años que sentía dolor, jamás había consultado a un médico, porque le bastaba con las manipulaciones de un quiropráctico para obtener un alivio provisional ... pero el dolor iba en aumento y empezaba a tener miedo.
Ella y su hija llevaban unos veinte minutos acribillando al médico a preguntas en un intento de aclarar sus dudas y disipar sus miedos sin conseguirlo.
Entonces irrumpió en la habitación la médica de cabecera dispuesta a poner fin a la consulta, prescribiendo la inyección de un anestésico local y de un esteroide en la articulación para reducir la inflamación y calmar el dolor y recomendando una tabla de ejercicios de rehabilitación para extender y fortalecer la musculatura del cuello. La hija no pareció entender la utilidad de ese tratamiento y lanzó una nueva andanada de preguntas a la doctora que, por aquel entonces, ya se había puesto en pie y estaba a punto de abandonar la habitación.
Ignorando los signos tácitos de que la conversación estaba tocando a su fin, la hija siguió asediándola a preguntas y, cuando finalmente salió del cuarto, el especialista todavía permaneció con ellas unos diez minutos, hasta que la paciente aceptó seguir el tratamiento.
Poco después, la médica de cabecera llamó a nuestro médico a su consulta y le dijo:
—Me parece muy bien que te intereses por los pacientes, pero no podemos permitirnos el lujo de permanecer tanto tiempo con una consulta. Sólo disponemos de quince minutos para cada paciente y ello incluyendo el tiempo de tomar notas. Estoy segura de que, después de pasar varias noches sin dormir pasando a limpio tus notas y de tener que volver a la clínica al día siguiente, no tardarás en comportarte de otro modo.
—Pero a mí me interesa mucho la relación con los pacientes —protestó tímidamente el residente—. Yo quiero establecer un buen rapport, quiero entender a mis pacientes y, para ello, no me basta con un simple cuarto de hora.
Entonces fue cuando la médica de cabecera cerró exasperada la puerta para poder hablar con él en privado.
—Fíjate —le dijo— en los pacientes que están aguardando en la sala de espera. Esa mujer ha sido muy egoísta reteniéndote tanto tiempo. Sólo disponemos de diez minutos para cada paciente. No tenemos más tiempo.
Luego se lanzó a explicarle los pormenores contables del tiempo que, en ese hospital, podía concederse a cada paciente y el porcentaje de cada factura que, después de descontar las “tasas” (es decir, el seguro de responsabilidad profesional, los gastos del hospital, etcétera), finalmente ganaba el médico. La conclusión era que, si un médico facturaba unos 300.000 dólares al año, sus ingresos netos anuales girarían en torno a los 70.000 dólares. El único modo, pues, de ganar más dinero parece consistir en visitar a más pacientes en menos tiempo.
Nadie parece satisfecho con la medicina moderna, que se caracteriza por esperas cada vez más largas y visitas cada vez más cortas. Los pacientes no son los únicos que deben sufrir la mentalidad contable a la que cada vez se halla más sometido el ámbito de la medicina, ya que los médicos cada vez se quejan más de no poder disponer del tiempo necesario para estar con sus pacientes. Y éste es un problema que no sólo afecta a los Estados Unidos porque, como dice cierto neurólogo europeo que trabaja para el plan nacional de salud de su país: «Están aplicando a los seres humanos la lógica de las máquinas. Calculan, basándose en nuestros protocolos, el tiempo que debemos pasar con cada paciente, pero no tienen en cuenta el tiempo que necesitamos para hablar con ellos, para relacionarnos con ellos, para explicarles lo que está sucediendo y para hacerles, en suma, sentirse mejor. Cada vez son más los médicos que, en este sentido, se sienten frustrados... porque, si queremos tratar a la persona —y no sólo a la enfermedad— necesitamos más tiempo».
El germen del burnout empieza a establecerse durante las agotadoras horas pasadas en la facultad de medicina y en el período de prácticas. No es de extrañar por tanto que la carga impuesta por una visión economicista que exige cada vez más de los médicos esté provocando un aumento progresivo entre ellos de la tasa de burnout. Las encuestas realizadas en este sentido han puesto de relieve que entre el 80 y el 90 por ciento de los médicos se hallan, de un modo u otro, aquejados de esa silenciosa epidemia, cuyos síntomas, por otra parte, son evidentes, agotamiento emocional relacionado con el trabajo, intensos sentimientos de insatisfacción y una actitud despersonalizada que se asienta en la modalidad de relación “yo-ello”.
La falta de amor organizada
La paciente de la habitación 4D había ingresado en el hospital a causa de una neumonía que se había mostrado refractaria a muchos fármacos. Y dada su avanzada edad y otras muchas complicaciones médicas, el pronóstico era muy grave.
Al cabo de varias semanas, la enfermera del turno de noche había entablado con ella una especie de amistad. Aparte de ella, no recibía ninguna visita y tampoco tenía amigos ni parientes a quienes comunicar su posible muerte. Esa enfermera, con la que sólo podía comunicarse a través de monosílabos, era su único contacto con el mundo humano.
Cuando sus signos vitales empezaron a fallar, la enfermera se dio cuenta de que la paciente de la habitación 4D estaba a punto de morir. Fue entonces cuando decidió pasar el resto de su turno en esa habitación, permaneciendo sencillamente presente y sosteniendo su mano durante sus últimos momentos de vida.
¿Cuál creen ustedes que fue la respuesta de su supervisora a ese humanitario gesto?
¡La amonestó por perder el tiempo, no sin antes registrar por escrito sus quejas en su expediente personal!
Como bien dice Aldous Huxley en su libro La filosofía perenne: «Nuestras instituciones son la falta de amor organizada», una máxima que resulta igualmente aplicable a cualquier sistema que sólo contempla a las personas desde la perspectiva “yo-ello”. Cuando tratamos a las personas como un número, como meras piezas intercambiables que, en sí mismas, carecen de todo interés e importancia, sacrificamos la empatía en aras de la eficacia y la rentabilidad.
Consideremos, por ejemplo, el caso —muy frecuente, por otra parte— del paciente hospitalizado que necesita una radiografía y al que, a primera hora de la mañana, le advierten que esa mañana tiene cita en radiología.
Lo que no le dicen es que, para el hospital (al menos en los Estados Unidos), las radiografías de los pacientes externos son más rentables que las de los ingresados, que se ven pagadas por la cuota estándar de las compañías de seguros.
No es de extrañar, por tanto, que los pacientes hospitalizados se vean obligados a permanecer en cola —a menudo ansiosamente— horas y horas para realizar una prueba que, en teoría, no iba a durar más de cinco minutos. Y la cosa puede llegar a ser mucho peor porque, en algunas ocasiones, el paciente debe ayunar desde la medianoche del día anterior con lo cual, si se demora hasta la tarde, no desayuna ni come.
«Nuestros servicios —me dijo cierto ejecutivo de un hospital— están excesivamente centrados en los ingresos. No tenemos en cuenta el modo en que se siente el enfermo mientras espera, no prestamos atención a sus expectativas y, en consecuencia, tampoco les tratamos adecuadamente. Nuestras actividades y nuestro flujo de información no están al servicio del paciente, sino del personal médico.»