Imperio (46 page)

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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Imperio
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Se convirtió en el primer presidente desde George Washington que era elegido por todos los votos. Y fue la votación popular más mayoritaria de la historia, naturalmente, ya que sólo quedaban un puñado de candidatos marginales. Pero hubo una participación masiva y, como señalaron encantados los expertos, de haber sacado Torrent sólo la mitad de los votos obtenidos, hubiera seguido teniendo una mayoría más amplia que ningún otro candidato de la historia.

La gente creía en él. Estaba preparada para la paz. Estaba preparada para la unidad.

Y en una casa en Potomac Falls, Virginia, la familia Malich se enteró de los resultados electorales con Bartholomew Coleman como invitado de honor. No hubo suspense, pero la televisión permaneció encendida, llena del sonido de los vídeos de multitudes enfervorizadas y periodistas entusiasmados.

De vez en cuando, Cole y Cessy intercambiaban miradas sagaces.

Cuando los colegios electorales cerraron en California, el presidente Nielson apareció en pantalla. Había sido reelegido al Congreso por su distrito de Idaho por mayoría arrobadora. Parecía sinceramente feliz cuando dijo: «Tengo el gusto de anunciarles mi dimisión como presidente, que será efectiva a partir de mañana al mediodía. Nunca he sido más que un presidente de emergencia, y la emergencia ha pasado. No hay ningún motivo para que Averell Torrent no empiece inmediatamente a hacer el trabajo para el que ha sido elegido por ustedes.»Cecily se echó a llorar. Sólo un momento.

—Es típico de LaMonte. ¿Hemos tenido alguna vez un presidente que no quisiera de verdad el cargo?

—¿Aparte de Warren Harding? —dijo Cole.

—¿De quién? —preguntó Mark.

—Un tipo algo alelado que fue elegido presidente en una ocasión porque tenía pinta de presidente y todos los que aspiraban al cargo tenían demasiados enemigos enconados —contestó Cole—. Pero tu madre tiene razón. Nielson ha hecho un buen trabajo cuando era necesario. Y ha elegido a su sucesor. —Le sonrió a Cecily—. Igual que Trajano y Adriano y Antonino Pío y Marco Aurelio.

—Y dices que no eres historiador... —comentó Cecily, secándose los ojos, pero riendo.

Treinta minutos más tarde, Torrent apareció en pantalla para decir: «Me siento enormemente honrado por la confianza que el pueblo estadounidense ha depositado en mí. Me alegro de que tanta gente haya acudido a votar para mostrar que comparte mi sueño de una nación unida, de un solo pueblo cuyos miembros a veces están en desacuerdo pero siempre se comportan como amigos y buenos ciudadanos. Me esforzaré al máximo para no defraudar vuestras expectativas. Me conmueve la generosidad y humildad de mi buen amigo, el presidente LaMonte Nielson. No sólo me ha promovido, sino que también me ha formado para el cargo en el que me sitúan vuestros votos. Su voluntaria renuncia a la presidencia es propia de Cincinato, el gran líder romano que, después de haber salvado la ciudad, renunció a cualquier cargo y regresó a su granja para continuar con su vida de ciudadano común.»

—Una referencia a Roma —dijo Cole.

—Pero no a un emperador —contestó Cecily.

Torrent seguía hablando: «Sin embargo, no hay nada de simple en LaMonte Nielson. Continuará sirviendo en el Congreso, y continuará teniendo un lugar en los corazones del pueblo americano, agradecido por su excelente servicio durante nuestra crisis nacional más profunda desde la Guerra Civil.»

—Exactamente las palabras adecuadas —dijo Cecily.

«Mañana juraré el cargo como segundo vicepresidente nombrado como sucesor para la presidencia por renuncia de su predecesor. En enero, juraré de nuevo el cargo para el que he sido elegido. Pero no he olvidado que el pasado junio, el día trece, terroristas extranjeros asesinaron al presidente electo de Estados Unidos, al vicepresidente, al secretario de Defensa, al jefe del Alto Estado Mayor y a otros dedicados servidores del pueblo estadounidense mientras desempeñaban el ejercicio de sus deberes.

»Fue una ofensa a todo el pueblo americano. Durante el torbellino de los meses pasados, nos hemos centrado en los problemas internos. Pero el escándalo de lo cometido contra nosotros no ha sido olvidado. Nuestra respuesta será medida. Será justa. Será concienzuda. Será inevitable.

»Que las naciones del mundo entero busquen la amistad de Estados Unidos. Si vivís en paz con vuestros vecinos, si garantizáis los derechos fundamentales a vuestros ciudadanos, entonces os estrecharemos la mano en perpetua amistad. Os demostraremos que Estados Unidos ansia la paz. La tendremos dentro de nuestras fronteras. Ayudaremos a mantenerla donde se vea amenazada.

»Y aquí, en casa, nos veremos a nosotros mismos no como grupos enfrentados luchando por temas que crean constantes divisiones, sino como una sociedad unida por una cultura compartida, una historia compartida y un futuro común. Construyamos ese futuro juntos, día a día, como vecinos, con respeto, como nos hemos unido esta noche en este gran ejercicio de democracia.»Se acabó. Lo había hecho.

No hubo aplausos, porque no había dado su discurso en la sede electoral. No había ninguna sede electoral. No había hecho campaña. En vez de eso, había ido de ciudad en ciudad, de estado en estado, dondequiera que los candidatos locales accedieran a aparecer juntos con él, en el mismo escenario, y cada uno se había comprometido a apoyar a su oponente si ganaba. Era como si estuviera haciendo una anticampaña.

Daba su discurso de aceptación tranquilamente sentado en su salón, con un único equipo de televisión. Tras él, estantes de libros. Junto a él, su familia. La imagen perfecta de cómo les gusta a los estadounidenses pensar que son sus presidentes: inteligentes, cariñosos, amables, modestos y sorprendidos de su buena suerte.

—Me pregunto si recordará esa mención a Cincinato dentro de cuatro años —dijo Cole.

—No tendrá que hacerlo si es reelegido —dijo Cecily.

—Parece exactamente el presidente que siempre he deseado.

—Lo mismo digo.

—Espero que sea así.

—Yo también.

Cole se levantó del sofá y se desperezó.

—Vamos a comer galletas.

Comentario final del autor

La idea original de esta novela no fue mía. A Donald Mustard y sus socios de Chair Entertainment se les ocurrió crear una franquicia de la industria del ocio llamada
Empire
sobre una nueva guerra civil estadounidense en un futuro próximo. Cuando me uní al proyecto para crear una obra de ficción basada en esa premisa, mi prioridad fue idear un modo plausible de que tal hecho se produjera.

Por desgracia, no me resultó nada difícil.

Como no ha habido ninguna guerra civil en las últimas catorce décadas, la gente cree que no puede haber una. ¿Es acaso clara la división geográfica de la línea Mason-Dixon? Cuando se observa la frontera entre estados rojos y estados azules de las últimas elecciones, se obtiene una impresión falsa. La división real está entre los condados urbanos, académicos y tecnológicos y los condados suburbanos, rurales y conservadores cristianos. ¿Cómo podrían ir en comandita los ampliamente dispersos centros «azules» y las igualmente desperdigadas poblaciones «rojas»?

Sin embargo, geografía aparte, nunca hemos estados tan divididos ni ha habido una retórica tan odiosa desde los años que condujeron a la Guerra Civil de 1865. Como la elite de los medios de comunicación nacionales es tan uniformemente progresista, seguimos oyendo hablar (en los medios de la elite) sobre los excesos discursivos de la «extrema derecha». Oyendo a los mismos medios, no hay «extrema izquierda», sólo algún progresista que de vez en cuando dice cosas indebidas.

Pero cualquier observador racional tiene que ver que la Izquierda y la Derecha en Estados Unidos se están gritando mutua y constantemente las acusaciones más viles. Estamos completamente polarizados: si aceptas una idea aparentemente roja o azul, se supone (no, es imprescindible) que aceptes el resto del paquete, aunque no haya motivos para que apoyar la guerra contra el terrorismo implique que estés a favor de prohibir todos los abortos y restringir las armas de fuego; no hay ningún motivo para que estar a favor de mantener los límites impuestos por el Gobierno al mercado libre implique que también estés a favor de dar estatus legal a las parejas homosexuales y en contra de la construcción de reactores nucleares. Estos temas no están ni remotamente relacionados y, sin embargo, si sostienes alguno de los puntos de vista de un grupo, el otro te odia como si los sostuvieras todos, y si mantienes la mayoría de los puntos de vista de un grupo, pero no todos, se te trata como si fueras un traidor por desviarte aunque sea levemente de la línea del partido.

Sin embargo, la cosa va más allá. Una buena definición de fanático es la de alguien tan convencido de sus puntos de vista y sus ideas políticas que está seguro de que todo el que se le opone debe ser estúpido o estar engañado o tener algún interés oculto. Hoy en día somos una nación en la que casi todo lo que está sometido a escrutinio público contiene fanatismo en cada palabra.

Forma parte de la naturaleza humana considerar cuerdas a aquellas personas que comparten la visión global de la mayoría de la sociedad. Sin embargo, de algún modo hemos conseguido dividirnos en dos corduras distintas y mutuamente excluyentes. La gente de cada sociedad se afianza en su locura, convencida de ideas insustanciales que a menudo se contradicen no sólo entre sí sino también por las pruebas objetivas que existen sobre la cuestión. En vez de ser una sociedad permanentemente adaptable por consenso a la realidad, nos hemos convertido en una nación de locos capaces de ver sólo la locura del otro bando.

¿Lleva esto, inevitablemente, a la guerra civil? Por supuesto que no: aunque tampoco lleva a un gobierno estable ni a la continuación a largo plazo de la democracia. Lo que inevitablemente surge de la división es el intento por parte de un grupo, completamente convencido de su rectitud, de usar todas las fuerzas coercitivas disponibles para aplastar los puntos de vista contrarios.

Semejante esfuerzo es, naturalmente, una prueba de locura. Suprimir las creencias de otra persona por la fuerza implica que uno teme profundamente que sus propias ideas estén equivocadas y que está desesperado por que nadie las desafíe. Oh, puedes elaborar un discurso sobre cómo las eliminas por su propio bien o por el bien de otros, pero la gente que tiene fe en sus ideas se contenta simplemente con exponerlas y enseñarlas, no las impone.

El impulso coactivo toma las formas que haya disponibles. En el ámbito académico, se trata de no dar títulos, trabajo o cátedras a gente con ideas distintas. Irónicamente, la gente más implacable a la hora de eliminar las ideas contrarias se congratula de su tolerancia y su diversidad. En la mayoría de las situaciones, la coacción es menos formal y consiste en evitar el contacto... pero hacerlo con uñas y dientes. ¿Dijo Mel Gibson, con dos copas de más, algo que denota su educación en una familia antisemita? Entonces hay que evitarlo, lo que en Hollywood significa que nunca vuelva a ser nominado para un Oscar y que lo tenga mucho más difícil para obtener papeles de prestigio.

Me lo han hecho a mí, repetidamente, tanto la Izquierda como la Derecha. Nunca les basta con no estar de acuerdo conmigo: tienen que prohibirme hablar en una convención o un campus concreto; mis escritos tienen que ser boicoteados; todo lo que pueda hacerse para castigarme por mi disconformidad y, si es posible, para empobrecernos a mí y a mi familia.

Estas respuestas son tan virulentas (repito, tanto por parte de la Izquierda como de la Derecha) que creo que se está sólo a un paso de intentar usar el poder del Estado para apoyar los puntos de vista de cada cual. En la derecha hay intentos de recurrir al Gobierno para castigar a los que queman banderas y promover la oración con el patrocinio estatal. La izquierda prohíbe la libertad de expresión y las manifestaciones pacíficas delante de las clínicas abortistas e intenta servirse del poder del Estado para forzar la aceptación de la equiparación de relaciones homosexuales al matrimonio. Cada bando considera absolutamente justificado obligar al otro a aceptar sus puntos de vista.

El puritanismo, en su forma no separatista, es desear vivir según las propias reglas, pero en su forma cromwelliana es usar el poder del Estado para apoyar los dictados de un grupo sobre el conjunto de la sociedad, por la fuerza en vez de a través de la persuasión.

Esto a pesar del hecho histórico de que la civilización que ha creado más prosperidad y libertad para más gente es la basada en la tolerancia y el pluralismo, y que intentar imponer una religión (teísta o atea) sobre el resto de una nación o del mundo conduce inevitablemente a la miseria, la pobreza y, habitualmente, al conflicto.

Sin embargo, parece que sólo somos capaces de ver los efectos negativos de la coacción del otro bando. Los progresistas ven el peligro de permitir que las religiones fanáticas (que, según algunas definiciones, significa «todas») tengan el control del Gobierno: sólo tienen que señalar los ejemplos de Irán, Arabia Saudita, el movimiento talibán o, en un sentido más amplio y menos concreto, el mundo musulmán, oprimido hasta el punto de que la islámica es la religión impuesta por el Estado.

Los conservadores, por otro lado, ven el peligro de permitir que las religiones fanáticamente ateas tengan el control del Gobierno y señalan la Alemania nazi y todas las naciones comunistas como ejemplos obvios de utopías políticas desquiciadas.

Sin embargo, ningún bando ve relación alguna entre su propio fanatismo y los ejemplos históricos a él aplicables. La gente que insiste en unos Estados Unidos cristianos simplemente no comprende que otros les vean como «talibanes a la espera de una oportunidad»; los que insisten en el exclusivismo progresista se escandalizan cuando se los compara con el totalitarismo comunista. Aunque aislen o despidan o nieguen la cátedra a aquellos que están en desacuerdo con ellos, todos piensan que son los otros los opresores, mientras que
nuestro
bando simplemente «hace bien las cosas».

Raramente se dispone la gente a iniciar una guerra civil. Invariablemente, cuando una guerra civil estalla ambos bandos se consideran agraviados. Ahora mismo, en Estados Unidos, aunque la izquierda tiene el control de todas las instituciones culturales y de prestigio (universidades, cinematografía, editoriales, prensa), además del de los tribunales federales, se considera oprimida y amenazada por la religión y el conservadurismo tradicionales. Y aunque la derecha controla ambas cámaras del Congreso y la presidencia, además de tener amplios cauces de difusión de sus ideas en medios no tradicionales y un dominio cada vez mayor sobre la vida económica y religiosa estadounidense, se considera oprimida y amenazada por el dominio cultural de la izquierda.

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