Absurdo. Demasiado complicado. Simplemente mentían a sus soldados. No podían anunciar sin más: «Vamos a matar a ese maldito loco ultraderechista de la Casa Blanca y luego nos apoderaremos de Estados Unidos.» Cuando anuncias que ése es tu propósito, te encuentras con un tipo muy distinto de reclutas.
—¿Qué has estado volando ahí fuera? —preguntó el rebelde.
—¿Sabes? Para ser un tío que tiene miedo a morir, desde luego pones a prueba nuestra paciencia.
—Si fueras a matarme, ya estaría muerto.
—Eso es —dijo Cole—. Hemos decidido no matarte. Aguantamos tus mierdas. Y sin embargo sigues creyendo que somos unos asesinos torturadores.
—Me habéis roto los brazos.
—Para que no pudieras dispararnos por la espalda, idiota. Usa el cerebro. ¿O también eso se lo ha quedado Aldo Vero?
—Pienso por mí mismo.
Cole había mencionado ya dos veces el nombre de Aldo Vero, y en ningún momento el rebelde había negado saber de él. Pero sí que había negado cualquier relación con el asesinato. Así que Vero era en efecto el jefe de aquel ejército y los soldados lo sabían.
—Los tipos como tú están tan cabreados que pueden mentiros sobre hombres como yo y os lo creéis —dijo Cole—. Ni siquiera concebís la idea de que tal vez uno se hace soldado porque ama su país y está dispuesto a morir por su seguridad. No, tienes que creer que hombres como yo somos asesinos buscando una excusa para matar. Y sin embargo te pones un uniforme y tomas las armas.
—Yo no soy como tú —dijo el rebelde.
—Claro —dijo Cole—. Porque yo me entrené para hacer bien mi trabajo. Y porque yo reconozco que incluso mis enemigos siguen siendo seres humanos. Gilipollas, pero humanos.
Cat volvió a entrar en la cabaña.
—No hay nada más en esta isla. Nadie se ha molestado en dispararme siquiera. Creo que piensan que no podemos atravesar su puerta.
—Tal vez no podamos —dijo Cole.
—No podéis —dijo el rebelde.
Cole empujó la palanqueta. La madera se astilló un poco, pero también se movió. La trampilla se había deslizado un centímetro.
Lo cual significaba que probablemente se deslizaría más, lo suficiente para permitirles entrar.
—La cuestión es: ¿la abrimos lo bastante para arrojar una granada y matar a quien nos esté esperando o esperamos que confíen tanto en su mecanismo que ni siquiera se molesten en defenderlo? —dijo Cole.
—Si arrojamos una granada y no están —contestó Cat—, sabrán que nos hemos abierto paso y vendrán corriendo.
—Por otro lado, si abrimos esto y están ahí, nos lanzarán una granada a nosotros y moriremos.
Cat señaló con un pulgar al rebelde.
—El consuelo es que él también.
—Un daño colateral —dijo Cole, y se volvió hacia el rebelde—. Pero tu equipo no cree que los ejércitos deban causar daños colaterales, ¿verdad?
El rebelde lo miró con mala cara pero no dijo nada.
—Primero la seguridad —dijo Cole—. Yo empujo, tú lanzas.
Cat sacó una granada.
—Naturalmente, seguiré aquí cuando la onda expansiva me alcance —dijo Cole.
—Pues no estés ahí.
—No puedo abrir la trampilla estando encima de ella.
—Podrías intentarlo.
Cole se acercó a uno de los rebeldes muertos y arrastró su cadáver hasta las pequeñas aberturas que marcaban el final de la trampilla. Empujó la palanqueta bajo el cadáver y metió el extremo en la abertura. Luego pasó por encima del muerto y empujó el otro extremo de la palanqueta.
—¿Se mueve?
—¿Estás empujando? —preguntó Cat.
Cole empujó con tanta fuerza que los pies le resbalaron.
Para evitarlo volcó una mesa y la apoyó contra la pared del fondo.
Con los pies apoyados en el tablero de la mesa evitaba resbalar. Y la trampilla empezó a moverse.
—Cuando quieras —dijo Cole.
Empujó más. La trampilla se movía.
Una andanada de fuego de ametralladora procedente de debajo de la trampilla sacudió el cadáver que tenía delante y lo lanzó contra Cole.
Cat arrojó una granada por la abertura.
Estalló. No hubo más disparos.
Entre los dos terminaron de despejar el resto del camino. Fue bastante fácil.
Unas empinadas escaleras conducían a una pequeña habitación de hormigón con una puerta de ascensor a un lado y el extremo de una escalera de caracol al otro. Había trozos de chaleco antibalas dispersos por el suelo, unos cuantos todavía con fragmentos de carne y hueso y algunas piezas debían de haber salido volando y caído por la escalera de caracol.
Volvieron a la cabaña y se pusieron las mochilas. Cat se terminó rápidamente el café.
—No debería tomarme esto —dijo—. Tendré que mear más tarde.
—¿No te has puesto el catéter? —dijo Cole con sorpresa fingida.
—No encontré ninguno de mi talla.
Cole se volvió hacia el rebelde, cuyo aspecto era deplorable.
—Probablemente no saldremos por aquí, así que.... nos veremos en tu juicio por traición.
No hubo ninguna respuesta. El tipo, simplemente, desvió la mirada.
Al llegar al ascensor, Cat pulsó el botón.
—Oh, vamos —dijo Cole.
—No voy a usarlo, tío. Sólo quiero ver si viene cuando lo llamo.
Esperaron, apuntando a la puerta con sus armas. Se abrió. El ascensor estaba vacío.
—Podríamos meter a ese tipo ahí dentro y enviarlo abajo —dijo Cat—. Entonces lo mataría el fuego amigo.
—Ser un capullo ignorante que se traga un montón de mentiras no merece la pena de muerte —dijo Cole.
—¿Ni siquiera en algunas ocasiones? —Cat mantenía abierta la puerta del ascensor.
Cole se acercó a él y susurró:
—Pulsa el botón para que llegue a la planta baja y bajemos por las escaleras.
Cat pulsó el botón y se apartó del ascensor antes de que las puertas se cerraran.
Luego, tan silenciosamente como pudieron, empezaron a bajar por las escaleras.
Quien piense que el miedo a la vergüenza no es más fuerte que el miedo a la muerte sólo tiene que pensar en cuántos senadores, generales y traidores romanos prefirieron caer sobre su espada o abrirse las venas a vivir en la humillación. Y no sólo los humanos se comportan así. Los animales heridos tratan de esconderse hasta que han muerto, para impedir que sus depredadores se los coman vivos.
Estaban a medio camino cuando el rebelde de la cabaña gritó:
—¡Están bajando las escaleras!
«Tendríamos que haberlo matado —pensó Cole—. No. Deberíamos haber cerrado la trampilla desde dentro.»Por fortuna, había muchas posibilidades de que nadie de abajo entendiera lo que gritaba.
Oyeron disparos.
La puerta del ascensor se había abierto. El sonido era apagado, sin embargo. Seguramente una pesada puerta separaba la escalera del rellano.
Pero ahora que sabían que Cole y Cat no habían bajado en ascensor, se centrarían en la escalera. Si arrojaban una granada, Cole y Cat podrían quedarse arriba. Pero si abrían la puerta y disparaban, tendrían que bajar para devolver los disparos.
Cole no recordaba haber visto a ningún rebelde armado con granadas.
Se sentó en la barandilla, apoyó una mano en el poste central y se deslizó hacia abajo. Al acercarse al pie se apartó de la barandilla y del camino de Cat. Aterrizó y se lanzó a una esquina apuntando con el rifle hacia la puerta justo cuando se abría. Disparó una vez, alcanzándola y abriéndola aún más.
Cat llegó al pie de las escaleras con la anilla de la granada ya quitada y la lanzó rodando por el suelo a través de la abertura de la puerta, que luego cerró. La granada estalló.
Un momento después abrieron la puerta, y esta vez no intentaron hablar: a todo el que vieron allí dentro, muerto o vivo, le dispararon rápidamente. Corrieron por un túnel pelado de hormigón que sólo podía ser, en ese lugar, un túnel por debajo del lecho del embalse hacia la montaña donde estaba el arsenal de Vero.
—Espero que la granada no haya resquebrajado el hormigón de este túnel —dijo Cat—. No quiero que entre toda el agua.
—Pues no pinta bien —contestó Cole. Porque en ese momento empezó a entrar agua. Pero no a causa de los daños causados por la granada. Los rebeldes estaban inundando el corredor y el agua entraba por una tubería de medio metro de diámetro situada en el otro extremo.
Podían volver atrás y subir las escaleras hasta la cabaña y esperar refuerzos, o cargar contra el agua y tratar de llegar al final del túnel antes de que se inundara por completo.
Cat no vaciló, así que Cole lo siguió.
Permanecieron pegados a la pared del túnel, donde la fuerza de la corriente no era tan fuerte. Pero se llenaba rápidamente. Primero el agua les llegaba a las rodillas y cuando advirtieron que iban en mala dirección la tenían por las caderas. No había ninguna puerta. Cole apenas pudo distinguir el contorno de una puerta al otro lado, a través de la riada de agua.
—¿Buceamos? —dijo Cat.
—No hay tiempo para volver atrás.
—Tengo el arma mojada.
Cole sostuvo la Minimi mientras Cat se libraba de la mochila y se zambullía en la corriente. Cole le lanzó la mochila por encima del agua, luego el arma. Cat recogió ambas.
Cole le lanzó entonces su propia arma y su mochila. Pero el agua le llegaba por los hombros. Era más difícil zambullirse para bucear. Sintió que la corriente trataba de arrastrarlo, apartándolo de la puerta.
Entonces notó la mano de Cat que lo agarraba por el brazo y tiraba de él.
Sus mochilas flotaban en el agua; sus armas estaban encima de ellas.
—La puerta está cerrada —dijo Cat.
Cole tomó la Minimi de Cat, apoyó la espalda contra su compañero y caminó por la puerta, hacia arriba. Cuando Cat lo sujetaba por encima del nivel del agua, disparó una andanada entre sus piernas, apuntando al grueso cristal de la ventana de la puerta. Hicieron falta dos andanadas para que el cristal se agrietara y se rompiera.
No era una ventana muy grande. Cole destrozó a patadas los cristales que habían quedado en el marco, desenfundó su pistola y pasó primero, porque tenía los pies a suficiente altura. Estaba al pie de una escalera de caracol, igual que la del otro lado, y no había nadie.
Alzó la mirada. Nadie.
Cat estaba pasando las armas. Cole las recogió y las dejó en la escalera, a salvo del agua.
Las mochilas no cabían por la ventana de la puerta. Cat, que ya estaba flotando, siguió sacando paquetes de munición impermeables de las mochilas y pasándolos por la ventana rota. Cole los colocó más arriba de las escaleras, lejos del agua. Luego Cat pasó los pies y Cole tiró de él. Cat era más ancho de hombros que Cole y se quedó atascado.
En ese momento, algo cayó por las escaleras. «Una granada —pensó Cole—. Tienen granadas, después de todo.»Pero continuó concentrado, localizando dónde había caído la granada en el agua sin dejar de tirar de Cat.
Cat pasó. Cole se zambulló a por la granada. Tanteó. La encontró. Nadó contra la corriente que entraba por la ventana, sabiendo que estallaría en cualquier momento y le arrancaría la mano.
La soltó al otro lado y sacó la mano.
Explotó, haciendo temblar la puerta y permitiendo que el agua entrara a chorros por las rendijas. Cat ya había reunido toda la munición para su arma y algo para la de su compañero. Se la entregó a éste y empezó a subir las escaleras mientras Cole recogía su arma y se guardaba la munición en los bolsillos.
Cayó otra granada. Otra. Cole recogió una y, sabiendo que era una locura, la lanzó hacia arriba. Fue el pase de fútbol más peligroso que hubiera hecho en su vida. Si estallaba cuando pasara junto a Cat, mataría a su propio hombre. Pero si Cat llegaba arriba y se encontraba con un puñado de tipos apuntándolo con armas automáticas moriría de todas formas.
Mientras tanto, había una segunda granada en el agua, cerca de él. Cole subió corriendo las escaleras. Ambas granadas estallaron casi a la vez. La de abajo salpicó de agua el hueco de la escalera, como el primer borbotón cuando conectas una licuadora. Pero los escalones de acero protegieron a Cole de la mayor parte de la onda expansiva. Se tambaleó, pero continuó subiendo.
La granada de arriba al parecer no había matado a Cat: sus pisadas continuaban avanzando.
Alguien seguía vivo allá arriba, pero la Minimi de Cat seguía disparando mientras que la otra arma guardaba silencio.
Llegó arriba y encontró a Cat tendido en el suelo usando un cadáver con chaleco blindado como escudo, intercambiando disparos con alguien que estaba más lejos y a quien Cole no podía ver. Se quedó en las escaleras y tomó su rifle, luego avanzó hasta que pudo asomarse a la habitación donde disparaba Cat.
Era una caverna estrecha y de techo alto con abrazaderas de hierro hasta arriba. Las paredes estaban forradas de mecas sentados en el suelo, como si defecaran. Cole siempre había pensado que los mecas estarían colgados como trajes, con las patas al aire. Pero, en tal caso, ¿cómo se hubiera subido alguien a ellos?
Cole avanzó un poquito más y encontró un objetivo: un tipo que corría hacia uno de los mecas. Como estaba en buena posición, su disparo fue limpio y lo abatió. Se deslizó más y abatió a otro.
Los otros dejaron de intentar llegar a los mecas y huyeron de la habitación.
—Idiotas —dijo Cat en voz baja—. Tendrían que haberse metido en los mecas antes de que llegáramos aquí.
—Tal vez algunos ya están dentro —dijo Cole—, y se hacen los muertos.
—¿Tan listos son?
—No quiero internarme entre esas filas.
No era mala idea. Había pasillos a la izquierda y la derecha. Cole eligió el de la derecha por el simple motivo de que ya estaba en ese lado.
Trató de imaginar el diseño arquitectónico de aquel lugar. No sería como un edificio, con habitaciones contiguas, separadas sólo por finos tabiques. Tenían una montaña entera encima. Así que había roca de sobra entre cada habitación y la siguiente, y estarían conectadas entre sí por pasillos. Los pasillos realmente altos serían para que los mecas pasaran. Si se quedaban en los pasillos bajos, de tamaño humano, sería más probable que se enfrentaran a oponentes que no irían blindados como tanques.
La arquitectura de la caverna también implicaba que los pasillos fueran largos y no condujeran a ninguna parte. Aquél era cuesta arriba y giraba. La curva hizo que Cole se sintiera incómodo porque le impedía ver todo lo que tenía delante.