Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (22 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—No quiero oírlo —le soltó ella.

—Habría sido cualquier cosa que tú deseases. Cualquier cosa.

—Para —le dijo ella—. Ya está bien.

Cortés se encogió de hombros.

—No importa —dijo—. Pai está muerto. Y nosotros tomamos caminos diferentes. No fue más que un sueño estúpido que tuve. Pensé que querrías saberlo, eso es todo.

—No quiero nada de ti —le respondió ella con frialdad—. ¡De ahora en adelante puedes guardarte tus locuras!

Ya hacía un rato que le había soltado el brazo y lo había dejado en libertad para irse escaleras arriba. Pero no se fue. Se limitó a quedarse mirándola, con los ojos entornados como un borracho que intenta ensamblar un pensamiento con otro. Fue ella la que se retiró, sacudiendo la cabeza mientras le daba la espalda y cruzaba la acera llena de charcos hasta el coche. Una vez dentro, tras cerrar la puerta de golpe, le dijo al conductor que se pusiera en marcha y el coche se separó a toda velocidad del bordillo.

En las escaleras, Cortés contempló la esquina por donde había girado el coche durante un buen rato después de que aquel desapareciera, como si alguna palabra de paz pudiera aún subirle a los labios y salir de su boca para llamarla. Pero ya no le quedaban dotes de persuasión. Aunque había regresado a este lugar como Reconciliador, sabía que había abierto una herida y que carecía del don para curarla, al menos hasta haber dormido y recuperado sus facultades.

3

Cuarenta y cinco minutos después de dejar a Cortés a la puerta de su casa, Jude abría de par en par las ventanas de la suya para dejar entrar el último sol de la tarde y un poco de aire fresco. El trayecto desde el estudio había transcurrido sin que ella fuese demasiado consciente de él, tan asombrada la había dejado la revelación de Cortés. ¡Casado! La idea era absurda, salvo que no encontraba forma de encontrarla divertida.

Aunque habían pasado muchas semanas desde la última vez que había ocupado la casa (todas salvo las plantas más duras habían muerto de soledad y había olvidado cómo funcionaba la cafetera y los cerrojos de las ventanas), seguía siendo un lugar en el que se sentía cómoda y una vez que se hubo tomado un par de tazas de café, se hubo duchado y puesto ropa limpia, el Dominio del que había salido sólo unas horas antes empezaba a perder terreno. En presencia de tantas cosas y olores conocidos, todo lo extraño que había en Yzordderrex más que prestarle solidez la debilitaba. Sin que nadie se lo pidiera, su mente ya había dibujado una línea entre el lugar que había abandonado y aquel en el que estaba ahora, una línea tan sólida como la división entre una cosa soñada y una cosa vivida. No era extraño, pensó, que Oscar hubiera hecho un ritual de las visitas a su sala de los tesoros para comulgar con su colección. Era una forma de aferrarse a una percepción siempre asediada por lo vulgar.

Con varios chutes de café recorriéndole el torrente sanguíneo, el agotamiento que había sentido en el viaje de vuelta a la ciudad había desaparecido, así que decidió utilizar el resto de la tarde para visitar la casa de Oscar. Lo había llamado varias veces desde que había vuelto pero sabía que el hecho de que nadie contestara no era prueba de su ausencia ni de su desaparición. Pocas veces cogía el teléfono en la casa (esa responsabilidad había recaído sobre Dowd) y más de una vez había declarado la repugnancia que le inspiraban las máquinas. En el paraíso, había dicho una vez, las almas benditas utilizan telegramas y los santos tienen palomas parlantes; los teléfonos están mucho más abajo.

Dejó la casa a las siete o así, cogió un taxi y fue a Regent's Park Road. Encontró la casa bien cerrada, ni siquiera una ventana permanecía abierta, lo que en una tarde tan benigna significaba que no había nadie. Sólo para estar segura, se dirigió a la parte de atrás de la casa y se asomó al interior. Al verla, los tres loros que Oscar tenía en la habitación de atrás, abandonaron sus perchas alarmados. Y tampoco volvieron a posarse, sino que siguieron graznando aterrados cuando ella apoyó la frente en las manos y se asomó a la habitación para ver si tenían llenos los cuencos de semillas y de agua. Aunque las perchas estaban demasiado lejos de la ventana para que pudiera verlo, su nivel de nerviosismo fue suficiente para hacerle temer lo peor. Oscar, sospechó, no les había acariciado las plumas en mucho tiempo. ¿Entonces, dónde estaba? ¿En la finca, yaciendo muerto entre la larga hierba? Si era así, sería un disparate volver allí ahora para buscarlo, caería la oscuridad en una hora, como mucho. Además, cuando pensaba en la última vez que lo había visto, estaba razonablemente segura de que lo había visto ponerse en pie, enmarcado por la puerta. Era un hombre robusto, a pesar de sus excesos. No podía creer que estuviera muerto. Escondido más bien; se ocultaba de la Tabula Rasa. Con esa idea en mente, volvió a la puerta principal y garabateó una nota anónima para decirle que estaba viva y bien, luego la deslizó por el buzón. Él sabría quién la había compuesto. ¿Qué otra persona escribiría que el Expreso la había traído a casa sana y salva?

Un poco después de las diez y media se estaba preparando para irse a la cama cuando oyó que alguien la llamaba desde la calle. Fue al balcón y se asomó, vio a Clem de pie en la acera, gritando como un poseso. Habían pasado muchos meses desde la última vez que habían hablado y el placer que sintió al verlo estaba teñido por la culpabilidad del descuido. Pero por el alivio que percibió en su voz cuando la vio y el fervor de su abrazo, Jude supo que no había venido a arrancarle unas disculpas. Necesitaba contarle algo extraordinario, dijo, pero antes de hacerlo (y ella iba a pensar que estaba loco, le advirtió), necesitaba una copa. ¿Podía darle un coñac?

Podía y lo hizo.

El hombre casi lo engulló y luego dijo:

—¿Dónde está Cortés?

La pregunta y el tono exigente de su amigo la cogieron desprevenida y no supo qué responder. Cortés quería ser invisible y por muy furiosa que estuviese con él, se sentía obligada a respetar ese deseo. Pero Clem necesitaba saberlo desesperadamente.

—Ha estado fuera, ¿verdad? Klein me dijo que intentó llamarlo pero que el teléfono estaba desconectado. Luego le escribió a Cortés una carta que nunca le contestó…

—Sí —dijo Jude—. Creo que ha estado fuera.

—Pero acaba de volver.

—¿Ah sí? —respondió ella cada vez más perpleja—. Quizá tú sepas más que yo.

—Yo no —dijo él al tiempo que se servía otro coñac—. Taylor.

—¿Taylor? ¿De qué estás hablando?

Clem tragó el licor.

—Vas a decir que estoy loco, pero escúchame, ¿quieres?

—Estoy escuchando.

—No me he puesto sensiblero al perderlo. No me he quedado en casa sentado leyendo sus cartas de amor ni escuchando las canciones con las que bailábamos.

He intentado salir y ser útil, para variar. Pero he dejado su habitación como estaba. No tenía valor para revisar su ropa, ni siquiera para mudar la cama. No hacía más que retrasarlo. Y cuánto más tiempo tardaba, más imposible me parecía. Y entonces, esta noche, volvía casa justo después de las ocho y oí hablar a alguien.

Todas las partículas del cuerpo de Clem salvo sus labios estaban inmóviles mientras él hablaba, transfiguradas por el recuerdo.

—Pensé que había dejado la radio puesta pero no, no, me di cuenta que el ruido procedía de arriba, de su habitación. Era él, Judy, hablando tan claro como el sol, llamándome como solía hacerlo. Yo tenía tanto miedo que a punto estuve de huir. Qué estupidez, ¿verdad? Ahí me tenías a mí, rezando y rezando para recibir alguna señal de que estaba en las manos de Dios y en cuanto aparece casi me cago encima. Te lo juro, estuve media hora en las escaleras con la esperanza de que dejase de llamarme. Y a veces lo dejaba un rato y yo medio me convencía que lo había imaginado. Luego empezaba otra vez. Nada melodramático. Sólo intentaba convencerme de que no tuviera miedo y subiera a saludarlo. Así que, al final, eso fue lo que hice.

Se le empezaron a llenar los ojos de lágrimas, pero no había pesar en su voz.

—Le gustaba esa habitación por las tardes. El sol la llena. Y así estaba esta noche: llena de sol. Y allí estaba él, en la luz. No podía verlo pero sabía que estaba a mi lado porque me lo dijo. Me dijo que tenía buen aspecto. Luego dijo: «Es un día alegre, Clem. Cortés ha vuelto y tiene las respuestas».

—¿Qué respuestas? —dijo Jude.

—Eso fue lo que yo le pregunté. Dije: «¿qué respuestas, Tay?». Pero ya sabes cómo es Tay cuando está contento. Se pone loco de alegría, como un niño. —Clem hablaba con una sonrisa, la mirada clavada en imágenes recordadas de días mejores—. Estaba tan feliz porque Cortés había vuelto que no pude sacarle mucho más.

Clem levantó la cabeza y miró a Jude.

—La luz ya se iba —dijo—. Y creo que quería irse con ella. Dijo que era nuestra obligación ayudar a Cortés. Por eso se mostraba ante mí de esa manera. No era fácil, dijo. Claro que tampoco lo era ser ángel guardián. Y yo dije, ¿por qué sólo uno? ¿Un ángel cuando nosotros somos dos? Y él dijo, porque nosotros somos uno, Clem, tú y yo. Siempre lo fuimos y siempre lo seremos. Esas fueron sus palabras exactas, te lo juro. Luego se fue. ¿Y sabes lo que yo no dejaba de pensar?

—¿Qué?

—Que ojalá no hubiera esperado en las escaleras y no hubiera desperdiciado todo ese tiempo que podría haber pasado con él. —Clem posó la copa, se sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó—. Eso es todo —dijo.

—Creo que es mucho.

—Sé lo que estás pensando —dijo él con una pequeña carcajada—. Estás pensando, pobre Clem. No podía llorarlo así que está sufriendo alucinaciones.

—No —dijo ella en voz muy baja—. Estoy pensando que Cortés no sabe lo afortunado que es al tener unos ángeles como vosotros dos.

—No me sigas la corriente.

—No lo hago —dijo ella—. Creo que ocurrió todo lo que me acabas de contar.

—¿Lo crees?

—Sí.

Y de nuevo otra carcajada.

—¿Por qué?

—Porque Cortés ha vuelto a casa esta noche y yo era la única que lo sabía.

Su amigo se fue diez minutos después, contento al parecer de saber que, aun si estaba loco, había otra lunática en su círculo a la que podía recurrir cuando quisiera compartir sus insensateces. Jude le contó todo aquello de lo que se sintió capaz en este punto, que era muy poco, pero le prometió que se pondría en contacto con Cortés en nombre de Clem y le hablaría de la visita de Taylor. Clem no estaba tan agradecido como para no ver la discreción de la que hacía gala su amiga.

—Sabes mucho más de lo que me estás contando, ¿verdad? —le dijo.

—Sí —le contestó ella—. Pero quizá dentro de poco tiempo pueda contarte más.

—¿Está Cortés en peligro? —preguntó Clem—. ¿Puedes decirme eso al menos?

—Todos lo estamos —dijo ella—. Tú. Yo. Cortés. Taylor.

—Taylor está muerto —dijo Clem—. Está en la luz. Nada puede hacerle daño.

—Espero que tengas razón —le dijo ella con tono grave—. Pero, por favor, Clem, si te encuentra otra vez…

—Lo hará.

—… entonces, cuando lo haga, dile que nadie está a salvo. Sólo porque Cortés haya vuelto al… a casa, eso no significa que los problemas han terminado. De hecho, sólo están empezando.

—Tay dice que algo sublime va a ocurrir. Esa palabra es suya: sublime.

—Y quizá así sea. Pero queda mucho espacio para el error. Y si algo va mal… —Se detuvo con la cabeza llena de los recuerdo del In Ovo y de las ruinas de Yzordderrex.

—Bueno, cuando te parezca que puedes contármelo —dijo Clem—, estaremos listos para escucharte. Los dos. —Miró el reloj—. Debería irme ya. Llego tarde.

—¿Una fiesta?

—No, estoy trabajando con un refugio para los sin hogar. Salimos la mayor parte de las noches para intentar sacar a los chavales de las calles. La ciudad está llena de ellos. —Su amiga lo acompañó a la puerta pero antes de salir, él le dijo—: ¿Recuerdas la fiesta pagana que hicimos en Navidad?

Ella esbozó una amplia sonrisa.

—Por supuesto. Fue toda una juerga.

—Tay se emborrachó como una cuba después de irse todos. Sabía que no iba a volver a ver a la mayoría. Luego, por supuesto, se puso malísimo en plena noche así que nos quedamos levantados hablando de… bueno, no sé, de todo lo que hay bajo el sol. Y me dijo cuánto había amado siempre a Cortés. Que Cortés era el hombre misterioso de su vida. Había estado soñando con él, dijo, y hablaba en lenguas diferentes.

—A mí me dijo lo mismo —dijo Jude.

—Luego, de repente, dijo que al año siguiente yo debería volver a poner el nacimiento e ir a la Misa del Gallo igual que hacíamos antes, yo le dije que habíamos decidido que nada de eso tenía mucho sentido y, ¿sabes lo que me dijo? Dijo que la luz era luz, la llames como la llames y era mejor pensar que venía con un rostro conocido. —Clem sonrió—. Pensé que estaba hablando de Cristo. Pero ahora… ahora no estoy tan seguro.

Jude lo abrazó con fuerza y le apretó los labios contra la mejilla ruborizada. Aunque sospechaba que había algo de verdad en lo que él había dicho, no tuvo el valor de expresar en voz alta esa posibilidad. No sabía que el mismo rostro que Tay había imaginado como el del regreso del sol era también el rostro de la oscuridad que podría muy pronto eclipsarlos a todos.

Capítulo 8
1

A
unque la cama en la que Cortés se había derrumbado la noche anterior olía a rancio y la almohada estaba húmeda bajo su cabeza, no podría haber dormido mejor si lo hubiera mecido en sus brazos la propia Madre Tierra. Cuando despertó, quince horas después, fue para encontrarse con una magnífica mañana de junio y las horas sin sueños que había dejado atrás les habían proporcionado nuevas fuerzas a sus músculos. No había gas, electricidad ni agua caliente así que se vio obligado a ducharse y afeitarse con agua fría, una experiencia vigorizante y sangrienta respectivamente. Hecho eso, se tomó un poco de tiempo para evaluar el estado de su estudio. No había permanecido indemne por completo durante su ausencia. En algún momento había entrado una antigua novia o bien un ladrón muy especial (había dejado abiertas dos de las ventanas, así que acceder al piso no había presentado demasiadas dificultades) y el intruso había robado tanto ropa como algunas chucherías más personales. Pero había pasado tanto tiempo desde que había vivido allí que fue incapaz de recordar con precisión qué faltaba: algunas cartas y postales de la repisa de la chimenea, unas cuantas fotografías (aunque no le gustaba que le grabaran de esa forma, por lo que ahora eran razones obvias), unas cuantas joyas (una cadena de oro, dos anillos, un crucifijo). El robo no le molestó demasiado. Jamás había sido ni sentimental ni acaparador. Los objetos eran como las revistas de moda: atractivas un día, descartadas de inmediato.

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