Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (20 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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—¿De qué está hablando? —preguntó Cortés.

El sonido de su voz provocó el grito de la mujer, que se lanzó en brazos de Jude.

—¿Qué has hecho? —chilló—. ¿Por qué lo has traído aquí?

—Ha venido a ayudarnos —respondió Jude.

Quaisoir escupió en dirección a Cortés.

—¡Déjame en paz! —aulló—. ¿Es que no has hecho suficiente? ¡Ahora quieres quitarme a mi hermana! ¡Hijo de puta! ¡No pienso permitírtelo! ¡Moriremos antes de que la toques! —Extendió los brazos hacia Jude, sollozando aterrorizada—. ¡Hermana! ¡Hermana!

—No te asustes —dijo Jude—. Es un amigo. —Miró a Cortés—. Tranquilízala —le rogó—. Dile quién eres para que podamos salir de aquí.

—Me temo que ya lo sabe —respondió Cortés.

Jude estaba pronunciando sin ruido la palabra «¿qué?» cuando el pánico de Quaisoir volvió a hervir.

—¡Sartori! —chilló y su denuncia despertó ecos por toda la habitación—. ¡Es Sartori, hermana! ¡Sartori!

Cortés levantó las manos a modo de rendición y empezó a apartarse de la mujer.

—No voy a tocarte —dijo—. Díselo, Jude. ¡No quiero hacerle daño!

Pero Quaisoir ya estaba inmersa en otro ataque.

—¡Quédate conmigo, hermana! —decía agarrándose a Jude—. ¡No puede matarnos a las dos!

—No puedes quedarte aquí dentro —dijo Jude.

—¡No voy a salir de aquí! —dijo Quaisoir—. ¡Tiene soldados ahí fuera! ¡Rosengarten! ¡A ese tiene! ¡Y sus torturadores!

—Es más seguro estar allí fuera que aquí dentro —dijo Jude mientras levantaba los ojos hacia el techo. Habían aparecido varios carbúnculos que rezumaban rocalla—. ¡Tenemos que irnos ya!

Pero aún así se negó, llevó la mano al rostro de Jude y le acarició la mejilla con la palma pegajosa: caricias cortas y nerviosas.

—Nos quedaremos aquí juntas —dijo—. Boca contra boca. Mente contra mente.

—No podemos —le dijo Jude hablando con tanta calma como le permitían las circunstancias—. No quiero que me entierren viva y tú tampoco.

—Si morimos, morimos —dijo Quaisoir—. No quiero que me vuelva a tocar, ¿me oyes?

—Lo sé y lo entiendo.

—¡Nunca jamás! ¡Nunca jamás!

—No te tocará —dijo Jude al tiempo que ponía su mano sobre la de Quaisoir, que todavía seguía acariciándole el rostro. Entrelazó con sus dedos los de su hermana y se los apretó—. Se ha ido —dijo—. No volverá a acercarse a ninguna de nosotras nunca más.

Era cierto que Cortés se había retirado hasta el pasadizo pero aun cuando Jude le hizo un gesto para que se alejara, el hombre se negó a llegar más allá. Ya le habían interrumpido demasiados reencuentros para arriesgarse a perderla de vista.

—¿Estás segura de que se ha ido?

—Estoy segura.

—Todavía podría estar esperándonos fuera.

—No, hermana. Temía por su vida. Ha huido.

Quaisoir esbozó una amplia sonrisa al oír eso.

—¿Tenía miedo? —dijo.

—Estaba aterrado.

—¿No te lo dije? Son todos iguales. Hablan como héroes pero sólo tienen orines en las venas. —Se echó a reír a carcajadas, tan despreocupada ahora como aterrorizada momentos antes—. Volveremos a mi dormitorio —dijo cuando amainó el ataque— y dormiremos un rato.

—Haremos lo que quieras —dijo Jude—. Pero hagámoslo pronto.

Todavía riendo para sí, Quaisoir permitió que Jude la levantara y la escoltara hacia la puerta. Habían cubierto quizá la mitad de la distancia, y Cortés se había echado hacia un lado para dejarlas pasar, cuando uno de los carbúnculos del techo estalló y arrojó una lluvia de escombros procedentes de la torre. Cortés vio que a Jude la golpeaba y derribaba un trozo de piedra, luego la cámara se llenó de un polvo casi viscoso que ocultó a ambas hermanas en un instante. Con un único punto de referencia, la lámpara, cuya llama era apenas visible entre la suciedad, Cortés se metió en la niebla para ir a buscarla al tiempo que un trueno procedente del piso de arriba anunciaba una nueva escalada en el derrumbamiento de la torre. No había tiempo para lances protectores ni para guardar silencio. Si no la encontraba en los próximos segundos, aquello los enterraría a todos. Empezó a chillar su nombre a través del creciente rugido y, al oír que le contestaba, siguió su voz hasta el lugar donde yacía, medio enterrada bajo un cúmulo de escombros.

—Hay tiempo —le dijo mientras empezaba a excavar—. Hay tiempo. Podemos salir de aquí.

Cuando por fin pudo soltar los brazos, Jude comenzó a acelerar su propia excavación para luego alzarse de los escombros y rodear con los brazos el cuello de Cortés. Este empezó a ponerse en pie para liberarla de las rocas que quedaban pero al hacerlo dio comienzo otra algarada, más fuerte que todo lo que la había precedido. No era el estrépito de la destrucción sino un chillido de pura furia. El polvo que pendía sobre sus cabezas se separó y apareció Quaisoir, flotando a unos centímetros del techo agrietado. Jude ya había visto antes esta transformación (las cintas de carne que se desplegaban de la espalda de su hermana y la levantaban) pero Cortés no. Se quedó con la boca abierta ante la aparición, distraído por un momento, sin pensar en la huida.

—¡Es mía! —chilló Quaisoir lanzándose en picado hacia ellos con la misma invidente pero infalible precisión que había poseído en momentos más íntimos, los brazos estirados, los dedos listos para arrancarle la cabeza al secuestrador.

Pero Jude fue más rápida. Se colocó delante de Cortés y llamó a Quaisoir. El picado de la mujer vaciló un momento, con las manos hambrientas a pocos centímetros del rostro alzado de su hermana.

—¡No te pertenezco! —le gritó a Quaisoir—. ¡No le pertenezco a nadie! ¿Me oyes!

Quaisoir arrojó hacia atrás la cabeza y dejó escapar un aullido de rabia al oír aquello. Y eso fue su perdición. El techo se estremeció, abandonó todas sus obligaciones ante tamaño estrépito y se derrumbó bajo el peso de los escombros apilados encima. Había, pensó Jude, tiempo para que Quaisoir escapara de las consecuencias de su grito. Había visto a aquella mujer moverse como un rayo en la Colina del Pálido, cuando había tenido la voluntad de hacerlo. Pero esa voluntad había desaparecido. Se enfrentó a la polvareda homicida y dejó que los escombros cayeran sobre ella, invitándolos con su chillido indómito, que no se convirtió en un grito de alarma ni en un ruego, sino que siguió siendo un aullido sólido de furia hasta que las rocas se rompieron y la enterraron. No fue rápido. Siguió pidiendo su destrucción mientras Cortés cogía a Jude de la mano y la alejaba de aquel punto. Había perdido todo sentido de la orientación en medio del caos y si no hubiera sido por los chillidos de Concupiscencia, que se oían en el pasadizo, un poco más allá, la pareja jamás habría llegado a la puerta.

Pero allí llegaron y salieron con la mitad de los sentidos embotados por el polvo. A estas alturas el grito de muerte de Quaisoir ya había cesado pero el rugido que dejaban atrás era más alto que nunca y los alejó de la puerta mientras el cáncer se extendía por el techo del pasillo. Pero consiguieron correr más que él; Concupiscencia había renunciado a su lamento cuando supo que su señora estaba perdida y los había adelantado y huido rumbo a algún santuario donde pudiera elevar una canción de dolor.

Jude y Cortés corrieron hasta dejar atrás cualquier piedra, techo, arco o bóveda que pudiera derrumbarse sobre ellos y salieron a un patio lleno de abejas que se estaban agasajando con unos arbustos que habían elegido ese día, de entre todos los días, para florecer. Sólo entonces volvieron a abrazarse, cada uno sollozando y lamentando sus penas y agradecimientos privados, mientras el suelo temblaba bajo ellos por el estrépito de la demolición a la que habían escapado.

3

De hecho, el suelo no dejó de reverberar hasta que abandonaron por completo los muros del palacio y se encontraron vagando por las ruinas de Yzordderrex. Por sugerencia de Jude, se dirigieron a toda velocidad a la casa de Pecador, donde, según le explicó a Cortés, había una ruta muy usada entre este Dominio y el Quinto. El hombre no presentó resistencia. Si bien no había agotado en absoluto los escondites de Sartori (¿podría llegar a agotarlos cuando el palacio era tan inmenso?), lo que sí se había agotado era sus miembros, su ingenio y su voluntad. Si su otro yo seguía aquí, en Yzordderrex, suponía una amenaza muy pequeña. Era el Quinto el que había que defender contra él; el Quinto, que había olvidado la magia y podía convertirse en su víctima con tanta facilidad.

Aunque las calles de muchos de los kesparates eran poco más que valles ensangrentados entre montañas de escombros, había puntos de referencias suficientes para que Jude encontrara el camino de vuelta al distrito donde se había levantado la casa de Pecador. No había certeza alguna, claro está, de que siguiera en pie después de un día y una noche de cataclismo pero si tenían que excavar para llegar al sótano, que así fuera.

Guardaron silencio durante más o menos el primer kilómetro de la marcha, pero luego empezaron a hablar y empezó (como era inevitable) Cortés con una explicación de por qué Quaisoir, al oír su voz, lo había confundido con su marido. A modo de prólogo de su relato advirtió que no lo enfangaría con disculpas ni justificaciones sino que lo contaría con sencillez, como una fábula macabra. Y luego pasó a hacer eso precisamente. Pero la narración, a pesar de toda su claridad, contenía una distorsión significativa. Cuando describió su encuentro con el Autarca, dibujó en la mente de Jude el retrato de un hombre que guardaba con él sólo un parecido rudimentario, un hombre tan empapado de mal que su carne había quedado corrompida por sus crímenes. Su compañera no cuestionó esta descripción sino que se imaginó un individuo cuya falta de humanidad se filtraba por cada poro, un monstruo cuya sola presencia habría provocado náuseas.

Una vez que desentrañó la historia de su doble, la mujer empezó a suministrarle detalles del suyo. Algunos estaban sacados de sueños, otros de las pistas que le había dado Quaisoir y aun otros que le había proporcionado Oscar Godolphin. La entrada de este en el relato trajo consigo un nuevo ciclo de revelaciones. Empezó a contarle a Cortés su romance con Oscar, que a su vez llevó al tema de Dowd, a su vida y a su muerte y de ahí a Clara Leash y la Tabula Rasa.

—Te van a poner las cosas muy difíciles cuando vuelvas a Londres —le dijo tras haberle relatado lo poco que ella sabía sobre las purgas que se habían llevado a cabo en nombre de los edictos de Roxborough—. No tendrán el menor escrúpulo en asesinarte, en cuanto sepan quién eres.

—Que lo intenten —dijo Cortés con tono neutro—. Sea lo que sea lo que quieran hacerme, estoy listo. Tengo trabajo que hacer y ellos no van a detenerme.

—¿Por dónde empezarás?

—Por Clerkenwell. Tenía una casa en la calle Gamut. Pai dice que aún sigue en pie. Mi vida está allí, lista para que la recuerde. Los dos necesitamos recuperar el pasado, Jude.

—¿Y de dónde saco yo el mío? —se preguntó ella en voz alta.

—De mí y de Godolphin.

—Gracias por el ofrecimiento pero me gustaría tener una fuente un poco menos parcial. He perdido a Clara, y ahora a Quaisoir. Tendré que empezar a buscar. —Pensó en Celestine mientras hablaba, echada en la oscuridad, bajo la torre de la Tabula Rasa.

—¿Tienes a alguien en mente? —preguntó Cortés.

—Quizá —dijo ella, tan reacia como siempre a compartir ese secreto.

Su compañero percibió el tufillo a evasiva.

—Voy a necesitar ayuda, Jude —dijo él—. Espero, haya habido lo que haya habido entre nosotros en el pasado (bueno y malo), que podamos encontrar un modo de trabajar juntos, un modo que nos beneficie a ambos.

Un grato sentimiento pero no algo a lo que ella estaba dispuesta a abrirle su corazón, así que se limitó a decir.

—Esperemos que sí —y dejó las cosas así.

Cortés no la presionó más, prefirió llevar la conversación a temas más ligeros.

—¿Cuál fue el sueño que tuviste? —le preguntó. Su amiga pareció confundida por un momento—. Dijiste que habías soñado conmigo, ¿recuerdas?

—Ah, sí —respondió—. No era nada, en realidad. Historia pasada.

Cuando llegaron a la casa de Pecador, esta seguía intacta, aunque varias otras de las calle habían quedado reducidas a escombros ennegrecidos por culpa de algún proyectil o de los pirómanos. La puerta se encontraba abierta y habían desvalijado por completo el interior, hasta los tulipanes del jarrón que había en la mesa del comedor. No había señales de derramamiento de sangre, sin embargo, salvo las manchas llenas de costras que había dejado Dowd al llegar así que Jude supuso que Hoi-Polloi y su padre habían escapado ilesos. El desesperado saqueo no parecía haberse extendido hasta el sótano. Aquí, aunque se habían vaciado las estanterías de iconos, talismanes e ídolos, el traslado se había hecho con calma y de una forma sistemática. No quedaba ni un sólo rosario, ni ninguna señal de que los ladrones hubieran roto un sólo amuleto. El único vestigio que quedaba de la vida del sótano como cueva del tesoro estaba colocado en el suelo: el círculo de piedras que se hacía eco del existente en el Retiro.

—Aquí es a donde llegamos —dijo Jude.

Cortés se quedó mirando el diseño que había en el suelo.

—¿Qué es? —dijo—. ¿Qué significa?

—No lo sé. ¿Importa mucho? Siempre que nos lleve de vuelta al Quinto…

—Tenemos que tener cuidado de ahora en adelante —respondió Cortés—. Todo está conectado. Todo es un sólo sistema. Hasta que entendamos nuestro lugar en la jerarquía, somos vulnerables.

Un sólo sistema; ella había especulado con esa posibilidad en la sala que había bajo la torre: Imajica como un único patrón de transformación infinitamente elaborado. Pero del mismo modo que había momentos para esas reflexiones, también había momentos para la acción y ahora no tenía paciencia para las inquietudes de Cortés.

—Si conoces otro modo de salir de aquí —dijo—, cojámoslo. Pero este es el único camino que conozco. Godolphin lo usó durante años y nunca le hizo daño, hasta que Dowd lo jodió todo.

Cortés se había agachado y posaba los dedos en las piedras que ceñían el mosaico.

—Los círculos son tan poderosos —dijo.

—¿Vamos a utilizarlo o no?

Su compañero se encogió de hombros.

—No tengo ninguna forma mejor —dijo, todavía reacio—. ¿Sólo hay que meterse dentro?

—Eso es todo.

Se levantó. Ella le puso una mano en el hombro y él estiró la suya para cogérsela.

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