Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (24 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Y en ese punto, el pájaro se elevó agitando las alas del puño de Abelove y mientras lo hacía vació los intestinos sobre la peluca y el rostro del hombre, lo que provocó una risotada de Tyrwhitt.

—Ahora no te lo limpies —le dijo a Abelove mientras la urraca se alejaba revoloteando—. Da buena suerte.

Las carcajadas de Tyrwhitt sacaron a Joshua Godolphin del comedor, imperioso como siempre.

—¿Qué es todo este escándalo?

Abelove ya estaba trapaleando tras el pájaro y sus llamadas no hacían más que alarmarlo más. El animal revoloteaba aterrado por el vestíbulo sin dejar de graznar.

—¡Abrid la maldita puerta! —dijo Godolphin—. ¡Dejad salir al muy puñetero!

—¿Y estropear la diversión? —dijo Tyrwhitt.

—Si todos quisierais calmaros y no gritar —dijo Abelove—, se posaría.

—¿Para qué lo has metido aquí? —quiso saber Joshua.

—Estaba posado en las escaleras de fuera —dijo Abelove—. Creí que estaba herido.

—A mí me parece que está muy bien —dijo Godolphin, luego volvió el rostro, enrojecido por el brandy, hacia Cortés—. Maestro —dijo inclinando un poco la cabeza—. Me temo que hemos empezado a cenar sin ti. Entra y deja que jueguen estos cerebros de chorlito.

Cortés se dirigía al comedor cuando se oyó un golpe seco tras él y se volvió para ver cómo caía el pájaro al suelo debajo de una de las ventanas, contra cuyo cristal había chocado. Abelove dejó escapar un pequeño gemido y cesó la risa de Tyrwhitt.

—¡Ahí lo tienes! —dijo—. ¡Has matado al bicho!

—¡Yo no! —dijo Abelove.

—¿Quieres resucitarlo? —le murmuró Joshua a Cortés en tono conspirador.

—¿Con el cuello y las alas rotas? —se lamentó Cortés—. No sería un gran favor.

—Pero sí divertido —respondió Godolphin con un brillo travieso en los ojos hinchados.

—Creo que no —dijo Cortés y vio que su aversión borraba el humor del rostro de Joshua. Me
tiene un poco de miedo,
pensó Cortés,
el poder que hay en mi interior lo pone nervioso.

Joshua entró el primero en el comedor y Cortés estaba a punto de cruzar la puerta tras él cuando apareció un joven (unos dieciocho años como mucho, con el rostro largo y sencillo y los rizos de un niño del coro) a su lado.

—¿Maestro? —dijo.

Al contrario que Joshua y los demás, estos rasgos le parecían más conocidos a Cortés. Quizá había una cierta modernidad en la mirada de párpados lánguidos y en la boca pequeña, casi afeminada. Lo cierto es que no parecía demasiado inteligente pero sus palabras, al pronunciarlas, estaban bien moduladas a pesar del nerviosismo del muchacho. Apenas se atrevía a mirar a Sartori pero con aquellos párpados bajos rogaba la indulgencia del maestro.

—Me preguntaba, señor, si quizá habíais considerado el asunto del que hablamos.

Cortés estaba a punto de preguntar, ¿qué asunto?, cuando respondió su lengua. Su intelecto se apoderaba del recuerdo a medida que se derramaban las palabras.

—Sé lo ilusionado que estás, Lucius.

Lucius Cobbitt era el nombre del muchacho. Con diecisiete años ya se sabía las grandes obras de memoria, o al menos sus tesis. Ambicioso y apto para la política, había tomado a Tyrwhitt como mecenas (a cambio de qué servicios, sólo su cama lo sabía pero con toda seguridad algún delito que se castigaba con la horca) y se había asegurado un lugar en la casa como sirviente. Pero él quería mucho más que eso y apenas había pasado una velada sin que con toda cortesía acosara al maestro con miradas tímidas y ruegos.

—Lo que siento es algo más que ilusión, señor —dijo—. He estudiado todos los rituales. He dibujado un mapa del In Ovo a partir de lo que he leído en las
Visiones
de Flute. No son más que comienzos, lo sé, pero también he copiado todos los glifos conocidos y los conozco de memoria.

También tenía una cierta habilidad como artista, otra cosa que compartían, además de la ambición y una moral dudosa.

—Puedo ayudaros, maestro —decía—. Vais a necesitar a alguien a vuestro lado esa noche.

—Elogio tu disciplina, Lucius, pero la Reconciliación es un asunto peligroso. No puedo aceptar la responsabilidad…

—Yo sí la acepto, señor.

—Además, ya tengo a mi ayudante.

El rostro del joven se desmoronó.

—¿Lo tenéis? —dijo.

—Desde luego. Pai'oh'pah.

—¿Le confiaríais vuestra vida a un secuaz?

—¿Por qué no debería hacerlo?

—Bueno, porque… porque ni siquiera es humano.

—Por eso confío en él, Lucius —dijo Cortés—. Siento decepcionarte…

—¿Podría al menos mirar, señor? Guardaré las distancias, lo juro. Todos los demás van a estar allí.

Cosa que era cierta. A medida que se aproximaba la noche de la Reconciliación, el público iba aumentando. Sus mecenas, que en un principio se habían tomado muy en serio los juramentos que habían hecho de guardar el secreto, presentían ahora el triunfo y comenzaban a ser indiscretos. En tonos muy bajos y con frecuencia avergonzados, admitían haber invitado a algún amigo o pariente a que presenciara los ritos y ¿quién era él, el intérprete, para quitarles su momento de gloria reflejada a los que le pagaban? Si bien nunca se lo ponía fácil cuando le hacían estas confesiones, tampoco le importaba demasiado. La admiración recargaba la sangre. Y cuando se hubiera logrado la Reconciliación, cuantas más lenguas hubiera que dijeran que lo habían visto y santificaran a su artífice, mejor.

—Os lo ruego, señor —decía Lucius—. Estaré en deuda con vos para siempre.

Cortés asintió y alborotó el cabello pelirrojo del joven.

—Puedes mirar —dijo.

Las lágrimas acudieron a los ojos del muchacho, que le cogió a Cortés una de las manos y se la llevó a los labios.

—Soy el hombre más afortunado de Inglaterra —dijo—. Gracias, señor, gracias.

Tras acallar las profusiones del muchacho, Cortés lo dejó en la puerta y la cruzó rumbo al comedor. Y al hacerlo se preguntó si todos estos acontecimientos y conversaciones se habían encadenado en realidad de aquella manera o si su memoria estaba recogiendo fragmentos de diferentes noches y días y los estaba entrelazando para que pareciera que carecían de costuras. Si esto último era el caso (y suponía que así era) entonces era muy probable que hubiera pistas en estas escenas de misterios todavía no resueltos y pensó que debería intentar recordar cada detalle. Pero era difícil. Él era al mismo tiempo Cortés y Sartori, a un tiempo actor y testigo. Era difícil vivir los momentos cuando al mismo tiempo los estaba observando y más difícil aún buscar la juntura de su importancia cuando su superficie fulguraba de una forma tan atrayente y cuando él era la joya más brillante que allí relucía. ¡Cómo lo habían idolatrado! Había sido como una divinidad entre ellos, cada uno de sus eructos y pedos escuchado como si fuera un sermón, sus declaraciones cosmológicas (a las que tan aficionado era) recibidas con veneración y gratitud, incluso por los más poderosos.

Tres de aquellos poderosos lo aguardaban en el comedor, reunidos en un extremo de la mesa, puesta para cuatro pero cargada con comida suficiente para saciar a la calle entera durante una semana. Joshua era uno de los componentes del trío, por supuesto. Roxborough y su contraste de muchos años, Oliver McGann, eran los otros, este último ya borracho; el primero, como siempre, guardando silencio con los ascéticos rasgos, dominados por el largo gancho de su nariz, siempre medio enmascarados por las manos. Despreciaba a su boca, pensó Cortés, porque traicionaba su naturaleza, que a pesar de su incalculable fortuna y sus pretensiones metafísicas, era malhumorada, miserable y hosca.

—La religión es para los fieles —opinaba en voz muy alta McGann—. Recitan sus plegarias, nadie responde a sus plegarias y su fe aumenta. Mientras que la magia… —Se detuvo y posó su mirada ebria en el maestro que aguardaba en la puerta—. ¡Ah! ¡El hombre! ¡El hombre en persona! ¡Díselo, Sartori! Dile lo que es la magia.

Roxborough formó una pirámide con los dedos y apoyó el vértice en el caballete de la nariz.

—Sí, maestro —dijo—. Sea tan amable de decírnoslo.

—Será un placer —respondió Cortés mientras cogía la copa de vino que McGann le había servido y se mojaba la garganta antes de proporcionarles las profundas declaraciones de esta noche—. La magia es la primera y la última de las religiones del mundo —dijo—. Tiene el poder de completarnos. De abrir nuestros ojos a los Dominios y de devolvernos a nosotros mismos.

—Eso suena magnífico —dijo Roxborough con tono neutro—. ¿Pero qué significa?

—Es obvio lo que significa —protestó McGann.

—No, para mí no lo es.

—Significa que nacemos divididos, Roxborough —respondió el maestro—. Pero anhelamos la unión.

—Ah, así que la anhelamos, ¿eh?

—Eso es lo que creo.

—¿Y por qué deberíamos buscar la unión con nosotros mismos? —dijo Roxborough—. Dime eso. Yo habría pensado que somos la única compañía que tenemos con certeza.

Había un cierto engreimiento irritante en el tono de aquel hombre pero el maestro ya había escuchado antes aquellas sutilezas y tenía las respuestas bien ensayadas.

—Todo lo que no somos nosotros también es nosotros —dijo. Se acercó a la mesa y posó la copa mientras atravesaba con la mirada las llamas humeantes de las velas para asomarse a los ojos negros de Roxborough—. Estamos unidos a todo lo que fue, es y será —dijo—. De un extremo de Imajica al otro. De la mota más diminuta que baila sobre esta llama a la propia Divinidad.

Tomó aliento para darle tiempo a Roxborough para que respondiera. Pero no lo hizo.

—No quedaremos subsumidos en el momento de morir —continuó—. Nos hará crecer, hasta el tamaño de la Creación.

—Sí… —dijo McGann, la palabra larga y fuerte salía entre los dientes apretados en una sonrisa feroz.

—La magia es el medio que nos lleva a esa Revelación —dijo el maestro—, mientras permanecemos encerrados en nuestra carne.

—¿Y en tu opinión, nos conceden esa Revelación? —replicó Roxborough—. ¿O la estamos robando?

—Nacimos para saber tanto como podamos saber.

—Nacimos para sufrir en nuestra carne —dijo Roxborough.

—Tú quizá sufras, yo no.

La respuesta le valió una carcajada de McGann.

—La carne no es nuestro castigo —dijo el maestro—, está ahí para disfrutar. Pero también marca el lugar donde terminamos y empieza el resto de la Creación. O eso creemos. Es una ilusión, por supuesto.

—Bien —dijo Godolphin—. Eso me gusta.

—¿Entonces este es en un asunto de Dios o no? —quiso saber Roxborough.

—¿Tienes dudas y te lo estás pensando otra vez?

—Y una tercera y una cuarta, más bien —dijo McGann.

Roxborough le lanzó al hombre que tenía a su lado una mirada amarga.

—¿Hicimos acaso un juramento que nos obligue a no dudar? —dijo—. No lo creo. ¿Por qué habríais de castigarme sólo porque hago una sencilla pregunta?

—Me disculpo —dijo McGann—. Díselo a este hombre, maestro. Estamos haciendo la obra de Dios, ¿no es cierto?

—¿Quiere Dios que seamos más de lo que somos? —dijo Cortés—. Por supuesto. ¿Quiere Dios que amemos, que es el deseo de estar unidos y ser uno sólo? Por supuesto. ¿Nos quiere en su gloria, para siempre jamás? Sí, sí que quiere.

—Siempre te refieres a Él como algo indefinido —comentó McGann—. ¿Poiqué?

—La Creación y su hacedor son uno y lo mismo. ¿Cierto o falso?

—Cierto.

—Y la Creación está tan llena de mujeres como lo está de hombres. ¿Cierto o falso?

—Oh, cierto, cierto.

—De hecho, yo doy gracias por ello noche y día —dijo Cortés mientras miraba a Godolphin al hablar—. Al lado de mi cama y dentro de ella.

Joshua lanzó su carcajada del Diablo.

—Así que la Divinidad es tanto varón como mujer. Por cuestiones de conveniencia, un ser indefinido.

—¡Bien dicho, con valor! —anunció Joshua—. Nunca me canso de oírte hablar, Sartori. Mis pensamientos se enturbian pero después de escucharte durante un rato son como el agua de una fuente, ¡directamente de la roca!

—No demasiado limpia, espero —dijo el maestro—. No queremos que ningún alma puritana estropee la Reconciliación.

—Ya me conoces, sabes que no es así —dijo Joshua sorprendiendo con la suya la mirada de Cortés.

Y mientras lo hacía, Cortés vio confirmada sus sospechas, que estos encuentros, aunque recordados en una sola corriente continua, no se habían producido de forma sucesiva sino que eran fragmentos que su mente entrelazaba a medida que los evocaban las habitaciones por las que pasaba. McGann y Roxborough se desvanecieron de la mesa así como la mayor parte de la luz de las velas y el desorden de licoreras, copas y comida que había iluminado. Ahora ya sólo estaban Joshua y él y la casa guardaba silencio por encima y por debajo de ellos. Todos dormidos, salvo estos conspiradores.

—Quiero estar contigo cuando lleves a cabo el oficio —decía Joshua. No quedaba ya ni un rastro de las carcajadas. Parecía agobiado y nervioso—. Me es muy querida, Sartori. Si algo le ocurriera, perdería la cabeza.

—Estará perfectamente a salvo —dijo el maestro mientras se sentaba a la mesa.

Había un mapa de Imajica extendido ante él con los nombres de los maestros y sus ayudantes en cada uno de los Dominios, marcados al lado de sus lugares de conjura. Los examinó y vio que conocía uno o dos. Ácaro Bronco estaba allí, era el adjunto de Uter Musgoso; Scopique también estaba allí, marcado como ayudante de un ayudante de Heratae Hammeryock, este último pariente lejano, quizá, del Hammeryock que Cortés y Pai se habían encontrado en Vanaeph. Nombres de dos pasados que se cruzaban aquí en el mapa.

—¿Me estás escuchando? —dijo Joshua.

—Te he dicho que estará completamente a salvo —fue la respuesta del maestro—. Los oficios son delicados pero no son peligrosos.

—Entonces déjame estar allí —dijo Godolphin mientras se retorcía las manos—. Seré tu ayudante en lugar de ese miserable místico.

—No le he contado a Pai'oh'pah lo que queremos hacer. Esto es asunto nuestro y de nadie más. Tú limítate a traer a Judith aquí mañana por la noche y yo me ocuparé del resto.

—Es tan vulnerable.

—A mí me parece muy dueña de sí misma —comentó el maestro—. Muy apasionada.

La expresión inquieta de Godolphin se deterioró hasta convertirse en hielo.

—No alardees, Sartori —dijo—. Por si no fuera suficiente con tener que escuchar a Roxborough ayer todo el día diciéndome que no confía en ti, ahora tengo que soportar cómo te vanaglorias de tu arrogancia.

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