Imajica (Vol. 2): La Reconciliación (19 page)

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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

BOOK: Imajica (Vol. 2): La Reconciliación
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Fue a las escaleras y empezó a subir. Al cabo de unos cuantos escalones, su curva la introdujo en la más absoluta oscuridad y se vio obligada a ascender tan ciega como la hermana que había dejado abajo, con la palma de la mano apoyada en el muro frío. Pero después de unos treinta escalones, el brazo estirado se encontró con una puerta, tan pesada que en un principio supuso que estaba cerrada con llave. Necesitó toda su fuerza para abrirla pero el esfuerzo se vio bien recompensado. Al otro lado había un corredor más iluminado que la escalera por la que había subido, aunque aún lo bastante oscuro para limitar su visión a menos de diez metros. Abrazada al muro, avanzó con cautela; su ruta la llevó a la esquina de un pasillo, la puerta que una vez lo había sellado y aislado de la cámara de su extremo yacía reventada y sacada de sus goznes, quebrada y retorcida en el suelo de azulejos que tenía detrás. Hizo una pausa para escuchar alguna señal de la presencia del destructor. No había ninguna, así que continuó adelante y atrajo su mirada un tramo de escalones que subían a su izquierda. Renunció al pasillo y empezó un segundo ascenso que también la llevaba a la oscuridad, hasta que dobló una esquina y un fino rayo de luz descendió para recibirla. La fuente era la puerta que había en la cima de las escaleras, que permanecía ligeramente abierta.

Una vez más volvió a detenerse un momento. Si bien aquí no existía ninguna indicación manifiesta de poder (el ambiente era casi tranquilo), sabía que la fuerza a la que había venido a enfrentarse estaba sin duda alguna esperando en su silo al final de las escaleras y era más que probable que sintiera su presencia. No descartaba la posibilidad de que se hubiera discurrido aquel silencio para tranquilizarla y que se hubiera enviado la luz para atraerla. Pero si la quería allí arriba, debía de tener una razón. Y si no la tenía (si estaba tan falto de vida como la piedra que pisaba), entonces no tenía nada que perder.

—Veamos de qué estás hecho —dijo en voz alta, un reto destinado tanto a su cuerpo como al Eje del Invisible. Y diciendo eso se dirigió a la puerta.

2

Aunque sin duda había rutas más directas a la Torre del Eje que la que él había tomado con Nikaetomaas, Cortés decidió tomar el camino que recordaba a medias en lugar de intentar coger un atajo y perderse por el laberinto. Se separó de Floccus Dado, Sighshy y la carnada en la Puerta de los Santos y comenzó su ascenso por el palacio. En cada ventana comprobaba su posición con respecto a la Torre del Eje. El alba estaba en puertas. Los pájaros se elevaban cantando de sus nidos debajo de las columnatas y descendían en picado sobre los patios, indiferentes al humo acre que se hacía pasar por bruma esta mañana. Otro día era inminente y el organismo de Cortés necesitaba como nunca dormir. Se había adormilado un poco en el viaje desde la Mácula pero el efecto había sido cosmético más que otra cosa. Sentía una fatiga en la médula que lo postraría muy pronto de rodillas y sólo por eso estaba deseando terminar los asuntos del día tan pronto como fuera posible. Había vuelto aquí por dos razones. Primero, para terminar la tarea de la que la aparición de Pai y sus subsiguientes heridas lo habían distraído: la persecución y ejecución de Sartori. Y en segundo lugar, encontrara aquí a su doppelgánger o no, quería volver al Quinto, donde Sartori había hablado de fundar su Nueva Yzordderrex. No sería difícil llegar a casa, lo sabía, ahora que era consciente de sus habilidades como maestro. Incluso sin el místico para señalarle el camino, sería capaz de desenterrar de la memoria la forma de trasladarse entre Dominios.

Pero primero, Sartori. Aunque habían pasado dos días desde que había dejado escapar al Autarca, había alimentado la esperanza de que su otro yo siguiera rondando por su palacio. Después de todo, salir de este útero que se había fabricado, donde hasta la menor de sus palabras había sido ley y la menor de sus hazañas digna de adoración, sería doloroso. Se rezagaría por allí un tiempo, con toda seguridad. Y si iba a esperar en algún sitio, sería cerca del objeto de poder que lo había convertido en el amo indiscutible de los Dominios Reconciliados: el Eje.

Estaba empezando a maldecirse por perderse cuando se topó con el lugar donde había caído Pai. Lo reconoció al instante, al igual que la puerta lejana que llevaba al interior de la torre. Se permitió un momento de meditación en el punto en el que había acunado a Pai pero no fueron los afectuosos términos que habían intercambiado lo que llenó su cabeza, sino las últimas palabras del místico, pronunciadas entre tormentos mientras lo reclamaba la fuerza que esperaba detrás de la Mácula.

«Sartori», había dicho Pai. «Encuéntralo… él lo sabe…».

Fuera cual fuera el saber que poseía Sartori (y Cortés suponía que se referiría a conspiraciones formuladas contra la Reconciliación), él, Cortés, estaba preparado para hacer lo que fuera necesario para arrancarle esa información a su otro yo antes de asestarle el golpe de gracia. Aquí no había lugar para las sutilezas morales. Si tenía que romper cada hueso del cuerpo de Sartori, sería un dolor muy pequeño al lado de los crímenes que él había cometido como Autarca y Cortés estaría encantado de llevar a cabo tal función.

Pensando en la tortura, y en el placer que le supondría, se había apartado por completo de su meditación así que renunció a su búsqueda del equilibrio. Con el veneno recorriéndole el vientre, bajó por el pasillo, atravesó la puerta y entró en la torre. Si bien el cometa empezaba a ascender hacia la media mañana, muy poca de su luz tenía acceso a la torre aunque los pocos rayos que se colaban le mostraban pasillos vacíos en todas direcciones. Aun así avanzó con cautela, esto era un laberinto de cámaras y cualquiera de ellas podría ocultar al enemigo. La fatiga lo dejaba menos ágil de lo que le hubiera gustado pero llegó a las escaleras que se abarquillaban hacia el silo en sí sin que sus tropiezos atrajeran la atención de nadie y empezó a subir. Recordó que la puerta de la cima se había abierto con la llave del pulgar de Sartori y él también tendría que repetir el lance para poder entrar. Cosa que no era un gran desafío. Tenían los mismos pulgares, hasta la más pequeña de las espirales.

Pero lo cierto fue que no necesitó ningún lance. La puerta estaba abierta de par en par y alguien se movía dentro. Cortés se detuvo a diez pasos del umbral y cogió aire. Tendría que incapacitar a su otro yo deprisa si quería evitar represalias: un pneuma para arrancarle la mano derecha y otro para la izquierda. Con el aliento listo, trepó veloz a la cima de las escaleras y entró en la torre.

Su enemigo estaba de pie debajo del Eje, con los brazos levantados, intentando alcanzar la piedra. Estaba inmerso en las sombras pero Cortés captó el movimiento de la cabeza cuando se volvió hacia la puerta y antes de que el otro pudiera bajar los brazos para defenderse, Cortés se había llevado el puño a la boca y el aliento le colmaba la garganta. Al tiempo que se llenaba la palma habló su enemigo pero la voz, cuando se oyó, no era la suya, como esperaba, sino la de una mujer. Al darse cuenta de su error, cerró el puño alrededor del pneuma para sofocarlo pero al poder que había desatado no le iban a arrebatar su presa. Se liberó de entre sus dedos, su fuerza fragmentada pero no por eso menos viva. Los trozos volaron por todo el silo, algunas salieron disparadas por los costados del Eje, otras penetraron en su sombra y allí se extinguieron. La mujer gritó alarmada y se apartó de su atacante caminando de espaldas hasta la pared contraria. Allí la luz encontró su perfección. Era Judith, o al menos parecía serlo. Ya había visto este rostro una vez en Yzordderrex y se había equivocado.

—¿Cortés? —dijo—. ¿Eres tú?

La voz también parecía la de ella. ¿Pero no había sido esa la promesa que le había hecho a Roxborough, que moldearía una copia indistinguible del original?

—Soy yo —dijo la mujer—. Soy Jude.

Y fue entonces cuando empezó a creerla porque había más pruebas en esa última sílaba de las que la vista podría darle jamás. Nadie en su círculo de admiradores, además de Cortés, la había llamado jamás Jude. Judy, a veces, Juju incluso, pero nunca Jude. Ese era el diminutivo que utilizaba él y sabía con seguridad que su amiga jamás se lo había tolerado a nadie más.

El hombre lo repitió entonces mientras dejaba caer la mano al hablar y al ver que la sonrisa se extendía por su rostro, la mujer se aventuró a acercarse y volvió a la sombra del Eje al tiempo que él iba a encontrarse con ella. El movimiento le salvó la vida. Segundos después de dejar el muro, una losa de roca, reventada de las alturas del silo por el pneuma, cayó en el punto en el que ella se encontraba. Inició una lluvia dura y letal, fragmentos de piedra caían por todas partes. Pero la pareja encontró una cierta segundad en el refugio del Eje y allí se reunieron, se besaron y se abrazaron como si llevaran separados toda una vida y no sólo semanas, cosa que en cierto sentido era verdad. El estrépito de la caída de las rocas quedaba amortiguado por la sombra, aunque su trueno se producía a pocos metros de donde ellos se encontraban. Cuando ella le cogió la cara entre las manos y habló, sus susurros eran bastante audibles, al igual que los de él.

—Te he echado de menos —dijo ella. Había una grata calidez en su voz, después de días de angustia y las acusaciones que había escuchado él—. Incluso he soñado contigo…

—Cuéntamelo —murmuró él con los labios cerca de los de ella.

—Más tarde, quizá —dijo ella mientras volvía a besarlo—. Tengo tanto que contarte.

—Yo también —dijo Cortés.

—Deberíamos encontrar algún lugar un poco más seguro que este —dijo Jude.

—Aquí estamos a salvo —dijo Cortés.

—Sí, ¿pero por cuánto tiempo?

La escala de la demolición estaba aumentando, su violencia no guardaba ninguna proporción con la fuerza que Cortés había desatado, como si el Eje hubiera cogido el poder del pneuma y lo hubiera magnificado. Quizá sabía (¿cómo podía no saberlo?) que el hombre del que había sido esclavo se había ido y ahora había decidido despojarse de la prisión que Sartori había levantado a su alrededor. A juzgar por el tamaño de las losas que caían por todas partes, el proceso no llevaría mucho tiempo. Eran de un tamaño colosal, su impacto suficiente para abrir en el suelo de la torre grietas cuya visión provocó un grito de alarma en Jude.

—¡Oh, Dios, Quaisoir! —dijo.

—¿Qué pasa con ella?

—¡Está ahí abajo! —dijo Jude con los ojos clavados en el suelo abierto—. ¡Hay una cámara debajo de esta! ¡Ella está dentro!

—A estas alturas ya habrá salido de allí.

—¡No, está colocada de kreauchee! ¡Tenemos que bajar ahí!

Dejó a Cortés y cruzó al borde de su refugio pero antes de que pudiera salvar de una carrera el espacio que la separaba de la puerta abierta, una nueva caída de cascotes y polvo ocultó el camino. Cortés vio que ya no eran simples bloques de la torre los que se estaban cayendo. Había fragmentos inmensos del propio Eje en este granizo. ¿Qué estaba haciendo? ¿Destruyéndose o despojándose de la piel para descubrir el núcleo? Fuera cual fuera la razón, el lugar que ocupaban en la sombra era más precario con cada segundo que pasaba. Las grietas que se abrían a sus pies ya tenían más de treinta centímetros y se estaban ensanchando, el monolito que flotaba sobre ellos se estremecía como si estuviera a punto de renunciar al esfuerzo de la suspensión y caer sobre ellos. No tenían otra alternativa, debían enfrentarse a la lluvia de rocas.

Fue a reunirse con Jude y al buscar en su ingenio un modo de sobrevivir, vio a Chicka Jackeen en la Mácula, con las manos levantadas para desviar los detritos que tiraba la tormenta. ¿Podría hacer él lo mismo? Sin permitirse un momento de duda, levantó las manos por encima de la cabeza como había visto hacer al monje, con las palmas levantadas, y salió de la sombra del Eje. Una mirada a las alturas confirmó el desmembramiento del Eje y el enorme riesgo que corría. Aunque el polvo era espeso, pudo ver que el monolito estaba desprendiéndose de escamas de piedra y los trozos eran lo bastante grandes para reducirlos a los dos a pulpa. Pero la defensa aguantaba. Las losas se hacían añicos a algo menos de medio metro por encima de su cabeza desnuda y sus fragmentos caían como una fugaz bóveda a su alrededor. Con todo, no dejaba de sentir el impacto, como una sucesión de sacudidas que le atravesaban las muñecas, los brazos y los hombros y sabía que carecía de la fuerza necesaria para conservar el lance durante más de unos segundos. Jude ya había comprendido el método entre tanta locura, sin embargo, y había salido de la sombra para reunirse con él bajo su endeble escudo. Había unos diez pasos entre el lugar en el que se encontraban y la seguridad de la puerta.

—Guíame —le dijo él, poco dispuesto a quitarle los ojos de encima a la lluvia por temor a perder la concentración y que el lance perdiera su potencia.

Jude le deslizó el brazo alrededor de la cintura y los condujo a los dos, le dijo donde tenía que pisar para encontrar el suelo despejado y le advertía cuando el camino estaba tan cubierto que se veían obligados a salvar las piedras entre tropezones. Fue un asunto tortuoso y el granizo golpeaba sin parar las manos levantadas de Cortés hasta que apenas fue capaz de mantenerlas sobre la cabeza pero el lance aguantó hasta que llegaron a la puerta y se deslizaron por ella juntos, con el Eje y su prisión lanzando tal aguacero de escombros que ninguno era ya visible.

Luego Jude salió a toda velocidad por las tenebrosas escaleras. Las paredes temblaban y estaban cubiertas de grietas a medida que la demolición de arriba se cobraba su precio abajo, pero ambos franquearon tanto el estremecido corredor como el segundo tramo de escaleras que llevaba al nivel inferior sin sufrir daño alguno. Cortés se sobresaltó al ver y oír a Concupiscencia, que estaba chillando en el pasadizo como un simio aterrorizado, incapaz de ir en busca de su señora. Jude no tuvo tantos escrúpulos. Abrió la puerta de golpe y bajó por una rampa para entrar en la cámara iluminada por una lámpara que había más allá mientras llamaba a Quaisoir para despertarla de su estupor. Cortés la seguía pero se vio frenado por la cacofonía que lo recibió, una mezcla de susurros maníacos y el estrépito de la capitulación que llegaba de arriba. Para cuando llegó a la habitación en sí, Jude ya había obligado a su hermana a levantarse. Había varias grietas de importancia en el techo y una llovizna constante de polvo pero Quaisoir parecía indiferente al peligro.

—Dije que volverías —dijo—. ¿Verdad? ¿No dije que volverías? ¿Quieres besarme? Por favor, bésame, hermana.

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