Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (48 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Izquierdas y derechas: la impotencia de la oposición

P
ara tener un panorama completo de la situación política española a la altura de 1923 no basta con hacer alusión a la evolución interna del sistema de turno. Si éste, por su permanencia fundamental y por sus cambios insuficientes (y, por ello, inestabilizadores) daba una permanente sensación de crisis tampoco las oposiciones parecían estar en condiciones de sustituirlo de manera definitiva. Frente al sistema de turno lo que había era un gran vacío, aunque años después, en 1931, viniera una República o aunque hubieran aparecido ya anticipaciones que, sin embargo, tardarían en convertirse en realidades políticas efectivas.

Así se aprecia, por ejemplo y en primer lugar, con el republicanismo. Ortega y Gasset dijo, con razón, que el republicanismo, como los partidos de turno, era en los años veinte un «evaporado». Si a la altura de 1910 se adscribían a él un 9 por 100 de los diputados del Congreso, en 1923 sólo recibían esta denominación un 2,6 por 100. Nada sería más inoportuno, por tanto, que presentar la historia del reinado de Alfonso XIII como una especie de permanente camino hacia la proclamación de la República pues, por el contrario, en 1923 ésta estaba más lejana que nunca. La verdadera dimensión de la crisis republicana se aprecia en el hecho de que no era el producto del declive parcial de una de sus tendencias, sino de todas, y ello no como consecuencia de una presión inducida desde fuera sino como resultado de su propia evolución. Los reformistas, con el paso del tiempo, habían acentuado su posibilismo, pero esto no aumentó su peso real en la política española y, además, les hizo olvidar que si querían contribuir a la modificación del sistema resultaba fundamental que empezaran por cambiar su forma de actuación política. En 1918, las elecciones más veraces de la Historia española hasta el momento presenciaron la derrota de Melquíades Álvarez y la elección de tan sólo diez diputados reformistas, que en 1919 fueron únicamente siete. Antiguos republicanos convertidos en reformistas prosiguieron su camino evolutivo hacia la Monarquía ingresando en el partido liberal, como fue el caso de Salvatella, uno de los ministros del gobierno de Concentración de 1922. Álvarez, ante las tensiones sociales existentes durante la posguerra, hizo repetidos llamamientos a la mediación, pero no podía jugar este papel un partido que estaba siendo lentamente absorbido por el turnismo vigente. Cuando los reformistas alcanzaron el poder en aquel año, no sólo cedieron demasiado rápidamente ante la negativa a llevar a cabo su programa de construir un Estado laico, sino que quienes eran gobernadores civiles permanecieron impertérritos en sus puestos en el momento en que su programa en este terreno era descartado de forma definitiva. Lerroux y sus radicales daban, a la altura de 1923, una idéntica sensación de estar domesticados por el sistema mucho más que dispuestos a sustituirlo. El líder radical no tuvo inconveniente en entrevistarse con el Monarca y llegó a decir que Marruecos no era otra cosa que «una provincia más». En 1918 presidió la constitución de una federación republicana en la que, a su lado, estuvieron los representantes de la prensa republicana (Castrovido) o algunos dirigentes locales de las zonas de mayor arraigo de este ideario político (Marracó, Domingo…). Pero no todos los republicanos aceptaron el liderazgo de Lerroux y algunos (como Álvaro de Albornoz, que estaba destinado a jugar un papel importante en la política de los años treinta) consideraban por estas mismas fechas que el republicanismo era más una herencia que una verdadera esperanza. En octubre de 1920 Lerroux organizó un Congreso de la Democracia en el que hubo 1.500 asistentes, pero ni sus propuestas ideológicas ni tampoco la propia forma de organizar el acto demostraron novedad alguna. Lo previsible en 1923 era que el líder radical acabara siendo uno de los dirigentes del liberalismo monárquico.

La fuerza principal del republicanismo se había localizado, durante la primera década de siglo, en algunos núcleos urbanos de la periferia mediterránea. En 1917 el radicalismo todavía mantenía un aura revolucionaria, que originó que una veintena de sus seguidores fueran detenidos con motivo de los sucesos de agosto. Durante los años de la agitación sindicalista fue habitual que los abogados de los dirigentes de la CNT siguieran siendo radicales, como fue el caso de Guerra del Río. En la práctica, sin embargo, el radicalismo colaboraba en el Ayuntamiento con la derecha regionalista y lo hacía, además, en unas evidentes condiciones de subordinación. En 1922 había 23 concejales regionalistas mientras que los radicales sólo tenían la mitad; alguno de ellos, como Pich i Pon, líder de la patronal, no tuvo luego el menor inconveniente en colaborar con el régimen dictatorial. Málaga ha podido ser descrita en el periodo 1909-1915 como una auténtica «república municipal», regeneracionista y reformadora, gracias a la actuación de los concejales de esa significación. En la posguerra, sin embargo, esta implantación del republicanismo se desvaneció, por rencillas internas y por la actuación «domesticadora» del sistema político, en especial en el momento de llevar a cabo el «encasillado», incluso desapareció la prensa diaria republicana. En Valencia los republicanos seguían teniendo una sólida implantación pero la fuerza emergente eran ya los católicos; en Madrid el voto «maurista» superó netamente al republicano en 1923, año en que éste sólo estuvo levemente por encima del 10 por 100.

Una interpretación excesivamente lineal de la historia política española ha pretendido, en ocasiones, que si el voto republicano disminuyó, la razón estriba en que el PSOE iba conquistando poco a poco el electorado de izquierdas o proletario. Aun siendo esto cierto hay que insistir mucho más en la parsimonia del proceso que en la esperanza de que éste llegara a alterar de forma significativa el panorama de la vida política española. Hay indicios suficientes para describir el estado del socialismo a la altura de 1923 como de estancamiento. La UGT, que había llegado en el momento álgido de la agitación social de la posguerra a 240.000 afiliados, se estancó ahora en unos 210.000; si el comunismo español sólo consiguió una influencia reducida tuvo como consecuencia detener el crecimiento socialista después de pasada la euforia del trienio revolucionario. En Granada, donde había sido elegido el socialista Fernando de los Ríos con el apoyo de los sindicatos (pero también en connivencia con sectores de la política conservadora), en un plazo muy breve los sindicatos pasaron de propiciar la participación electoral a abominar de ella. En una región donde el socialismo tenía tanta implantación como Asturias fue la crisis minera la que debilitó al sindicalismo y con ello también al PSOE. A partir de 1919 se puede decir que el distrito electoral de Bilbao fue socialista, pero en unas condiciones muy peculiares. Los nacionalistas decían de Indalecio Prieto que era «otro Lerroux» y, por lo menos, no les faltaba una cierta parte de razón: como aquél, se había moderado tanto que ya se decía «socialista a fuer de liberal» y no tenía inconveniente en pactar solapadamente con los monárquicos, hasta el punto de que su última acta la logró sin que nadie se la disputara. La influencia del socialismo en Bilbao evitó que la aspereza de la lucha social de estos años degenerara en un terrorismo como el barcelonés, pero el propio Prieto era consciente de que el caso de esta ciudad era excepcional en una España a la que en una ocasión describió, precisamente por su pasividad y desmovilización, como «un fumadero de opio». En Madrid el PSOE consiguió en 1923 la elección de cinco de sus seis candidatos, pero no llegaba todavía al 15 por 100 de los electores, de modo que sólo la alta abstención y la fragmentación del voto monárquico pueden explicar ese triunfo. En 1923 el PSOE estaba más interesado en conservar su fuerza contra los adversarios sindicales que en aspirar a cambiar el sistema político vigente. Todavía en 1929, cuando el socialismo estaba a punto de convertirse en la fuerza política mejor organizada de España, tan sólo tenía un afiliado por cada 1.800 habitantes, mientras que en Francia la proporción era uno cada 341 y en Alemania uno cada 69. Se puede pensar que, como aseguraba Iglesias, si el PSOE no tenía más presencia electoral era por las «males artes» de sus adversarios, pero esas cifras testimonian que su problema era más grave porque carecía de implantación efectiva.

No sólo había en la izquierda fuerzas políticas que propiciaran una regeneración del sistema político o una movilización que de hecho lo transformara sino también en la derecha, pero en ésta, aun habiéndose producido cambios, eran claramente insuficientes como para esperar que pudieran conducir a una verdadera sustitución del turnismo en un corto espacio de tiempo.

En todos los sectores de la derecha había indicios de modernización, pero en todos ellos resulta patente la sensación de insuficiencia o de que contribuían más a desestabilizar el parlamentarismo vigente que a crear un sistema político nuevo. Desde 1919 en el carlismo se había planteado una división en tendencias que no nacían sólo de enfrentamientos personales (el que existía, por ejemplo, entre Vázquez de Mella, su principal orador, y el pretendiente don Jaime) sino también de la divergencia programática, sobre todo en materias como la organización regional del Estado y la doctrina social, objeto en ocasiones de interpretaciones radicalmente contradictorias. Lo fundamental era, sin embargo, si el carlismo, como decía uno de sus dirigentes, dejaría de ser una doctrina de conjurados y pasaría a ser una doctrina de «apóstoles», es decir, de propagandistas, con métodos modernos, de unas determinadas doctrinas que se confrontaran con otras. Hubo alguna capital, como Valencia, en que lo logró a través de una Agrupación Regional de Acción Católica, inspirada por ella, pero este caso fue excepcional, porque el carlismo siguió siendo mayoritariamente un movimiento minúsculo en la mayor parte del país, dividido, sumido en disputas poco comprensibles para terceros y controlado por quienes no eran muy diferentes de los caciques de los partidos del turno. En 1919 don Jaime y Mella rompieron, con el resultado que buena parte de los militantes del tradicionalismo abandonó la política activa. Los más influidos por Mella, como Víctor Pradera, enunciaron a continuación programas políticos de propensión dictatorial y contrarios a los nacionalismos periféricos.

Otro signo de cambio en la derecha fue, en efecto, la aparición de doctrinas autoritarias y españolistas. A partir de 1918 estas tesis tuvieron una especial influencia en el País Vasco, en donde la Liga de Acción Monárquica practicó una política muy contraria al PNV y mostró su satisfacción ante las crecientes manifestaciones de autoritarismo en Europa. Lequerica y Sánchez Mazas constituyen un buen ejemplo de esta actitud que no tuvo, de momento, traducción electoral o partidista directa pero que deterioró las bases ideológicas del liberalismo en toda la región. Algo parecido sucedió en Barcelona, aunque la Unión Monárquica Nacional fue bastante plural y en ella siempre hubo un componente autonomista nada desdeñable. Pero en la capital catalana el peligro revolucionario fue siempre mucho más patente que en cualquier otro lugar de España. A partir de 1919, para mantener el orden social, se recurrió a la movilización de una «guardia cívica», semejante a la aparecida en otras latitudes de Europa, que pretendía resucitar el viejo «somatén» rural. De una composición no exclusivamente burguesa, el somatén llegó a tener unos 65.000 afiliados. En Madrid también existieron «guardias cívicas» semejantes en dos versiones, una más católica, auspiciada por el marqués de Comillas, y otra más juvenil y agresiva. Entre una y otra no deben haber llegado a una tercera parte de los somatenistas catalanes. En mayor o menor grado las guardias cívicas se extendieron por toda España. Pero no debe pensarse que representaran en ella algo parecido a los ex combatientes en Italia o los grupos de acción en contra de los revolucionarios. La misma denominación que en Madrid les daban sus adversarios revela que estaban más cerca de la extrema derecha radicalizada que de los movimientos revolucionarios de derecha. En 1923 los grupos que aparecían admiradores del fascismo «mussoliniano» eran en España puramente simbólicos y estaban localizados en Madrid y Barcelona. En la primera anidaban en la prensa, algún patrono muy conocido y las juventudes «mauristas» pero, en este caso, siempre en minoría y sin apoyo de la ortodoxia de este sector político. En Barcelona hubo un pequeño grupo llamado La Traza, formado por jóvenes militares y somatenistas, que empleó por vez primera el saludo fascista y las camisas azules, pero que no pasó de estar formado por unas decenas de personas. Por tanto, tampoco esta derecha fue una novedad ni creó una política de masas.

El esfuerzo más importante de modernización de la derecha española, que resultó fallido, nació en los medios católicos y estuvo vinculado con la evolución de otro sector del «maurismo». Este había dado la sensación en 1913 y 1914 de constituir el germen de lo que podría haber llegado a ser un partido moderno y dotado de un ideario, pero a partir de 1919 estas posibilidades parecían agotadas. Maura era el político más respetado, incluso por las izquierdas, pero su mundo seguía siendo el de un liberalismo oligárquico que, si periódicamente apelaba a la opinión pública, no tenía ningún reparo en usar de los procedimientos caciquiles en los momentos electorales, mientras que muchos de sus dirigentes se guiaban por puros criterios personalistas. El propio Maura era incapaz de crear un partido moderno de masas con una ideología y una organización democrática; en el fondo siguió siendo un liberal aunque con unas crecientes preocupaciones autoritarias. En su partido hubo un sector, representado por Goicochea, que a partir de un nacionalismo españolista se identificó con movimientos políticos de parecido corte en Italia y Francia. Había, sin embargo, en el «maurismo» una tendencia, representada por Ángel Ossorio y Gallardo, que era reformista en lo social y demócrata en lo político. Este sector, junto con representantes del sindicalismo católico, carlistas evolucionados y miembros de la prensa de esa significación, así como algunos de los seguidores de Ángel Herrera crearon en diciembre de 1922 el Partido Social Popular, que venía a ser la traducción española del Partido Popular fundado en Italia por Sturzo, antecedente directo de la democracia cristiana y, en cuanto tal, objeto de imitación en otros países, como Francia. Partido interclasista, con una pronta actuación propagandística y defensor del sufragio femenino y proporcional, el PSP podría haber sido un importante instrumento de regeneración del sistema político, pero el advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera cortó su desarrollo en flor. No pudo presentarse a las elecciones de 1923 y ante la eventualidad de colaborar con un sistema que, siendo dictatorial, decía querer regenerar el liberalismo caciquil acabó por escindirse: mientras que un sector numeroso formó algunos de los cuadros mejor preparados del régimen de Primo de Rivera, Ossorio y Gallardo, capitaneando otro, fue un decidido opositor de la Dictadura, durante la que realizó una obra de divulgación doctrinal. En cualquier caso, todo lo dicho no hace sino confirmar a la vez la posibilidad regeneradora que también tenía la derecha y su definitiva inviabilidad práctica.

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