Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (43 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Finalmente, debe hacerse una breve mención del creciente papel del catolicismo político a partir de mediados de la segunda década del siglo XX. Se debe tener en cuenta que, si bien muchas de las iniciativas en este terreno datan de la época de la agitación anticlerical, no llegaron a plasmarse definitivamente hasta la primera posguerra mundial. La prensa católica, por ejemplo, se consolidó en este periodo: El Debate fue uno de los mejores periódicos y de los más vendidos de la capital mientras que en provincias sucedía algo parecido con, por ejemplo, El Correo de Andalucía en Sevilla y El Noticiero de Zaragoza. Sin embargo, a pesar de la importante influencia electoral de estos medios católicos (que en Madrid beneficiaban al «maurismo» y en las otras dos capitales a candidatos que reivindicaban el calificativo «católico»), como veremos, sólo en los años veinte se produjo una iniciativa de un partido católico de carácter nacional. El Debate, mientras tanto, defendió la colaboración entre heterogéneos sectores de derecha que iban desde Cambó y los «mauristas» hasta los tradicionalistas y los nuevos sectores que acababan de entrar en la vida pública y que el diario representaba. Quizá su actitud estaba más próxima a los «mauristas» y esto explica, aunque con las reticencias lógicas respecto de quienes se reprochaba una ausencia de ideario preciso, la cercanía de posiciones cuando Maura volvió al poder con una significación marcadamente derechista en el año 1919.

La etapa de los gobiernos conservadores (1919-1921)

D
esde el momento de la caída del gobierno Romanones, provocada por el desorden social en Barcelona, lo sucedido en esta ciudad, y en el campo andaluz a consecuencia de la agitación revolucionaria, fue el eje fundamental de la política española. Era habitual en un sistema político como el de la Restauración que el grupo político situado más a la derecha se enfrentara con una situación al menos potencialmente revolucionaria. Por ello no tiene nada de particular que fueran los conservadores quienes presidieran la política española entre 1919 y 1921. La verdad es, sin embargo, que, tanto con relación al problema fundamental mencionado como respecto de los restantes, las soluciones propiciadas por los diversos gobiernos conservadores fueron un tanto diferentes.

A partir de abril de 1919 y hasta julio de este mismo año quien ejerció el poder fue Antonio Maura al frente de un gabinete compuesto exclusivamente por sus seguidores y con una significación derechista muy acentuada. Esta tendencia del «maurismo» se había venido haciendo cada vez más patente en los últimos tiempos precisamente como consecuencia de la situación seudo o semirrevolucionaria que vivía Europa y, más específicamente, España. Ante ella la prensa popular «maurista», muy lejana del talante a quien le daba nombre, empezó a aludir de forma nada velada a la posibilidad de una dictadura que repitiera la «hazaña» de Pavía, mientras que en Cataluña y el País Vasco los «mauristas» se caracterizaban por su cerrada oposición al autonomismo y en Castilla representaban el españolismo centralista. Maura, que, aunque con ribetes autoritarios, siguió siendo fundamentalmente un liberal-conservador, dejaba hacer ante estas manifestaciones que, en el fondo, le resultaban tan ajenas como las proclamaciones de tono social que hacía otro de los dirigentes de su partido, Ossorio y Gallardo. Al menos en teoría, su pretensión cuando llegó al poder fue la de haber constituido un gobierno de carácter nacional sin sentido partidista, pero ni era así ni tampoco, a pesar de ello, tuvo el gabinete el imprescindible grado de unidad. Entre los ministros sólo González Hontoria, un seguidor de Romanones especialmente versado en política exterior, no militaba en el «maurismo». Por otro lado, éste estaba reflejado en el gobierno por tres sensibilidades distintas: Goicochea, que representaba el autoritarismo ideológico, La Cierva, la fórmula conservadora tradicional en una versión particularmente ruda, y Ossorio, partidario de lo que él mismo denominó «la derecha social democrática». La significación del gabinete, sin embargo, venía dada sobre todo por las dos primeras figuras citadas. Al menos así lo juzgaron los liberales, que se mostraron particularmente indignados ante lo que juzgaban muestras inapropiadas de un clericalismo extremado, como, por ejemplo, la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús en presencia del Rey. Melquíades Álvarez llegó incluso a afirmar que la declaración ministerial era un «insulto a la opinión liberal y democrática».

Todavía empeoró la situación en el momento de celebrarse las elecciones, «no dignas de Maura», según afirma en sus memorias Romanones, dadas las circunstancias en que se celebraron, es decir, con las garantías constitucionales suspendidas. Por mucho que Maura adoptara una posición «distante», que llevó a algunos a interpretar que era «prisionero» de las extremas derechas, no cabe dudar que conoció las condiciones en que se llevaron a cabo los comicios. En ellos Goicochea, como ministro de la Gobernación, y La Cierva, que le ayudó, emplearon unos procedimientos nada correctos para intentar fraguarse una mayoría o, por lo menos, una situación tan confortable para su jefe político que quitara cualquier sentido a un gobierno de significación derechista que no fuera presidido por él mismo. Los resultados electorales, a pesar de esa presión, no llegaron a traducirse en una efectiva hegemonía de «maurismo» y «ciervismo»: aunque el conservadurismo tradicional fuera mucho menos moderno y estuviera más vinculado a la tradición caciquil, tenía más peso efectivo. A pesar de que en ese conservadurismo había quienes se oponían a Maura (Burgos y Mazo calificó la pretensión de colaboración ofrecida por éste como «una boda morganática en una tumba»). Dato acabó aceptando la colaboración durante la campaña electoral con su antiguo jefe político, obedeciendo a una actitud que siempre le caracterizó. Pero la forma de realizarse las elecciones afectó gravemente a la imagen de Maura, contribuyendo a enajenarle el apoyo de los seguidores de Dato, aparte de concluir en la configuración de una mayoría parlamentaria que, pese a ser conservadora, era también lo suficientemente volátil como para no poder confiar en ella. Los diputados «mauristas» apenas superaban los sesenta y, aunque Maura pudiera confiar en la totalidad de los seguidores de La Cierva, no podía decir lo mismo de quienes aceptaban la jefatura de Dato. Durante la campaña electoral, una persona normalmente tan ponderada como Ortega se expresó con una dureza que contrasta con el juicio habitualmente benévolo que le merecía el político mallorquín. Según el filósofo el gobierno habría enviado a provincias a gobernadores civiles «con psicología de leopardos» y el propio presidente, «después de practicar en la oposición la oratoria de Catón ha demostrado en el poder el apetito de Pantagruel». Este juicio es muy duro pero, en el fondo, no resulta muy distinto del que el historiador e hijo del político, Gabriel Maura, hace acerca de esta etapa gubernamental de su padre, de acuerdo con el cual resultaría que perdió al menos la mitad de sus antiguos seguidores. Bien puede ser cierta la afirmación puesto que Maura no perdió la ocasión para mostrarse cercano a las actitudes más autoritarias (representadas, por ejemplo, en Barcelona, por Miláns del Bosch) mientras que sus propósitos regeneracionistas democráticos y sociales no quedaban más que en pura declaración sin contenido real. No obstante, lo peor para Maura fue que todo este periodo gubernamental concluyó de manera abrupta y poco gloriosa cuando, reunidas las Cortes, en un incidente de escasa importancia y de difícil control, como era la votación acerca de la validez de un acta, el gobierno quedó sin el apoyo de los conservadores «datistas».

Hubiera sido lo lógico entonces, en julio de 1919, que ocupara el poder Dato, que era en definitiva el jefe de la minoría más numerosa en las Cortes, pero su escaso deseo de enfrentarse a Maura y su probable deseo de reconstruir el partido conservador, unidos a su carencia de ambición, explican que no lo hiciera. A cambio fue Joaquín Sánchez de Toca quien ejerció la Presidencia hasta finales de año. Figura de significación intelectual y de vieja relevancia en el partido, Sánchez de Toca se caracterizaba por su escasa simpatía hacia Maura y una manifiesta vinculación con la tradición liberal-conservadora procedente de Cánovas del Castillo. De acuerdo con esto último su política con relación a los problemas creados por el terrorismo en Barcelona eludió decantarse hacia soluciones drásticas. A ello ayudó la presencia en el Ministerio de la Gobernación de Manuel Burgos y Mazo, cacique de la provincia de Huelva que, a pesar de esta condición, parece haber sido una de las personas más abiertas a las reformas sociales dentro de la clase política del régimen (era miembro del Grupo de la Democracia Cristiana). Burgos y Mazo enviaron a Barcelona como gobernador civil a Julio Amado, persona dotada de un carácter liberal y contemporizador, que pretendió conducir a las asociaciones obreras a una vida de normalidad legal. Un programa como éste tuvo en contra no sólo a la influencia del anarquismo en los medios sindicales barceloneses sino también a muchos de los patronos, barceloneses o no. En sus memorias Burgos y Mazo llega a escribir que los patronos fueron «los principales culpables» de cuanto sucedía y narra el «verdadero diluvio de impertinencias» que debió sufrir durante su estancia en el poder, que incluyeron el rumor de que él mismo ocultaba en su casa a Ángel Pestaña. Por supuesto, esta afirmación era falsa, pero no sería inexacto decir que la política gubernamental consistió en tratar de inducir a una parte del sindicalismo, la más moderada, a que actuara por procedimientos de legalidad. Este tipo de actitud contó con la oposición no sólo de los patronos sino también de altos mandos militares y a ella hay que añadir, como factor de no menor importancia, la situación del conservadurismo. En él, rápidamente, La Cierva se decantó en contra del gobierno de Sánchez de Toca mientras que Goicochea presionaba a Maura para que también adoptara esta actitud. Maura pensaba que Dato «cojeaba siempre del mismo pie», el exceso de blandura con respecto al desorden social o los liberales. Una situación gubernamental como la presidida por Sánchez de Toca era, en estas condiciones, difícilmente perdurable y, en efecto, fue reemplazada a fines de ese año.

La situación política en el seno del conservadurismo explica la solución dada entonces a la crisis. El gobierno estuvo presidido por un «maurista», Allendesalazar, cuya vinculación con su jefe político parece haber sido más personal que ideológica y que, en cualquier caso, era un personaje «probo y falto de aspiraciones», muy propio para un gobierno de transición. El segundo puesto en importancia del gabinete lo desempeñó también un «maurista», Fernández Prida, pero, como para compensar, en él había también elementos de otra significación, «romanonistas» y «albistas», siempre de segunda fila, pero que parecían compensar su decantación en exceso derechista. Lo que el «maurismo» significaba desde el punto de vista político y social se aprecia teniendo en cuenta que, gracias a la movilización del electorado burgués de Madrid, consiguió una importante implantación electoral en esta ciudad, aunque siempre con un tono autoritario que en más de una ocasión bordeaba el anti-parlamentarismo. El gobierno Allendesalazar resultaba, sin embargo, lo suficientemente ambiguo en su composición como para seguir políticas contradictorias en lo que era el problema más acuciante del momento: el terrorismo anarquista en Barcelona. Si, por una parte, la presencia del general Weyler —un liberal en el mando militar de la capital catalana— puso coto a Miláns del Bosch, quien, tras pedir la declaración del estado de guerra, acabaría siendo cesado, por otra, como gobernador civil, fue enviado el conde de Salvatierra, quien adoptó una política puramente represiva que incluía el cierre de los locales de la CNT.

Finalmente, en mayo de 1920, tras un largo paréntesis de casi un año en que podía haber tomado el poder, ascendió a él Eduardo Dato. Amadeu Hurtado, un inteligente y ponderado catalanista, describe con estas palabras lo que eran los propósitos del dirigente conservador en estos momentos: «Venía dispuesto, de acuerdo con su propio temperamento, a desarrollar una política matizada, dosificando con toda la habilidad posible los actos de flexibilidad y energía para desarmar las pasiones desatadas». Hay muchos testimonios de que esta descripción responde a la realidad: a fin de cuentas en esta época no sólo se creó el Ministerio de Trabajo sino que, además, se amplió considerablemente la legislación de Seguridad Social y se adoptaron otras disposiciones de importancia en materias como los alquileres y las casas baratas. El propio presidente describió su postura al afirmar que «nosotros, los que no queremos que España sea víctima de la demagogia para después caer en la reacción, tenemos que combatir enérgicamente el sindicalismo revolucionario». Así se explica que situara en Gobernación a Francisco Bergamín, abogado y cacique andaluz, como Burgos y Mazo y, como él también, partidario de una política flexible y contemporizadora, que se concretó en el envío de Bas como gobernador civil a Barcelona y en el intento de aprobación de la legislación social. Pero un gobierno conservador como el que presidía Dato sufría presiones por parte de quienes inevitablemente juzgaban que era posible lanzarse a una política más drástica. Unos meses antes de llegar al poder Dato había recibido una carta de uno de los capitanes generales, el de Valencia, en que éste le narraba la situación de impunidad existente ante los delitos terroristas y recomendaba que «una redada, un traslado, un intento de fuga y unos tiros resolvieran el problema». El autor de esa propuesta de «ley de fugas» se llamaba Miguel Primo de Rivera y estaba destinado a desempeñar un papel muy importante en el futuro político español.

Todo hace pensar que, finalmente, Dato acabó por tolerar, de manera más o menos explícita y con la complicidad de casi todos los sectores conservadores catalanes, que una política de las características mencionadas se llevara a cabo. En noviembre de 1920 se hizo cargo del gobierno civil barcelonés el general Martínez Anido, quien llevó a cabo una simplicísima política que contó con el apoyo entusiasta de una gran parte de las derechas españolas. Se trataba de «dar la batalla» al sindicalismo anarquista por procedimientos como los citados, que incluían el olvido de la legalidad y el empleo de una especie de terrorismo, más o menos subrepticiamente de Estado, acerca del cual la mayor parte de las fuerzas políticas hicieron como si no existiera. El resultado de una política de orden público como ésta fue el previsible: no mejoró en absoluto la situación sino que empeoró gravemente hasta el extremo de que en Barcelona, en un solo día, hubo más de veinte autopsias. La pretendida solución de Martínez Anido fue una de las peores que pudieron imaginarse.

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