Authors: Clive Barker
—¿Qué vendes? —le preguntó ella.
—¿Qué te importa? —replico él, cortante.
Julia sonrió. Tendría que llevarlo arriba rápidamente, antes de que empezara a gustarle su compañía.
—¿Qué tal si vamos a lo nuestro? —dijo ella. Era una frase trillada, pero fue lo primero que le vino a la boca. Él apuro el resto de la bebida de un sorbo y fue adonde ella lo llevaba.
Esta vez, Julia no había dejado la puerta entreabierta. Estaba con llave, cosa que a él lo intrigó francamente.
—Después de ti —dijo el hombre cuando se abrió la puerta.
Ella entró primero. Él la siguió. Julia había decidido que esta vez nadie se quitaría la ropa. Si se podían extraer nutrientes de las ropas, que así fuera, no se iba a arriesgar a que el hombre advirtiera que no estaban solos en el dormitorio.
—¿Vamos a coger en el suelo? —preguntó él en tono despreocupado.
—¿Alguna objeción?
—Si a ti te gusta, no —dijo, y le tapó la boca con la suya, Recorriéndole los dientes con la lengua en busca de caries. Había algo de pasión en él, pensó Julia; ya podía sentir que la erección se apretaba contra su cuerpo. Pero tenía trabajo que hacer: sangre que derramar y una boca que alimentar.
Se separo del beso y trato de zafarse de sus brazos. El cuchillo estaba de nuevo en la chaqueta colgada de la puerta. Mientras no pudiera alcanzarlo tenía poca capacidad de resistencia.
—¿Qué problema hay? —dijo él.
—Ningún problema —murmuro ella—. Tampoco hay ningún apuro. Tenemos todo el tiempo del mundo. —Lo toco en la parte delantera de los pantalones para tranquilizarlo. Como un perro cuando lo acarician, él cerró los ojos.
—Eres extraña… —dijo él.
—No mires —le dijo ella.
—¿Eh?
—Deja los ojos cerrados.
El hombre frunció el entrecejo, pero obedeció. Ella retrocedió un paso hacia la puerta y dio media vuelta para rebuscar en las profundidades del bolsillo, echando algunas miradas hacia atrás para comprobar que él seguía sin verla.
Así era, y se estaba bajando el cierre del pantalón. Cuando la mano de Julia se apodero del cuchillo, las sombras gruñeron.
El hombre oyó el ruido. Abrió los ojos de golpe.
—¿Qué fue eso? —dijo, dándose vuelta y escudriñando la oscuridad.
—No fue nada —insistió ella, al tiempo que sacaba el cuchillo de su escondite. Él se estaba alejando, cruzando la habitación.
—Aquí hay...
—No lo hagas.
—…alguien.
Las últimas silabas vacilaron en sus labios al vislumbrar un movimiento agitado en el rincón, junto a la ventana.
—¿Qué…diabl…? —comenzó.
Mientras el hombre señalaba la oscuridad, ella lo atacó, abriéndole el cuello con la eficiencia de un carnicero. La sangre salto de inmediato. Un chorro grueso que golpeó la pared con un sonido sordo y acuoso. Oyó el placer de Frank y luego los quejidos del hombre moribundo, prolongados y graves. El hombre se llevo la mano al cuello para tratar de contener el torrente, pero ella lo ataco de nuevo, abriéndole un tajo en la mano implorante, en la cara. El hombre se tambaleó, sollozó. Finalmente, cayó al suelo y comenzó a sufrir espasmos.
Julia se alejó para esquivar los puntapiés. En el rincón, vio que Frank se mecía de un lado a otro.
—Buena mujer… —dijo.
¿Era su imaginación, o la voz de Frank ya se oía más vigorosa que antes, más parecida a la voz que ella, en el transcurso de tantos años vacíos, había oído mil veces en su propia cabeza?
Sonó el timbre. Julia quedó paralizada.
—Oh, Dios —dijo su boca.
—No hay problema…—respondió la sombra—. Está bien muerto.
Julia miró al hombre de corbata blanca y vio que Frank tenía razón. Los espasmos habían cesado completamente.
—Es corpulento —dijo Frank—. Y sano.
Se estaba acercando su campo visual, demasiado ávido de alimento para prohibirle que lo mirara. Por primera vez, Julia lo vio claramente. Era una parodia. No sólo de lo humano, sino de la vida. Julia apartó la vista.
El timbre sonó de nuevo y por más tiempo.
—Ve a atender —le pidió Frank.
Ella no contestó.
—
Ve
—le dijo él, girando la inmunda cabeza hacia ella; sus ojos ladinos y brillantes se destacaban entre la podredumbre que los rodeaba.
El timbre sonó por tercera vez.
—Tu visitante es muy insistente —dijo él, intentando usar la persuasión donde las órdenes habían fracasado—. Pienso que tendrías que ir a abrir la puerta, de verdad.
Ella retrocedió y dirigió su atención al cuerpo que estaba en el suelo.
Otra vez, el timbre.
Tal vez era mejor atender (ya estaba fuera del cuarto, tratando de no oír los sonidos que Frank producía). Mejor abrir la puerta y dejar que entrara la luz. Debía ser algún vendedor de seguros, muy probablemente, o un Testigo de Jehová, trayendo la buena nueva de la salvación. Sí, no le vendría mal escucharlo. El timbre sonó otra vez.
—Ya voy —dijo, ahora apresurándose, por miedo a que el sujeto se fuera. Antes de abrir, Julia tenía la bienvenida dibujada en el rostro. Pero el gesto murió de inmediato.
—Kirsty.
Ya iba a darme por vencida.
—Estaba… estaba durmiendo.
—Ah.
Kirsty miró al espectro que le había abierto la puerta. Por la descripción de Rory, había esperado encontrarse con una criatura de aspecto desmejorado. Lo que veía era exactamente lo contrario. Julia tenía la cara roja y mechones de pelo oscurecido por el sudor y adheridos a la frente. No parecía una mujer que acababa de levantarse de dormir. De la cama, podía ser; pero no de dormir.
—Vine a visitarte —dijo Kirsty— para charlar un poco.
Julia se encogió levemente de hombros.
—Bueno, en este momento no es conveniente —dijo.
—Ya veo.
—¿Podríamos charlar otro día, esta semana?
La mirada de Kirsty fue de Julia al perchero del vestíbulo. De una de las perchas colgaba un impermeable de hombre, todavía goteando.
—¿Esta Rory? —aventuró.
—No —dijo Julia—. Claro que no. Está trabajando. —Su expresión se endureció—. ¿Para eso viniste? —dijo— ¿Para ver a Rory?
—No, yo…
—No tienes que pedirme permiso, ¿sabes? Él ya es grandecito. Pueden hacer lo que mierda quieran, ustedes dos.
Kirsty no trató de debatir el tema. El cambio de actitud la desorientó.
—Vete a tu casa —le dijo Julia—. No quiero hablar contigo.
Cerró de un portazo.
Kirsty se quedo medio minuto parada en el escalón, temblando.
Tenía muy pocas dudas en cuanto a lo que estaba sucediendo. El impermeable goteando agua, la agitación de Julia, su rostro sonrojado, su enojo repentino. Estaba con su amante, en la casa.
El pobre Rory había interpretado mal las señales.
Abandono el escalón y comenzó a desandar el sendero, rumbo a la calle. Una multitud de pensamientos se agolpaba para lograr su atención. Por fin, uno de ellos se diferencio del paquete: ¿Cómo iba a decírselo a Rory? Moriría de dolor, sin duda. Y la noticia también la salpicaría a ella, la infortunada delatora, ¿verdad? Sintió que se le amontonaban las lágrimas.
Sin embargo, las lagrimas no llegaron; otra sensación, más insistente, las mantuvo a raya, al tiempo que Kirsty abandonaba el sendero y ponía un pie en la vereda.
La estaban observando. Sentía la mirada en la nuca. ¿Era Julia? De algún modo, se le ocurrió que no. El amante, entonces. ¡Sí, el amante!
A salvo de la sombra de la casa, sucumbió al impulso de darse vuelta y mirar.
En el dormitorio húmedo, Frank observaba a través del agujero que había hecho en la persiana. La visitante —cuyo rostro reconocía vagamente— estaba contemplando la casa; más exactamente, la misma ventana donde él se encontraba. Confiado en que ella no lo veía, le devolvió la mirada. Había posado sus ojos en criaturas más voluptuosas que esta, claro, pero había algo en su falta de encanto que lo seducía. Según su experiencia, las mujeres así casi siempre eran compañeras mas entretenidas que las bellezas como Julia. A fuerza de halagos o de intimidaciones, podía obligárselas a realizar actos que las bellas nunca se avenían a realizar y siempre se sentían agradecidas por la atención. Tal vez regresaría, esa mujer. Deseaba que lo hiciera.
Kirsty estudio la fachada de la casa, pero estaba en blanco; las ventanas estaban, o bien vacías, o bien con las cortinas cerradas. Sin embargo, la sensación de que la estaban vigilando persistió; en realidad, era tan fuerte que se dio media vuelta, abochornada.
Mientras caminaba por la calle Ludovico, la lluvia comenzó a caer otra vez y Kirsty le dio la bienvenida. La refrescó de sus calores y le sirvió de pantalla para las lágrimas que ya no podía postergar más.
3
Julia volvió al piso de arriba, temblando, y encontró a corbata blanca en la puerta. O, mejor dicho, a su cabeza. Esta vez, ya fuese por un exceso de voracidad o malicia, Frank había desmembrado el cadáver. Había pedazos de hueso y carne seca diseminados por toda la habitación.
No había señales del comensal.
Se volvió hacia la puerta y de pronto vio a Frank, impidiéndole el paso. Habían pasado pocos minutos desde que lo viera inclinar la cabeza sobre el hombre muerto para drenarle la energía. En ese breve lapso, había cambiado tanto que era imposible reconocerlo. Donde antes había cartílago marchito, ahora había músculos en maduración; el mapa de sus arterias y venas se había dibujado de nuevo y latía de vida robada. Incluso había un brote de cabello en la esfera en carne viva que era su cabeza.
Nada de esto endulzaba un ápice su apariencia. En realidad, la empeoraba de muchas maneras. Antes no había en él casi nada reconocible, pero ahora, en todas partes, había retazos de humanidad que hacían resaltar aun más la catastrófica naturaleza de sus heridas.
Vendrían cosas peores. Frank habló, y cuando habló lo hizo con una voz que era indiscutiblemente la de Frank. Las silabas entrecortadas habían desaparecido.
—Siento dolor —dijo.
Sus ojos sin cejas, con pestañas incompletas, estaban observando todas las reacciones de ella. Julia trató de ocultar la náusea que sentía, pero sabía que la máscara era inadecuada.
—Mis nervios están volviendo a funcionar —le estaba diciendo él—
y me duele.
—¿Qué puedo hacer? —le preguntó ella.
—Tal vez…tal vez unas vendas.
—¿Vendas?
—Que ayuden a que se unan las partes.
—Si eso es lo que quieres.
—Pero necesito más que eso, Julia. Necesito otro cuerpo.
—¿Otro? —dijo ella. ¿Esto no terminaría nunca, acaso?
—¿Qué tienes que perder? —respondió él, acercándose a ella. Julia se angustio mucho con esa súbita proximidad. Leyendo el miedo dibujado en su rostro, él detuvo su avance.
—Pronto estaré completo… —le prometió— y cuando así sea…
—Será mejor que limpie un poco —dijo ella, apartando los ojos de él.
—Cuando así sea, dulce Julia…
—Rory volverá pronto.
—¡Rory!
—escupió él—. ¡Mi querido hermano! Por todos los cielos, ¿Cómo pudiste casarte con semejante estupido?
Julia sintió un espasmo de furia contra Frank.
—Lo amo —dijo. Y luego, después de reflexionar un momento, se corrigió—. Pensé que lo amaba.
Lo único que logro la carcajada de Frank fue que su espantosa desnudez se hiciera más evidente.
—¿Cómo puedes creer semejante cosa? —dijo Frank—. Es un pesado. Siempre lo fue. Siempre lo será. Nunca tuvo el más mínimo sentido de la aventura.
—A diferencia de ti.
—A diferencia de mí.
Julia miró al suelo. Allí, entre ella y Frank, estaba tirada una mano del muerto. Por un instante, casi se dejo dominar por la repugnancia. Todo lo que había hecho y soñado con hacer en los últimos días se le apareció ante los ojos: una sucesión de seducciones que habían terminado en muertes… y todo por esta muerte, que ella esperaba fervorosamente que terminara en seducción. Ella misma era tan vil como él, pensó; las ambiciones que revoloteaban y susurraban en su cabeza no eran menos inmundas que las que anidaban en la cabeza de Frank.
Bueno… lo hecho, hecho estaba.
—Sáname —le susurro él. De su voz había desaparecido toda aspereza. Hablaba como un amante—. Sáname… por favor.
—Lo haré —dijo ella—. Te prometo que lo haré.
—Y entonces estaremos juntos.
Ella arrugo el entrecejo.
—¿Y Rory?
—A fin de cuentas, somos hermanos —dijo Frank—. Lo convenceré de la prudencia de todo esto, del milagro que significa. No le perteneces, Julia. Ya no.
—No —dijo ella. Era verdad.
—Nosotros si nos pertenecemos el uno al otro. Eso es lo que quieres, ¿verdad?
—Es lo que quiero.
—¿Sabes? Creo que si te hubiese tenido a ti no me habría hundido en la desesperación —le dijo él—. No habría vendido mi cuerpo y mi alma por tan poco.
—¿Tan poco?
—Por placer. Por mera sensualidad. En ti…—comenzó a acercársele de nuevo. Esta vez, sus palabras mantuvieron a Julia en su lugar: no retrocedió—. En ti pude haber descubierto alguna razón para vivir.
—Estoy aquí —dijo ella. Sin pensarlo, estiro la mano y lo toco. El cuerpo estaba caliente y húmedo. El pulso parecía existir en todas partes: en cada tierno pimpollo de nervios, en cada retoño de tendón. El contacto la excitó. Era como si, hasta ese momento, nunca hubiese creído del todo que Frank era real. Ahora era indiscutible. Ella había construido —o reconstruido— a este hombre, había usado el ingenio y la astucia para darle sustancia.
La intensa emoción que sentía al tocar ese cuerpo excesivamente vulnerable era la intensa emoción de sentirse su dueña.
—Este es el momento más peligroso —le dijo él—. Antes podía esconderme. No era prácticamente nada. Pero ya no es así.
—No. Ya lo pensé.
—Debemos terminar pronto. Debo estar fuerte y completo, cueste lo que cueste. ¿De acuerdo?
—Por supuesto.
Después se acabará la espera, Julia.
El pulso de Frank pareció acelerarse con la idea.
Entonces se arrodillo frente a ella. Posó sus manos inconclusas en la cadera de ella; después, en su boca.
Renegando del asco que sentía, Julia le apoyo una mano en la cabeza y palpo su cabello, sedoso como el de un bebe, y la corteza del cráneo que estaba debajo. En el tiempo transcurrido desde la última vez que la había tenido en sus brazos, Frank no había aprendido a ser delicado. Pero la desesperanza le había enseñado a Julia el fino arte de extraer sangre de las piedras; con el tiempo, extraería amor de esa cosa odiosa, o descubriría el porqué.