Hellraiser (3 page)

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Authors: Clive Barker

BOOK: Hellraiser
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Julia se encargo de desembalar, mientras Rory organizaba la descarga de la camioneta; Lewton y el Loco Bob proporcionaban músculos adicionales. Necesitaron cuatro viajes para transferir el grueso de las cosas de la calle Alexandra, y al finalizar el día aun quedaba una buena cantidad de chucherias que habría que ir a buscar después.

A eso de las dos de la tarde, Kirsty apareció en la puerta.

—Vine a ver si necesitaban que les diera una mano —dijo, con un tono de vaga disculpa en la voz.

—Bueno, será mejor que entres —dijo Julia. Regresó a la sala, que era un campo de batalla en el que solo triunfaba el caos, y maldijo silenciosamente a Rory. Invitar al alma en pena para que ofreciera sus servicios era cosa de él, sin ninguna duda. Kirsty seria más un estorbo que una ayuda; sus desvaríos, sus modales de persona perpetuamente frustrada, le ponían a Julia los nervios de punta.

—¿Qué puedo hacer? —pregunto Kirsty—. Rory me dijo…

—Si —dijo Julia—. Claro que te dijo.

—¿Dónde esta? Rory, digo.

—Fue a cargar otra vez la camioneta, para seguir sumando desgracias.

—Ah.

Julia suavizo su expresión.

—Sabes, es muy amable de tu parte —dijo— acercarte hasta aquí, pero creo que por el momento no hay mucho que puedas hacer.

Kirsty se sonrojo ligeramente. Desvariaba, pero no era estúpida.

—Ya veo —dijo—. ¿Estas segura? ¿No puedo…? Es decir… ¿quieres que te prepare una taza de café, tal vez?

—Café —dijo Julia. La idea le hizo tomar conciencia de lo seca que se le había puesto la garganta—. Si —concedió—. No es mala idea.

La preparación del café no careció de ciertos traumas menores. Ninguna tarea encarada por Kirsty era totalmente simple. Se quedo parada en la cocina, calentando agua en una cacerola que demoraron un cuarto de hora en encontrar, pensando que probablemente no era conveniente haber venido, después de todo. Julia siempre la miraba de una forma muy extraña, como si estuviera levemente desconcertada ante el hecho de que no la hubieran ahogado al nacer. No importaba.
Rory
le había pedido que viniera, ¿no? Y con esa invitación bastaba. No hubiera rechazado la oportunidad de verlo sonreír ni por cien Julias.

La camioneta llego veinticinco minutos después, minutos en los que las mujeres intentaron dos veces iniciar una conversación, fracasando las dos veces. Tenían muy poco en común: Julia, la dulce, la hermosa, la destinataria de las miradas y los besos, y Kirsty, la chica de pálidos apretones de mano, cuyos ojos jamás eran más brillantes que los de Julia diez años antes o diez años después. Hacia mucho tiempo que Kirsty había decidido que la vida era injusta. ¿Pero por que, después de aceptar esa amarga verdad, las circunstancias insistían en refregársela en la cara?.

Subrepticiamente, observo trabajar a Julia y le pareció que esa mujer era incapaz de cualquier fealdad. Cada gesto —apartarse un mechón de pelo de los ojos con el dorso de la mano, limpiar el polvo de una taza favorita— estaba imbuido de una gracia natural. Viendo eso, Kirsty entendió la adoración perruna que le profesaba Rory y al entenderlo volvió a perder las esperanzas.

Finalmente, entro él, frunciendo los ojos y sudando. El sol de la tarde estaba feroz. Le sonrió, exhibiendo la hilera irregular de dientes que Kirsty había encontrado tan irresistibles desde el primer momento.

—Me alegra que pudieras venir —dijo él.

—Estoy feliz de poder ayudarte —respondió ella, pero él ya había desviado la mirada hacia Julia.

—¿Cómo va todo?

—Me estoy volviendo loca —le dijo ella.

—Bueno, ahora podrás descansar de tus tareas —dijo él—. En este viaje trajimos la cama—. Le dedico un guiño cómplice, pero ella no le correspondió.

—¿Puedo ayudar a descargar? —se ofreció Kirsty.

—Lo están haciendo Lewton y Bob —fue la respuesta de Rory.

—Ah.

—Pero daría un brazo y una pierna por una taza de té.

—No encontramos el té —le dijo Julia.

—Oh. ¿Quizás un café entonces?

—Claro —dijo Kirsty— ¿Y para los otros dos?

—Por un café serian capaces de matar.

Kirsty regreso a la cocina, lleno la cacerolita hasta el borde y volvió a colocarla sobre la hornalla. Desde el corredor, oyó a Rory supervisando la siguiente descarga.

Era la cama, la cama matrimonial. Aunque trato con todas sus fuerzas de apartar de su mente la idea de él abrazando a Julia, no pudo. Mientras miraba fijamente el agua, mientras esta se calentaba, se agitaba y finalmente hervía, esas mismas imágenes dolorosas del placer entre ellos dos le volvieron a la mente una y otra vez.

3

Mientras el trío no estaba —habían ido a buscar el cuarto y último cargamento del día—. Julia perdió la paciencia con el desembalaje. Era un desastre, dijo; habían empaquetado y colocado en cajones todas las cosas en el orden equivocado. Se veía obligada a exhumar elementos perfectamente inútiles para tener acceso a las necesidades mínimas.

Kirsty permaneció en silencio y en su lugar en la cocina, lavando las tazas sucias.

Maldiciendo mas fuerte, Julia abandono el caos y salió a fumar un cigarrillo en el escalón de la entrada. Se apoyo contra la puerta abierta y respiro el aire dorado de polen. Aunque recién era 21 de agosto, el aroma de la tarde ya tenía un gustillo ahumado que presagiaba el otoño.

Había perdido la noción de lo rápido que había pasado el día, a juzgar por una campana que comenzó a tocar vísperas: el volumen de los tañidos aumentaba y disminuía en oleadas perezosas. Era un sonido tranquilizador. La hizo pensar en la niñez, pero no en un día o en un lugar en especial, o al menos en ninguno que ella recordara. Sencillamente en ser joven, en el misterio.

Habían pasado cuatro años desde la última vez que entrara en una iglesia: el día de su boda con Rory, para ser exactos. La idea de ese día —o más bien de las promesas que no se habían cumplido— le amargo el momento. Se alejo de la puerta, mientras las campanas doblaban con toda su energía, y volvió a entrar en la casa.

Después del contacto frontal de su rostro con el sol, el interior le pareció lúgubre. De pronto, se sintió cansada al punto de echarse a llorar.

Antes de apoyar la cabeza y dormir esa noche tendrían que armar la cama, pero todavía no habían decidido cual seria la habitación destinada al dormitorio principal. Lo haría ahora, decidió, y así evitaría tener que regresar a la sala y a la siempre plañidera Kirsty.

La campana seguía replicando cuando abrió la puerta del cuarto del primer piso que daba a la calle. Era la habitación más grande de las tres que había arriba —una opción natural— pero hoy no le había entrado el sol (ni ningún día ese verano) porque las persianas estaban cerradas. En consecuencia, el cuarto estaba más frió que cualquier otro lugar de la casa, el aire estancado. Cruzo el piso de madera manchado, rumbo a la ventana, con intenciones de abrir las persianas.

En el antepecho, algo extraño. Las persianas habían sido fuertemente clavadas al marco de la ventana, anulando efectivamente cualquier intrusión de vida proveniente de la calle iluminada por el sol. Trato de arrancar la tela pero no tuvo éxito. El obrero, quienquiera que hubiese sido, había hecho un trabajo a conciencia.

No importaba; cuando Rory volviera, le pediría que quitara los clavos con el martillo. Le dio la espalda a la ventana y, al hacerlo, fue repentina y forzosamente consciente de que la campana seguía llamando a los fieles. ¿No venia nadie esta noche? ¿El anzuelo no estaba lo bastante encarnado con promesas del paraíso? La idea estaba viva en ella solo a medias; por momentos se debilitaba. Pero las campanadas siguieron reverberando en la habitación. Con cada tañido, sus brazos y piernas, ya doloridos de fatiga, parecían abatirse cada vez más. La cabeza le latía de un modo intolerable.

La habitación era odiosa, decidió; tenia olor a rancio y sus paredes sumergidas en las tinieblas eran viscosas.

A pesar del tamaño del cuarto, no permitiría que Rory la convenciera de usarlo como dormitorio principal. Que se pudriera.

Comenzó a caminar hacia la salida, pero al encontrarse a un metro de esta los rincones del cuarto comenzaron a crujir y la puerta se cerro de golpe. Sus nervios aullaron. Era lo único que podía hacer para no estallar en sollozos.

En vez de llorar, dijo:

—Vete al diablo.

Y aferró el picaporte. Este giro con facilidad (¿por que no iba a ser así?; sin embargo, sintió alivio) y la puerta se abrió de par en par. Desde el pasillo de la planta baja ascendía un roció de calidez y de luz ocre.

Cerro la puerta a sus espaldas y, con una extraña satisfacción cuyos orígenes no pudo o no quiso desentrañar, echo llave al cerrojo.

Al tiempo que lo hacia, las campanadas dejaron de sonar.

4

—Pero es el dormitorio más grande…

—No me gusta Rory. Es húmedo. Podemos usar el dormitorio que da al fondo.

—Si podemos conseguir que esa maldita cama pase por la puerta.

—Claro que podemos. Sabes que podemos.

—Me parece que es desperdiciar un buen dormitorio —protesto él, sabiendo perfectamente bien que esto era irreversible.

—Hazle caso a mamá —le dijo ella, y le sonrió con una mirada cuyo brillo estaba muy lejos de ser maternal.

Tres

1

Las estaciones se buscan una a la otra, como el hombre y la mujer, a fin de poder curarse de sus propios excesos.

La primavera, si se dilata más de una semana de su límite final, comienza a sentir ansias de que el verano ponga fin a los días de promesas perpetuas. El verano, a su vez, pronto comienza a sudar, pidiendo algo que aplaque su calor y el más mórbido de los otoños finalmente acaba por cansarse de la benevolencia y muere de ganas de que una rápida y penetrante escarcha aniquile toda su fecundidad.

Incluso el invierno —la estación más dura, más implacable— sueña con las llamas que en breve lo derretirán, mientras febrero avanza lentamente. Con el tiempo, todas las cosas se cansan y comienzan a buscar algún oponente que las salve de si mismas.

Entonces, cuando agosto dio paso a septiembre, se oyeron muy pocas quejas.

2

Con trabajo, la casa de la calle Ludovico comenzó a tener un aspecto más hospitalario. Hasta los visitaron algunos vecinos que —después de haberse formado un juicio sobre la pareja— les hablaron libremente de cuanto se alegraban de que el número cincuenta y cinco estuviera otra vez ocupado. Solo uno de ellos llego a mencionar a Frank, refiriéndose a un extraño sujeto con el que se había cruzado y que había vivido en la casa por unas semanas durante el verano anterior. Hubo un momento de incomodidad cuando Rory revelo que el inquilino era su hermano, pero la situación pronto fue olvidada gracias a Julia, cuyos hechizos no conocían límites.

Rory apenas había mencionado a Frank durante los años de matrimonio que llevaba con Julia, aunque él y su hermano tenían una diferencia de edad de solo dieciocho meses y, de niños, habían sido inseparables. Julia se había enterado de esto durante un ataque de borrachera nostálgica de Rory —uno o dos meses antes de la boda—, en el que le había hablado de Frank largo y tendido. Había sido un relato melancólico. Una vez superada la adolescencia, los senderos de los hermanos habían divergido considerablemente y Rory lo lamentaba. Lamentaba todavía más el dolor que ocasionaba a sus padres la salvaje vida de Frank. Parecía que cuando Frank hacia su aparición, cada muerte de obispo, surgido de cualquier rincón del planeta en el que hubiera estado perdiendo el tiempo, solo acarreaba dolor. Los cuentos de sus aventuras en los abismos de la criminalidad, sus charlas sobre prostitutas y rateros, consternaban a la familia. Pero había cosas peores, o al menos eso decía Rory. En sus momentos mas descontrolados, Frank hablaba de una vida transcurrida en el delirio, de un apetito por nuevas experiencias que no reconocía ningún mandato de la moral.

¿Había sido el tono del relato de Rory, mezcla de repulsión y envidia, lo que había acicateado tanto la curiosidad de Julia? Cualquiera fuese la razón, pronto la domino una curiosidad imposible de aplacar sobre todo lo referente a ese loco.

Después, apenas dos semanas antes de la boda, apareció la oveja negra en persona. Últimamente las cosas le habían ido bien. Tenía anillos de oro en los dedos y la piel tersa y tostada. Había muy pocas señales externas del monstruo que Rory había descrito. El hermano Frank era tan suave como una piedra pulida. Julia sucumbió a sus encantos en el lapso de unas horas.

Sobrevino una época extraña. A medida que los días avanzaban hacia la fecha de la boda, Julia se descubría pensando cada vez menos en su futuro marido y cada vez más en el hermano. No eran totalmente disímiles: una cierta cadencia de sus voces y los modales desenvueltos eran los signos que indicaban el parentesco. Pero, a las cualidades de Rory, en Frank se sumaba algo que su hermano nunca tendría: un hermoso furor.

Lo que ocurrió después acaso era inevitable; por mas que Julia hubiese luchado contra sus instintos con todas sus energías, no habría logrado otra cosa que posponer la consumación de lo que sentían el uno por el otro.

Al menos, esa fue la excusa con la que Julia trato de justificarse mas tarde. Pero cuando termino de autorecriminarse siguió guardando como un tesoro el recuerdo de su primer —y último— encuentro con Frank.

Cuándo llego Frank, Kirsty estaba en la casa, ¿verdad?, encargándose de algún preparativo para la boda. Pero, por esa telepatía que acompaña al deseo (y que se esfuma con él), Julia supo que hoy era el día. Dejo a Kirsty haciendo una lista o algo así llevo a Frank arriba, con el pretexto de enseñarle el vestido de novia. Así era como Julia lo recordaba: Frank le pidió ver el vestido; ella se puso el velo, riéndose al imaginarse vestida de blanco, y de pronto él se puso a su lado y le levanto el velo, y ella siguió riendo y riendo, como tratando de averiguar cual era la intensidad de sus propósitos. Sin embargo, él no se enfrió con las risas, ni tampoco perdió el tiempo con delicadezas para seducirla. El suave exterior dio paso, casi inmediatamente, a una materia más cruda. En todos los aspectos, salvo en el hecho de que contaba con el consentimiento de Julia, la copula hizo gala de toda la agresión y la ausencia de gozo de una violación.

La memoria, por supuesto, endulzaba los acontecimientos; en los cuatro años (y cinco meses) que habían pasado de aquella tarde, Julia había rememorado la escena con frecuencia. Ahora, al recordarla, las magulladuras sufridas le parecían trofeos de la pasión; sus propias lagrimas, prueba positiva de lo que sentía por él.

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