Authors: Clive Barker
Entonces, el hombre se le vino encima.
Le introdujo la mano entre el pelo y aferró un puñado. Aparentemente, no tenia intención de usar la violencia sino de escapar, puesto que soltó a Julia apenas logro apartarla de la puerta. Ella cayó contra la pared; mirando hacia arriba, lo vio luchar con el picaporte, apretándose las heridas con la mano libre.
Ahora Julia actuó a toda prisa. En un solo movimiento fluido, fue hasta donde estaba tirado el cuchillo, se levanto y volvió al sitio donde estaba él. El sujeto había logrado abrir la puerta solo unos centímetros, pero no lo suficiente. Julia descargo el cuchillo en el medio de la espalda marcada de viruela. Él grito y soltó el picaporte. Ella ya estaba retirando el cuchillo y clavándoselo por segunda vez, y por tercera, y por cuarta. En realidad, perdió la cuenta de las heridas que le infligía; la persistencia con que él se negaba a echarse al suelo y morir la obligaba a atacarlo con más ensañamiento. El hombre camino a los tumbos por el cuarto, lamentándose y quejándose, mientras la sangre le chorreaba por las nalgas y las piernas. Finalmente, después de un siglo de estar haciendo el ridículo, se inclino a un costado y se desplomó en el piso.
Esta vez, Julia estuvo segura de que sus sentidos no la engañaban. La habitación, o el espíritu que se encontraba en ella, respondió con suaves suspiros expectantes.
En algún sitio, sonaba una campana…
Casi como en un segundo plano, Julia registro que el corderito había dejado de respirar. Cruzo el suelo salpicado de sangre hasta donde él se encontraba y dijo:
—¿Suficiente?
Después fue a lavarse la cara.
Mientras caminaba por el pasillo, oyó que la habitación gruñía…no había otra palabra para describirlo. Detuvo su avance, casi tentada a regresar. Pero la sangre se le estaba secando en las manos y su viscosidad le repugnaba.
Ya en el baño, se quito la blusa floreada y se lavo, primero la manos, después los brazos salpicados y finalmente el cuello. El agua la congelaba al tiempo que la vigorizaba. Era agradable. Cuando terminó, lavó el cuchillo, enjuagó el lavabo y volvió a cruzar el pasillo, sin molestarse en secarse ni en vestirse.
No hacia falta ninguna de las dos cosas. El dormitorio era un horno. Las energías del hombre muerto salían de su cuerpo en pulsaciones. No llegaban muy lejos. La sangre del suelo ya estaba arrastrándose hacia la pared donde estaba Frank; al acercarse al zócalo, las gotas parecían hervir y evaporarse. Julia observaba todo, en trance. Pero había más. Le estaba ocurriendo algo al cadáver. Lo estaban drenando de todo elemento nutritivo; mientras las entrañas eran succionadas, ante los ojos estupefactos de Julia, el cuerpo se convulsionaba, los gases gemían en sus intestinos y garganta, la piel se disecaba. En un momento, los dientes de plástico cayeron hacia atrás, en el gaznate; sin ellos, las encías quedaron mustias.
Y en cosa de breves momentos, todo terminó.
Cualquier elemento que ese cuerpo podía ofrecer como provechoso alimento le había sido arrebatado: el hollejo que quedaba no hubiera servido de sustento ni a una familia de pulgas. Julia estaba muy impresionada.
Repentinamente, la lámpara comenzó a vacilar. Julia miro la pared, esperando que esta se estremeciera y expulsara del escondite a su amado. Pero no. La lámpara se apago. Solo quedó la luz mortecina que atravesaba la persiana desgastada por los años.
—¿Dónde estás? —dijo ella.
Las paredes permanecieron mudas.
—¿Dónde estás?
Nada todavía. El dormitorio se estaba enfriando. Se le erizo la piel de los senos. Escudriño el reloj luminoso que estaba en el brazo marchito del cordero. Seguía haciendo tic-tac, indiferente al Apocalipsis que había acabado con su dueño. Marcaba las cuatro cuarenta y uno. Rory estaría de regreso en cualquier momento después de las cinco y cuarto, dependiendo de cuán pesado estuviera el tránsito. Julia tenía trabajo que hacer antes de que eso ocurriera.
Hizo atados con el traje azul y el resto de las ropas del hombre, los puso en varias bolsas de plástico y luego fue en busca de una bolsa más grande para los restos. Había esperado que Frank estuviera allí para ayudarla en la tarea, pero como no había aparecido no tenia otra opción que hacerlo sola. Cuando regreso al dormitorio, el deterioro del cordero continuaba todavía, aunque ahora con mucha mayor lentitud. Quizás Frank seguía encontrando nutrientes para exprimirle al cadáver, pero ella, lo dudaba. Más probablemente, el cuerpo pauperizado, despojado totalmente de tuétano y de todo fluido vital, ya no era lo bastante fuerte para sostenerse. Cuando ya lo tenia empaquetado en la bolsa, tenia un peso no mayor al de un niño pequeño. Selló la bolsa; estaba a punto de bajarla al auto cuando oyó que la puerta principal se abría.
El sonido desató todo el pánico que había apartado de sí con tanta asiduidad. Comenzó a temblar con violencia. Las lágrimas le aguijoneaban las cavidades craneales.
Ahora no…
, se dijo, pero no podía suprimir sus sentimientos mucho más tiempo.
En le vestíbulo, abajo, Rory dijo:
—¿Mi amor?
¡Mi amor! Habría podido reírse, de no ser por el terror.
Aquí estaba ella si él quería encontrarla… su amor, su queridita, con los senos recién lavados y con un muerto en los brazos.
—¿Dónde estás?
Vacilo antes de responder, sin estar segura de que su laringe estuviera a la altura de la impostura.
Rory la llamo una tercera vez; la voz le iba cambiando de timbre a medida que caminaba hacia la cocina.
Demoraría un momento en descubrir que ella no estaba frente a las hornallas, revolviendo salsa; después regresaría y se encaminaría al piso de arriba. Disponía de diez segundos, quince como mucho.
Intentando que andar fuese lo mas liviano posible, por miedo a que él oyera sus movimientos arriba, transportó el bulto hasta la otra habitación, la que estaba al final del pasillo. Como era demasiado pequeña para usarla de dormitorio (excepto quizás para un niño), la usaban de depósito. Cajones de mudanza a medio vaciar, muebles para los que no habían encontrado un sitio, toda clase de basura. Allí puso al cadáver a descansar, detrás de un sillón que estaba tumbado de costado. Después cerró con llave, justo cuando Rory, al pie de la escalera, la llamaba. Estaba subiendo.
—¿Julia? Julia, mi amor, ¿estás ahí?
Ella se introdujo subrepticiamente en el baño y consultó con el espejo. Éste le mostró un rostro agitado. Levanto la blusa que había dejado colgada del borde de la bañera y se la puso. Olía a rancio e indudablemente había salpicaduras de sangre entre las flores, pero no tenia otra cosa para ponerse.
Rory estaba avanzando por el pasillo; Julia oía sus pisadas de elefante.
—¿Julia?
Esta vez, ella le respondió, sin hacer ningún intento por disfrazar el temblor de su voz. El espejo le había confirmado lo que temía: no había modo de fingir que no estaba alterada. Se vio obligada a hacer uso de los beneficios de estar en desventaja.
—¿Estás bien? —le pregunto Rory. Estaba del otro lado de la puerta.
—No —dijo ella—. Estoy descompuesta.
—Oh, querida…
—Estaré bien en un minuto.
Rory tanteó el picaporte, pero ella le había puesto traba a la puerta.
—¿Puedes dejarme sola un momentito?
—¿Quieres un médico?
—No —le dijo ella—. No. En serio. Pero me gustaría un coñac.
—Coñac.
—Bajare en dos segundos.
—Como desee la señora —bromeo él. Julia contó los pasos de él mientras avanzaba trabajosamente hacia la escalera, mientras bajaba. Cuando calculó que estaba fuera del alcance auditivo, corrió suavemente el pestillo y puso un pie afuera del baño.
La luz de las últimas horas de la tarde estaba apagándose rápidamente; el pasillo era un túnel sombrío.
Oyó el tintineo del vidrio contra el vidrio en la planta baja. Caminó tan rápidamente como se atrevió hasta el cuarto de Frank.
No se oía sonido alguno en el tenebroso interior. Las paredes ya no temblaban; tampoco tañían las distantes campanas. Abrió la puerta de un empujón y esta crujió ligeramente.
No había terminado de ordenar todo después de la faena. Había polvo en el suelo, polvo humano, y fragmentos de carne seca. Se puso en cuclillas y los juntó diligentemente. Rory tenía razón. Qué perfecta ama de casa era.
Al volver a levantarse, algo se revolvió en las sombras cada vez más densas del dormitorio. Miró en dirección al movimiento pero antes de que sus ojos pudieran discernir que era la figura que estaba en un rincón, una voz dijo:
—No me mires.
Era una voz cansada… la voz de alguien desgastado por los acontecimientos, pero era una voz
concreta
. Las sílabas flotaban en el mismo aire que Julia respiraba.
—Frank —dijo.
—Sí… —dijo la voz quebrada—…soy yo.
Desde abajo, Rory la llamó.
—¿Te sientes mejor?
Ella fue hasta la puerta.
—Mucho mejor…—respondió. A sus espaldas, la cosa escondida dijo:
—
No per
mitas que él se me acerque.
—Las palabras brotaron con rapidez y ferocidad.
—Está bien —le susurro ella. Y luego, dirigiéndose a Rory—: Estaré contigo en un minuto. Pon algo de música. Algo tranquilo.
Rory respondió que sí y se fue a la sala.
—Estoy a medio hacer —dijo la voz de Frank—. No quiero que me veas… no quiero que
nadie
me vea…así no… —Las palabras, otra vez, sonaban entrecortadas y lastimeras—. Tengo que tener mas sangre, Julia.
—¿Más?
—Y pronto.
—¿Cuánta más? —le preguntó a las sombras. Esta vez, pudo distinguir mejor lo que allí había. Con razón no quería que nadie lo viera.
—Más —dijo él. Aunque su volumen apenas superaba el de un susurro, en la voz había una urgencia que a Julia le dio miedo.
—Tengo que irme… —dijo ella, oyendo la música en el piso de abajo.
Esta vez, la oscuridad no respondió. Cuando llego a la salida, Julia se volvió.
—Me alegro de que vinieras —dijo.
Al cerrar la puerta, oyó un sonido no muy diferente al de la risa, no muy diferente al de un sollozo.
1
—¿Kirsty? ¿Eres tú?
—Sí, ¿Quién habla?
—Rory…
La comunicación se oía acuosa, como si el diluvio de afuera se estuviera colando por el teléfono. Sin embargo, estaba feliz de tener noticias de él. La llamaba muy pocas veces y cuando lo hacía, generalmente, no era sólo en representación suya sino también de Julia. Pero está vez no. Está vez, Julia era el objeto de discusión.
—Le pasa algo, Kirsty —dijo él—. No sé qué.
—¿Quieres decir que está enferma?
—Tal vez. Es que está muy extraña conmigo. Y tiene un aspecto terrible.
—¿Hablaste con ella?
—Dice que está bien. Pero no es cierto. Quería preguntarte si te comentó algo.
—No la veo desde la fiesta de inauguración de tu casa.
—Eso es lo otro. No quiere ni salir de casa. No es normal en ella.
—¿Quieres que… charle con ella?
—¿Podrías?
—No sé si servirá de algo, pero lo intentaré.
—No le digas que hablé contigo.
—Claro que no. Iré para allá mañana.
—Mañana. Tiene que ser mañana.
—Sí…Lo sé.
—Tengo miedo de perder el control, Julia. Poco a poco, comenzaré a volver.
—Te llamaré el jueves, desde la oficina. Y podrás decirme qué impresión te dio.
—¿Volver?
—A estas alturas, ya deben saber que me fui.
—¿Quiénes?
—Los de la Incisión. Los bastardos que me llevaron…
—¿Te están esperando?
—Del otro lado de la pared.
Rory le manifestó lo agradecido que estaba y ella, a su vez, le dijo que era lo menos que podía hacer por un amigo. Después, Rory colgó y ella se quedó escuchando la lluvia en la línea vacía.
Ahora, los dos eran criaturas de Julia, cuidando de su bienestar, inquietándose por ella si tenía pesadillas.
No importaba: era una forma de estar juntos.
2
El hombre de corbata blanca no perdió el tiempo. Casi tan pronto como puso sus ojos en Julia, se le acercó. Mientras se aproximaba, ella decidió que no era el apropiado. Demasiado corpulento, demasiado seguro de si mismo. Después del modo en que había luchado el primero, estaba convencida de que debía elegirlos con cuidado. Por eso, cuando corbata blanca le pregunto que estaba bebiendo, le dijo que la dejara en paz.
Aparentemente, estaba acostumbrado al rechazo; se lo tomó con toda calma, replegándose a la barra. Ella continuó bebiendo.
Hoy estaba lloviendo con fuerza —hacia setenta y dos horas que llovía en forma intermitente— y había menos clientes que la semana anterior.
Entraron una o dos ratas empapadas, pero ninguno la miro por más de unos instantes. Y el tiempo seguía corriendo. Ya eran más de las dos. No iba a arriesgarse a que la llegada de Rory volviera a sorprenderla. Apuro el vaso y decidió que hoy no era el día de suerte de Frank. Después abandonó el bar, salió al diluvio, abrió el paraguas y se dirigió al auto. Mientras caminaba, oyó pasos detrás, y entonces corbata blanca apareció a su lado y le dijo:
—Mi hotel está cerca.
—Ah… —dijo ella, y siguió caminando. Pero no iba a ser tan fácil quitárselo de encima.
—Me quedare aquí solo dos días —dijo él.
No me tientes, pensó ella.
—Lo único que busco es un poco de compañía…—continuo él—. No he hablado con nadie, ni una sola persona.
—¿De veras?
La tomo de la muñeca. Se la apretó tan fuerte que Julia estuvo a punto de lanzar un grito. Fue entonces cuando supo que iba a tener que matarlo. Le dio la impresión de que el hombre veía ese deseo en sus ojos.
—¿Mi hotel? —dijo él.
—No me gustan mucho los hoteles. Son muy impersonales.
—¿Tienes una idea mejor? —le dijo él.
La tenia, por supuesto.
El hombre colgó el impermeable, chorreando agua, en el perchero del vestíbulo y ella le ofreció un trago, que él acepto de buena gana. Se llamaba Patrick y era de Newcastle.
—Vine por negocios. Parece que no puedo lograr gran cosa.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros.
—Soy mal vendedor, probablemente. Así de sencillo.