Authors: Clive Barker
Entonces, súbitamente, en algún sitio de este sistema cada vez mas elaborado de fragmentos deslizantes, vio (o, nuevamente,
le pareció
ver) un movimiento. Recién ahora, se percato de que había estado conteniendo la respiración desde que comenzara el despliegue y que estaba comenzando a marearse. Trato de expulsar el aire viciado de los pulmones y tomar una bocanada de aire limpio, pero su cuerpo se resistía a cumplir esa sencilla orden.
En algún lugar dentro de ella, comenzó a latir el pánico. El truco de magia ya había terminado, dejando a una parte de Julia admirando con total desapasionamiento el tintineo de la música que salía de la pared, y a la otra parte luchando contra el miedo que ascendía paso a paso por su garganta.
Otra vez, trato de tomar aire, pero era como si su cuerpo hubiese muerto y ella estuviera mirándolo desde afuera, incapaz ahora de respirar, pestañear o tragar saliva.
El espectáculo de la pared que se desplegaba ya había cesado por completo; vio que algo fluctuaba por los ladrillos, lo bastante irregular para ser una sombra pero con demasiada sustancia.
Era humano, según pudo apreciar, o lo había sido. Pero el cuerpo había sido desgarrado y vuelto a coser, y la mayor parte de las piezas faltaban, o bien estaban retorcidas y ennegrecidas, como si lo hubieran metido en un horno. Había un ojo que la miraba, centelleante, y la escalera de una espina dorsal, con las vértebras despojadas de músculo: unos pocos fragmentos reconocibles de anatomía. Nada más. Que semejante cosa pudiera estar viva desafiaba toda razón…la poca carne que poseía estaba irremediablemente podrida. Sin embargo, estaba viva. El ojo, a pesar de la mancha de hongos en que estaba enraizado, la estudio centímetro a centímetro, de arriba abajo.
Julia no sentía miedo en su presencia. La cosa era, por mucho, más débil que ella. Se revolvió un poco en su prisión, buscando alguna migaja de comodidad. Pero no había ninguna, menos para una criatura que tenia los deshilachados nervios al aire, sobre los brazos sangrantes. Cualquier lugar donde apoyara el cuerpo le provocaba dolor; Julia lo sabía sin lugar a dudas. Le tenia lastima. Y con esa lastima, llego el alivio. Su cuerpo expulso el aire muerto e inhalo aire vivo. Su cerebro, famélico de oxigeno, daba vueltas.
Mientras eso sucedía, la cosa hablo: un agujero abierto en la desollada esfera que era la cabeza del monstruo emitió una única e ingrávida palabra.
La palabra fue:
—Julia.
2
Kirsty dejo el vaso y trato de ponerse de pie.
—¿Dónde vas? —le preguntó Neville.
—¿Dónde crees? —replico ella, haciendo un esfuerzo conciente para no arrastrar las palabras.
—¿Necesitas ayuda? —inquirió Rory. Por el alcohol, tenia las pestañas perezosas, la sonrisa más perezosa todavía.
—Estoy bien entrenada —respondió ella; la respuesta fue festejada con carcajadas a diestra y siniestra. Estaba contenta consigo misma; las respuestas ingeniosas sacadas de la manga no eran su fuerte. Se dirigió a la puerta, tambaleándose.
—Es la última puerta de la derecha, al final del pasillo —le informo Rory.
—Ya lo sé —dijo ella, y avanzo hacia el corredor.
Normalmente no disfrutaba de la sensación de estar ebria, pero esta noche se estaba revelando. Sentía las extremidades flojas, pero mañana seria otro día. Por esta noche, estaba volando.
Llego trabajosamente hasta el baño y descargo la vejiga dolorida; después se echo un poco de agua a la cara. Terminado esto, comenzó su viaje de regreso.
Había avanzado tres pasos por el pasillo cuando se dio cuenta de que, mientras ella estaba en el baño, alguien había encendido la luz y de que ese mismo alguien ahora estaba de pie, a unos pocos metros de distancia, frente a ella. Se detuvo.
—¿Hola? —dijo. ¿El criador de gatos la había seguido arriba, con la esperanza de mostrarle que no estaba castrado?.
—¿Eres tu? —pregunto ella, borrosamente consciente de que esta era una línea de interrogatorio de singular inutilidad.
No hubo respuesta y se puso un poco incomoda.
—Vamos —dijo, intentando un tono jocoso que esperaba lograra enmascarar su ansiedad—, ¿Quién anda ahí?
—Yo —dijo Julia. Su voz sonaba rara. Muy de garganta; tal vez estaba llorando.
—¿Estas bien? —le pregunto Kirsty. Deseó poder verle la cara.
—Si —fue la respuesta—. ¿Por qué no iba a estarlo? —En el lapso de esas seis palabras, la actriz Julia recupero el control. Se le aclaro la voz; el tono se aligero—. Es que estoy cansada…—continuo—. Parece que la están pasando muy bien allá abajo.
—¿No te dejamos dormir?
—Oh, Dios, no —salto a borbotones la voz—. Solo iba al baño. —Una pausa; luego—: Vuelve abajo. Diviértete.
Al oír esta indirecta, Kirsty volvió a avanzar por el pasillo, hacia ella. Julia se aparto a último momento, evitando hasta el más leve contacto físico.
—Que duermas bien —dijo Kirsty desde la cima de la escalera.
Pero no hubo respuesta de parte de la sombra que estaba en el pasillo.
3
Julia no durmió bien. Ni esa noche, ni ninguna de las noches que siguieron.
Lo que había visto en el dormitorio húmedo, lo que había oído y, finalmente, sentido era suficiente para apartar los sueños tranquilos para siempre, o eso comenzó a creer.
Él estaba aquí. El hermano Frank estaba aquí, en la casa…y había estado aquí todo el tiempo. Separado del mundo en que ella vivía y respiraba, pero lo bastante cerca como para establecer el frágil y lastimoso contacto que había establecido. Julia no tenia pista alguna de las causas y motivos de esa situación; el detrito humano de la pared no disponía de la energía ni del tiempo necesarios par explicar su condición.
Lo único que había dicho, antes de que la pared empezara a cerrarse nuevamente sobre él y que sus despojos fueran, una vez mas, eclipsados por el ladrillo y el yeso, era
“Julia”.
Después, simplemente,
“Soy Frank”
…y, sobre el final, la palabra
“Sangre”
.
Después había desaparecido por completo y las piernas de Julia habían flaqueado. Había caído a medias, tropezado a medias, hacia atrás, contra la pared opuesta.
Cuando recupero el discernimiento, no había ninguna luz misteriosa, ninguna figura devastada anidando en los ladrillos. La aprehensión de la realidad era, una vez más absoluta.
No totalmente absoluta, quizás. Frank seguía allí, en el dormitorio húmedo. De eso no tenía ninguna duda. Podía ser invisible, pero no estaba loco. Estaba atrapado, de algún modo, entre la esfera que ella ocupaba y otro lugar: un lugar de campanas y de atribulada oscuridad.
¿Había muerto? ¿Era eso? ¿Perecido en la habitación vacía, el verano anterior, dejando su espíritu allí, a la espera de un exorcismo? Si así era, ¿Qué había ocurrido con sus restos terrenales? Solo un mayor dialogo con el propio Frank, o con sus despojos, le proporcionaría una explicación.
Tenía muy pocas dudas con respecto a los medios que debía emplear para darle fuerzas al alma en pena. Él le había dado la solución sin rodeos.
Sangre
, había dicho. Había pronunciado esas dos silabas no como una acusación, sino como un imperativo.
La sangre de Rory había caído en el suelo del dormitorio húmedo; a continuación, las salpicaduras habían desaparecido. De algún modo, el fantasma de Frank —si eso era— se había alimentado de la hemorragia de su hermano y de tal modo se había nutrido que había podido asomarse fuera de la celda y establecer el débil contacto. ¿Cuánto más podría lograr si la porción era más abundante?
Pensó en los abrazos de Frank, en su rudeza, en la insistencia de él en someterla. ¿Qué no daría por gozar de nuevo de esa insistencia? Tal vez era posible. Y si lo era —si ella podía brindarle el sustento que necesitaba— ¿Frank no estaría agradecido? ¿No se transformaría en una mascota dócil o brutal, según a ella se le antojara? La idea le quito el sueño. Le quito la cordura y también la tristeza. Se dio cuenta de que, en todo este tiempo, había estado enamorada de Frank y de luto por él. Si hacia falta sangre para recuperarlo sangre le daría, y no pensaría dos veces en las consecuencias.
En los días que siguieron, descubrió que volvía a sonreír. Rory interpreto el cambio de humor como una señal de que ella se sentía feliz en la nueva casa. El buen humor de ella encendió lo mismo en él. Rory se aplico a la decoración con renovados ánimos.
Muy pronto, dijo, se pondría a trabajar en el segundo piso. Ubicaría el origen de la humedad del dormitorio grande y lo convertiría en un cuarto digno de una princesa.
Cuando le hablo del tema, ella lo beso en la mejilla y le dijo que no tenia apuro, que el dormitorio que ya tenían era él mas adecuado. Hablar del dormitorio lo impulso a acariciarle el cuello, atraerla hacia sí y susurrarle al oído obscenidades pueriles. Ella no lo rechazo, sino que lo siguió arriba dócilmente y le permitió desvestirla, como a él le gustaba, desabotonando sus ropas con los dedos manchados de pintura. Julia fingió que la ceremonia la excitaba, aunque tal cosa estaba muy lejos de ser cierta.
Lo único que encendió un leve apetito en ella, mientras yacía en la cama crujiente con el bulto de Rory entre las piernas, fue cerrar los ojos e imaginarse a Frank como había sido antes.
Mas de una vez, su nombre se le instalo en los labios y, en todos los casos, se los mordió para no pronunciarlo.
Finalmente, abrió los ojos para recordarse a sí misma la grosera verdad. Rory estaba colmándole la cara de besos. Las mejillas de Julia se sometieron abyectamente al contacto.
Tomo conciencia de que no podría soportar esto con mucha frecuencia. El papel de esposa condescendiente le exigía un esfuerzo demasiado grande; su corazón iba a explotar.
Así, acostada debajo de Rory, mientras el aliento de septiembre que entraba por la ventana abierta le acariciaba la cara, comenzó a urdir el plan para conseguir sangre.
1
A veces le parecía que, durante su permanencia en la pared, los eones iban y venían, eones que, mas tarde, algún indicio revelaba como horas transcurridas, o incluso minutos.
Pero ahora las cosas habían cambiado; tenía una oportunidad de escapar. Su espíritu se echaba a volar con la idea. Era una oportunidad frágil; no se engañaba al respecto. Había varias razones que podían hacer fracasar sus más intensos esfuerzos. Julia, para empezar. Él la recordaba como una mujer trivial, vanidosa, cuya crianza había restringido su capacidad de sentir pasión. Él la había llevado por el mal camino, por supuesto; una vez. Recordaba ese día, de entre las miles de veces en que había llevado a cabo el acto sexual, con un poco de satisfacción. Ella se había resistido, no más de lo que le exigía su vanidad, y luego había sucumbido con un fervor tan desnudo que él había estado a punto de perder el control.
En otras circunstancias, él hubiese sido capaz de arrebatársela al, futuro marido en sus propias narices, pero las costumbres fraternales aconsejaban otra cosa. En una o dos semanas se habría hartado de ella, quedándose no solo con una mujer cuyo cuerpo ya le resultaría ofensivo, sino también con un vengativo hermano pisándole los talones. No valía la pena provocar semejante embrollo.
Además, había nuevos mundos que conquistar. Al día siguiente, partió para Oriente, a Hong Kong y Sri Lanka, rumbo a la riqueza y la aventura. Había disfrutado de ellas, también. Al menos por un tiempo. Pero, tarde o temprano, todo se le escurría de entre los dedos y, con el tiempo, comenzó a preguntarse si eran las circunstancias las que le negaban un buen control de sus ganancias o si simplemente no se preocupaba lo suficiente para conservar lo que tenía. El tren del pensamiento, una vez que arrancaba, no se detenía. En todas partes, en las ruinas que lo rodeaban, encontraba evidencias que apoyaban la misma tesis amarga: que a lo largo de su vida, no había encontrado nada —ninguna persona, ningún estado mental o corporal— que deseara lo suficiente como para estar dispuesto a sufrir siquiera una incomodidad pasajera con tal de tenerlo.
Comenzó a caer por una espiral descendiente. Paso tres meses sumergido en un baño de depresión y autocompasión que lo llevo al borde del suicidio. Pero su recién descubierto nihilismo le negó incluso esa solución.
Si no había nada que valiera la pena vivirse, de eso se deducía que tampoco había nada por lo que valiera la pena morir, ¿verdad? Avanzo a los tumbos de una esterilidad a la siguiente, hasta que todas sus ideas se echaron a perder por obra del narcótico, cualquiera que fuese, que sus inmoralidades le proporcionaban.
¿Cómo se había enterado por primera vez de la caja de Lemarchand? No lo recordaba. Tal vez en un bar; en una zanja, de labios de un compañero de desgracias. En ese tiempo era solo un rumor… este sueño de un domo de placer, donde aquellos que habían agotado las delicias triviales de la condición humana podrían descubrir una nueva definición de gozo. ¿Y la ruta para llegar a ese paraíso? Había varias, le dijeron: mapas de la interfaz entre lo real y lo mas real todavía, dibujados por viajeros cuyos huesos se habían convertido en polvo hace mucho tiempo. Uno de esos mapas estaba guardado en las criptas del Vaticano, oculto, en forma de código, en una obra teológica que nadie leía desde la Reforma. Se comentaba que otro —que adoptaba la forma de un ejercicio de origami— había estado en posesión del Marqués de Sade, que lo había utilizado durante su encarcelamiento en la bastilla para hacer un trueque con un guardia, a cambio de las hojas de papel donde luego escribió “Los 120 días de Sodoma”. Otro había sido construido por un artesano —fabricante de pájaros cantores— llamado Lemarchand, con la forma de una cajita de música de diseño tan elaborado que un hombre podía juguetear con ella la mitad de su vida sin lograr abrirla jamás.
Cuentos. Cuentos. Sin embargo, ya que había llegado al puno de no creer absolutamente en nada, no le resultaba tan difícil dejar de prestar atención a la tiranía de las verdades comprobables. Y embriagarse con tales fantasías ayudaba a pasar el tiempo.
Fue en Dusseldorf, adonde había ido para contrabandear heroína, cuando se topo nuevamente con la historia de la caja de Lemarchand. Volvió a acicatearlo la curiosidad, pero esta vez siguió el rastro de la historia hasta hallar su origen. El hombre se llamaba Kircher, aunque probablemente se adjudicaba otra media docena de nombres. Si, el alemán podía confirmar la existencia de la caja, y si, podía considerar la posibilidad de que llegara a manos de Frank. ¿El precio? Pequeños favores, aquí y allá. Nada excepcional. Frank le hizo esos favores, se lavo las manos y reclamo la retribución.