Halcón (75 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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que había llegado a Novae desde Aquitania para entregar un mensaje y que sólo se quedaría el tiempo justo para recibir la respuesta y regresar con ella a su país.

Eso me convenía. Prefería alguien de paso a un residente de la ciudad, pues así era menor el riesgo de que quisiera convertirse en mi rendido y exclusivo amante y en molestia inaceptable. Empero, debía haber indagado en su vida con más detalle para saber quién era y qué mensaje portaba; y lo habría hecho de no haber quedado prendada en un primer momento; y ello se debió a que era casi idéntico al Teodorico que antaño había conocido y tomado como compañero de viaje en Panonia. Widemaro tenía casi sus mismos rasgos, color de tez y contextura física, y era casi tan guapo y poseía su mismo desparpajo despreocupado. Así, contrariamente a todas mis precauciones cuando conocía a un hombre, le llevé a mi casa aquel mismo día y le concedí muchos más variados placeres que los que solía conceder a un nuevo amante en la primera ocasión.

Y ya que lo menciono, diré que yo también disfruté más de lo acostumbrado durante la primera cópula; Widemaro se parecía mucho más al joven Teodorico de lo que yo podía imaginar, aun viendo con mis propios ojos su gran parecido físico. Y había otra razón más tangible. Yo siempre me había imaginado que el apéndice amatorio de Teodorico debía ser de un vigor notable. Y así fue como resultó

ser el de Widemaro, y lo utilizaba con encomiable destreza.

Me revolqué de tal manera, en medio de un rapto indescriptible, que cuando concluimos nuestros retozos, decidí recompensarle por sus méritos y cambié de posición para agasajarle con una caricia especial. Pero al inclinarme sobre su emfaascinum y ver que era de un fuerte color oscuro, retrocedí

exclamando:

— em¡Liufs Guth! ¿Padeces alguna enfermedad?

— emNe, ne —contestó riendo—. Es un simple antojo de nacimiento. Pruébalo y verás. Lo hice y no me había mentido.

Aquella tarde le dije que se marchase porque había de vestirme para un compromiso que tenía más tarde, y nos separamos con fervientes gracias y cumplidos por ambas partes y expresando nuestro deseo de volver a vernos en otra ocasión. Dudo mucho de que Widemaro esperara verme; yo, por mi parte, no lo esperaba.

Pero nos vimos, y aquella misma noche. Mi compromiso era en el palacio de Teodorico, que había invitado al mariscal Thorn a un banquete, pero yo no sabía que se celebraba en honor de un emisario llamado Widemaro; como le presentaron a tantos cortesanos, seguramente no debió darse cuenta de que a uno de ellos le había ya conocido en circunstancias muy distintas. En cualquier caso, yo sí que me sentí

lógicamente un tanto incómodo cuando Teodorico nos enfrentó, diciendo:

— emSaio Thorn, da la bienvenida a mi primo Widemaro, hijo del hermano de mi difunta madre. Aunque es un noble amalo, Widemaro optó hace años por buscar fortuna en Aquitania, en Tolosa, la corte del balto Eurico, rey de los visigodos.

Le saludé con el brazo alzado y dije con mi más profunda voz masculina:

— emWaíla-gamotjands.

Widemaro me devolvió el saludo sin el menor indicio de haberme reconocido.

—Widemaro —prosiguió Teodorico— ha llegado como emisario, con la nueva de que el rey Eurico y el rey romano Odoacro han concluido un acuerdo para a establecer como frontera entre sus dominios los Alpes Maritimae. A nosotros poco no afecta, naturalmente, pero me place que me lo hayan informado, por el simple hecho de que ha dado pie a la visita de Widemaro. No nos veíamos desde que éramos niños.

—Te deseo una agradable estancia en Novae, joven Widemaro —dije yo, cortésmente.

— emAj, ya ha sido más que agradable —contestó él, sin el menor asomo de doble sentido o insinuación.

A continuación, mientras los numerosos invitados bullían por el salón charlando y bebiendo, logré

alejarme de él y, cuando todos pasamos al comedor a ocupar las camillas para la cena, yo me acomodé en

una alejada de ellos dos. Pero debí beber imprudentemente en exceso, porque antes de que concluyera la velada hice un comentario imprudente por demás.

Estaba contando Teodorico a su primo los acontecimientos de su vida en todos aquellos años que habían estado separados y, a tenor con la animación de la fiesta, le relataba los más superficiales y entretenidos. Los demás invitados escuchaban con interés, salvo cuando se carcajeaban o le interrumpían añadiendo detalles de su propia cosecha, generalmente groseros o indecentes. Y no sé por qué yo me sentí

impulsado a contribuir con una salacidad; supongo que al ver a Widemaro y a Teodorico juntos, tan parecidos, la borrachera me haría equivocarme respecto a la naturaleza que en aquel momento encarnaba. En cualquier caso, estaba demasiado ebrio para darme cuenta de que debía pasar desapercibido.

—…y entonces, Widemaro —decía Teodorico muy risueño—, cuando pusimos sitio a Singidunum, me puse a vivir con una moza de allí para pasar el tiempo, y aún la tengo conmigo. No sólo no me la he quitado de encima, sino que fíjate —añadió, señalando a su esposa, reclinada en medio de otras cortesanas—, ¡se multiplica!

Cierto, Aurora tenía otro visible embarazo, pero ahora no le turbó la broma; se limitó a sacarle la lengua a Teodorico y a reírse con las demás. Y fue en ese momento cuando se oyó mi voz por encima de las risas.

—¡Y fíjate que Aurora ya no se ruboriza! ¡Teodorico, dile a Widemaro cómo se ruborizaba! em¡Vái, se ponía de un color más oscuro que el antojo del emsvans de Widemaro!

Las risas cesaron inmediatamente, salvo alguna risita femenina aquí y allá. Y, como si mi exabrupto relativo a cosa tan íntima no fuese bastante, la palabra em«svans» cayó como un jarro de agua fría en aquella reunión mixta. Varias mujeres enrojecieron como tomates —igual que Widemaro— y emtodos volvieron la vista hacia mí, atónitos. Sin duda el silencio se habría roto inmediatamente por una avalancha de preguntas para saber en qué consistía la gracia, pero yo, dándome cuenta demasiado tarde de mi indiscreción, tuve el suficiente buen sentido para fingir un desvanecimiento por efecto de la ebriedad y me dejé caer al suelo. Lo cual suscitó nuevas risitas femeninas y algunas exclamaciones sordas de

«¡Dumbsmunths!» por parte de los varones. Yo seguí tendido donde estaba, con los ojos cerrados, y fue un alivio oír que Teodorico reanudaba su relato sin que ninguno hiciese comentarios de mi zafia interrupción.

Pero no podía quedarme tumbado allí; afortunadamente el mariscal Soas y el médico Frithila vinieron en mi ayuda, no sin desaprobatorios resoplidos, me echaron agua en la cabeza y en la boca y, casi asfixiado, fingí recobrar el conocimiento. Les di las gracias con voz estropajosa y dejé que me llevaran a un rincón apartado, en donde me sentaron en un banco, apoyándome en la pared; cuando se alejaron, la preciosa cosmeta Swanilda se acercó a acariciarme la cabeza mojada, musitando palabras de consuelo, a las que yo respondí con balbucientes excusas por mi estupidez. Finalmente, comenzaron a marcharse los invitados y Swanilda me dejó; yo trataba de pensar en el mejor modo de abandonar palacio tambaleándome, pero lo más desapercibido posible, cuando, de pronto, vi que Widemaro estaba delante de mí con las piernas separadas y los brazos en jarras, preguntándome en voz baja para que no le oyeran, pero lo bastante audible para que pudiera fingir no enterarme:

—¿Cómo sabías lo del antojo?

Le sonreí lo más bobamente de que fui emcapaz y contesté con fingida torpeza:

—Porque —quería decir porque— hemos calentado la misma cama.

—Ah, vaya —dijo él, sin darle importancia, levantándome la barbilla y escrutándome el rostro—. Claro que estaría caliente si la has usado en el poco tiempo desde que la dejé y tú llegaste a la fiesta —

añadió, también sin darle importancia.

No supe qué responder y le dirigí otra sonrisa bobalicona. Él me sostuvo la cabeza alzada y me miró

detenidamente, para, finalmente, decir:

—No te preocupes. Yo no soy chismoso. Pero me lo pensaré… y no lo olvidaré… Y salió del salón, haciendo yo lo propio poco después.

Lo normal es que hubiese optado por no acercarme a palacio durante algún tiempo, hasta que mi atroz comportamiento se hubiese olvidado, pero ansiaba saber si había caído irremediablemente en desgracia con Teodorico y Aurora y los demás cortesanos. Y más ganas tenía de saber si Widemaro se había quejado en público de mi falta de respeto ante un emisario oficial. Así, pese a mis temores (y terrible dolor de cabeza) comparecí a primera hora del día siguiente.

Mis recelos disminuyeron notablemente cuando Teodorico no me regañó y se limitó a sonreírme y a reprocharme que hubiese bebido emaisanasa, hasta enrojecer mi nariz, como se decía en el antiguo lenguaje. Me dijo también que Widemaro ya había partido aquella misma mañana hacia Aquitania, sin más comentarios sobre mi ebrio exabrupto que una simple sonrisa. Por su parte, Aurora me miró, contuvo maternalmente la risa, y se marchó a la cocina a prepararme un tazón de vino de Camerinum con ajenjo y atanasia, que me trajo, diciéndome con una sonrisa em«Tagl af wulfa» —la cola del lobo que me había mordido, como se dice en el antiguo lenguaje—, y yo me lo bebí sumamente agradecido. Así, no había caído irremediablemente en desgracia y no se me reprochó aquel desafuero. Además, ni Teodorico, ni Aurora ni nadie me inquirió posteriormente de qué «antojo» se trataba ni nada parecido. De todos modos, si nadie me mostró desdén por mi comportamiento, yo sí que me lo reprochaba, pues sabía que Widemaro se había comportado con mayor decencia que yo y, pese a las sospechas o intuiciones que hubiera tenido sobre mi gran secreto, no se lo había dicho a nadie. O es lo que yo creí, pues hasta más tarde —y en otro país— no me percataría de las consecuencias de aquel fatídico encuentro entre Veleda, Widemaro y Thorn.

IX. La búsqueda
CAPITULO 1

Seguí ocupando mi tiempo en sencillas actividades y no en auténtica acción, hasta que me di cuenta del tiempo que había transcurrido. Caí en la cuenta un día en que cabalgaba desde mi granja a Novae y me encontré con el físico Frithila en la calle.

—¿Sabéis la noticia, emsaio Thorn? —me dijo—. Anoche la dama Aurora dio a luz otra hija.

—¿Eso decís? Tengo que darme prisa en llegar a palacio y presentar mi enhorabuena y obsequios. Pero… emgudisks Himins… —añadí, haciendo cálculos—. He estado retirado ociosamente desde antes del nacimiento de la primera hija del rey, y Arevagni ya no es tan pequeña. ¡Cómo corre el tiempo! —Frithila asintió con la cabeza—. ¿Cómo es que no os regocijáis, emlekeis, al dar la grata nueva? —inquirí.

—No es tan grata. La madre murió en el parto.

— em¡Gudisks Himins! —repetí, realmente conmocionado—. Ella, que era una mujer fuerte, de origen campesino… ¿Se han dado circunstancias adversas?

—Ninguna —contestó con un suspiro, abriendo las manos—. Llegó a término y dio a luz tan bien como en la otra ocasión. Y lo hizo con los simples dolores propios, mientras la comadrona la masturbaba debidamente para aliviárselos; fue un parto fácil y la niña nació normal en todos los sentidos, pero, después, la madre entró en coma y murió. emGutheis wilja theins —añadió, encogiéndose de hombros, queriendo decir que era la voluntad de Dios.

El mismo piadoso comentario le hice yo a Teodorico al darle el pésame: em«Gutheis wilja theins.»

—¿La voluntad de Dios? —repitió él, amargamente—. ¿Llevarse una vida irreprochable, privándome de mi adorada consorte, y dejando dos hijas sin madre? La voluntad de Dios, ¿ verdad ?

—Según la Biblia —le dije—, Dios se privó a sí mismo, dando a su hijo unigénito…

— em¿Aj, balgs-daddja? —replicó sarcástico, para mi gran sorpresa de oírle calificar de «tonterías» las Sagradas Escrituras—. La palmaria mendacidad de esa historia de la Biblia —añadió, acrecentando la blasfemia— es precisamente lo que induce a no reverenciar a Jesucristo, ni elogiarle o admirarle.

—¿Pero qué dices?

Yo no tenía conocimiento de las opiniones de Teodorico en cuanto a la religión en general ni del cristianismo en particular, y me causó profunda impresión oírle hablar tan sacrilegamente.

—Thorn, piénsalo. Se nos dice que, para expiar los pecados de los mortales, Jesús padeció

valerosamente una indecible agonía en la cruz. Pero Jesús sabía que con su muerte iba directamente al cielo, a compartir el trono celestial y gozar de la vida eterna y de la adoración de todos los cristianos. ¿No lo comprendes? Jesús no arriesgaba nada. La madre de más baja condición arriesga mucho más, pues para dar la vida a un hijo padece igual agonía, y si muere en medio de ese tormento no sabe el destino que la aguarda ni tiene la seguridad de que con su sacrificio vaya a merecer el cielo. emNe, ni allis. Es mucho más valiente que Jesús, mucho menos egoísta e infinitamente más digna de elogio, ensalzamiento y respeto.

—Creo que estás algo sobreexcitado, viejo amigo —dije—. Aunque puede que esté de acuerdo contigo; no se me había ocurrido tal comparación, ni creo que así lo haya pensado ningún cristiano. No

obstante, Teodorico, espero de todo corazón que semejantes cosas no las afirmes más que entre tus íntimos…

—Naturalmente —contestó él, con sonrisa entristecida—. No vayas a creer que ansio suicidarme; soy rey de una nación cristiana, y debo respetar públicamente la fe de mi pueblo, al margen de mis opiniones personales —añadió con un profundo suspiro—. Un rey debe ser político antes que nada, y tengo que contenerme para no dar una patada al viejo emsaio Soas al oírle decir que la muerte de Aurora ha sido lo mejor que podía suceder.

— em¿Lo mejor? —exclamé—. ¿Pero cómo ese viejo sin corazón, apergaminado…?

—Lo mejor en lo que respecta a los intereses de mi pueblo. Es decir, la sucesión real. Soas sugiere que una nueva consorte… o mejor, una esposa real legítima, me dé un hijo varón.

— emJa, eso hay que considerarlo —tuve que admitir.

—Entretanto, por si esta segunda hija resulta ser mi último vastago, la he puesto el nombre de nuestra nación y se llamará Thiudagotha: la del pueblo godo.

—Un nombre verdaderamente regio —dije—. Estoy seguro de que hará honor al mismo.

—Pero, emaj, voy a echar de menos a Aurora. Era una mujer muy adaptable y tranquila; pocas hay como ella. Mucho dudo que Soas me encuentre una igual, pero ya está haciendo una lista de posibles princesas. Él espera encontrar una cuyo matrimonio conmigo resulte en una buena alianza entre los ostrogodos y otro monarca poderoso. Sin embargo, para eso yo necesitaría ser también un monarca más importante y mis guerreros algo más que simples perros de guardia de Zenón.

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