Halcón (78 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Historica

BOOK: Halcón
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sea!

Asentí con la cabeza, obediente, y hasta esbocé un saludo, aunque estábamos sentados —Teodorico, Soas y yo— y no suele saludarse estando sentado; celebrábamos consejo en la misma casita de las afueras de Singidunum en que me había recibido Teodorico la primera vez; él podía haber confiscado para empraitoñaún la mejor mansión de la ciudad, pero había preferido seguir en la humilde morada de Aurora y sus padres.

Soas era un hombre de pelo y barba grises, casi tan viejo como Wyrd, y se le parecía mucho. Pero ahí acababa todo, pues el mariscal era un hombre parco en palabras; no hacía objeciones a la misión que se le encomendaba, ni mostraba celos ni disgusto por mi inopinado nombramiento, por el que compartía con él el mariscalato; en las pocas ocasiones en que hablábamos, nos tratábamos respetuosamente de

em«saio», a pesar de la gran diferencia de edad.

Yo había protestado con toda franqueza, considerándome indigno de la misión, pues la veía con cierta turbación; aunque también diré con toda franqueza que me apasionaba la idea, pues en mi vida había pensado poder ver la Nueva Roma que decían era Constantinopla, y menos presentarme en la corte imperial y ser recibido en audiencia por el propio emperador; me sentía igual que cuando me expulsaron del monasterio para meterme en el convento de monjas: reacio y a la vez ilusionado por la perspectiva de imprevisibles aventuras.

—No tengo el menor empeño en quedarme en esta ciudad —prosiguió Teodorico—. Como cualquier otro godo libre, no me gustan las ciudades amuralladas. Prefiero la ciudad amala de Novae en la planicie, a orillas del Danuvius. Pero vosotros no debéis comentárselo a los emperadores, sino hacerles creer que codicio Singidunum y que porfío quedarme en ella para convertirla en capital y dejar Novae. Aquí me quedaré hasta que obtenga lo que quiero a cambio. Ó, mejor dicho, conservaré esta ciudad cuanto pueda. Así pues, presentad mis demandas a Ravena y Constantinopla antes de que pueda perderla por un contraataque sármata.

Alargó el brazo por encima de la mesa para entregarnos una hoja de piel de oveja con numerosas líneas escritas por su propio puño y sellada con el monograma en lacre rojo.

—Me he pasado casi toda la noche en vela redactándolas —dijo—. En latín la tuya, emsaio Soas, y en griego la que llevas tú, emsaio Thorn.

—Hablo algo de griego, Teodorico, pero no sé leerlo —musité excusándome.

—No hace falta. En Constantinopla todos los funcionarios saben griego. De todos modos, tú y Soas sabéis lo que quiero, que los emperadores me muestren su gratitud por haber reconquistado Singidunum a los sármatas, y me envíen un emvadimonium —un empactum— renovando y ratificando los tratados concertados entre el imperio y mi difunto padre. A saber: que a los ostrogodos se nos garantiza la propiedad permanente de las tierras de Moesia Secunda que nos concedió León primero. Queremos, además, que se restablezca la emconsueta dona por nuestros servicios como guardianes de la frontera del imperio mediante el pago de trescientas libras de oro anuales, como antes. Una vez que tenga ese pacto en mis manos, entregaré la ciudad a la fuerza de guarnición que el imperio estime enviar. Pero no lo haré

mientras no tenga el empactum y quede satisfecho de su buena fe y validez y conste que ningún emperador que suceda a Julius Nepos y a León puede abrogarlo, rechazarlo o modificarlo.

—¿Y cómo demostramos emsaio Soas y yo a los respectivos emperadores que has conquistado Singidunum? —inquirí.

Los dos me dirigieron una mirada de exasperación, pero Teodorico contestó:

—La palabra de rey debe bastar. No obstante, igual que tú has planteado imprudentemente la pregunta, otros pueden hacerlo. Por consiguiente, tú y emsaio Soas llevaréis una prueba irrefutable. ¡Aurora

—exclamó, alzando la voz—, trae la carne!

A tan curiosa orden, yo esperaba que la muchacha trajese fuentes o tajaderos, pero vino de la cocina con dos bolsas de cuero como las que yo había visto antes, y se las entregó al rey, quien abrió una, miró

dentro y se la entregó a Soas, dándome a mí la otra y diciendo sin darle importancia:

—Aurora también se ha pasado en vela casi toda la noche, ahumándolas para que no se pudran y no huelan cuando las entreguéis; la cabeza de Camundus a Julius Nepos y la del rey Babai a León segundo.

¿Te parece prueba bastante, saio Thorn?

Volví a asentir con la cabeza, escarmentado.

em—Saio Soas, tu viaje hasta Ravena es el más largo; mejor será que salgas cuanto antes.

—¡Inmediatamente, Teodorico! —vociferó el anciano, poniéndose enérgicamente en pie, saludando y abandonando la casa.

Antes de que pudiera preguntar cómo iría a Constantinopla, Teodorico dijo:

—En el río te espera una barcaza bien aprovisionada y con una tripulación de confianza; descenderás por el Danuvius hasta mi ciudad de Novae en Moesia. Como ya conoces al emoptio Daila, será

él quien te acompañe con dos arqueros, por si os tropezáis con piratas u os sucede algún contratiempo en el río. La barcaza puede cargar perfectamente vuestros cuatro caballos, pero quiero que tengáis un séquito de criados más importante cuando lleguéis a Constantinopla. Por eso, llevarás esta otra carta a Novae para mi hermana Amalamena, con instrucciones para que os provea de más guerreros y monturas. Y es posible que quiera acompañarte con su servidumbre, pues, igual que tú, no conoce Constantinopla. Ya verás cómo te gusta; es atractiva, encantadora y se hace querer por todos. Además, ella se encargará de vestir y equipar con el debido boato a tu séquito y preparar las provisiones para el viaje por tierra desde Novae.

¡Y eso es todo! ¿Aún te parece imposible, Thorn? ¿Te sigue atemorizando ir de mariscal mío a la corte imperial?

— emNe, ne, ni allis. ¿Alguna recomendación más? —contesté.

¿Qué iba a decir si él mismo me señalaba que una simple mujer estaba decidida a emprender el viaje para ver al augusto emperador León?

— emNe, únicamente esperar que regreses pronto con el empactum que te he encargado. ¡Que así sea!

El canoso Daila, aunque sólo me conocía del día anterior como el recluta más nuevo, más pequeño y más bajo (en estatura y categoría) de la emturma bajo su mando, me saludó ya formalmente al subir a emVelox a la barcaza; y lo hizo sin sorna ni mueca alguna —igual que los dos arqueros, veteranos como él—

, y yo me contenté con devolverles tímidamente el saludo, absteniéndome después de darles órdenes que les exigieran saludarme. En cualquier caso, no tuve necesidad de dar ninguna orden, pues el viaje transcurrió sin contratiempos y no hubo que enfrentarse a piratas ni repeler emboscadas desde la orilla; tampoco tuve que dar órdenes a la tripulación, porque conocían su obligación y los caprichos del Danuvius mejor que yo.

Hasta entonces, el Danuvius por el que yo había navegado no había sido más que una corriente de agua rápida, ancha y marrón; pero con la confluencia del río Savus por encima de Singidunum, se había hecho más ancha —tendría más de media milla romana— y apenas se veían los bosques de la otra orilla. No obstante, a un día de navegación aguas abajo, el río cambiaba completamente de carácter; ahora tenía que abrirse paso entre dos importantes cadenas montañosas, los Carpatae al norte y los Haemus al sur, y, como discurría por un desfiladero, de paredes de piedra gris cortadas a pico, la ancha corriente de agua se reducía a un canal de blanca espuma rugiente como la de una cascada, de menos de un estadio de ancho. Los caballos se afirmaron bien sobre sus cuatro patas y Daila y los arqueros se asieron con fuerza a la barca que daba banzados y sacudidas, cabeceando y dando virajes; pero la tripulación se mantuvo impasible durante aquel peligroso tramo, manejando con gran habilidad pértigas y timón para mantenerla en medio de la corriente y lejos de las paredes rocosas que habrían podido hacerla astillas. Como ya conocía lo que es el combate, puedo afirmar que enaltece todos los sentidos, emociones y reacciones; pero ahora he de añadir que, hallarse en el centro de esa pugna de dos elementos tales, el agua y la tierra, es tan estimulante como verse en pleno combate. Navegaba por un río que se había abierto camino a través de la roca y seguía haciéndolo triunfalmente, y, cual si me encontrara en el fragor del

combate, sentía cómo se habían acrecentado mi percepción y mi celo. Aunque había una diferencia, y no muy agradable: cuando te ves en medio del combate entre dos elementos muy poderosos, creo que no se puede adoptar partido ni puedes aliarte con ninguno de los dos, ni puedes dar golpes y pararlos, y lo único que puedes hacer es aguardar encogido y esperar salir con vida.

Yo diría que por esto los paganos de la antigüedad reverenciaban a los dioses de la tierra aún más que a los de la creación, el amor y la guerra.

Aquella etapa del viaje entre furiosos y turbulentos elementos duró casi todo un día, que me pareció

una semana, pero concluyó tan de repente como había comenzado, al salir el río del estrechamiento montañoso y ensancharse, desapareciendo también los Carpatae y los Haemus para dar paso a bosques, prados y terreno de malezas; el Danuvius, como agradecido por verse libre de constricciones, cambió su rugido por una especie de suspirar contenido, aminoró su ritmo de furioso galope a paso plácido, recuperó

su color marrón y retornó a su anchura. La tripulación condujo la barca a un prado de la orilla en el que los caballos pastaron y nosotros nos tomamos un descanso en tierra firme cenando tranquilamente. Los marineros se echaron a reír al ver que nosotros, los cuatro guerreros, y los caballos andábamos tambaleantes, y los arqueros refunfuñaban que no se habían alistado en el ejército de Teodorico para ser marineros de agua dulce. Estoy seguro de que la tripulación tenía los músculos tan entumecidos y los huesos tan cansados como nosotros, y que sólo hacían buena cara al mal tiempo para burlarse de nosotros; mientras comíamos y bebíamos, nos dijeron que disfrutásemos de los siguientes días de navegación, y comentaron que el tramo que acabábamos de dejar atrás se llamaba el desfiladero de Kazan y que comparado con los rápidos de más adelante, de la Puerta de Hierro, era como el plácido emtepidarium de unas termas romanas.

Los días que siguieron pudimos por fin desentumecer los músculos y recuperarnos de los dolores y contusiones; el Danuvius fue haciéndose poco a poco tan ancho como un lago entre montañas, sin auténticas orillas, sino una serie de marismas y ciénagas, con una corriente central tan lenta que los marineros tenían que emplearse a fondo con las pértigas para avanzar más rápido que ella. De todos modos, a nosotros nos parecía un paso insoportable, porque ahora a los dolores habían sucedido los picores, acosados como estábamos por mosquitos, moscas y toda clase de insectos voladores que llegaban en densas nubes desde las marismas para saciarse en nosotros y atormentarnos indeciblemente. A los marineros —supongo que por estar bien acostumbrados— no parecían preocuparles y solamente de vez en cuando despejaban el aire con la mano delante del rostro para poder ver bien; pero nosotros cuatro no hacíamos más que rascarnos y sangrar, incapaces de dormir, y estábamos al borde de la locura; teníamos toda la piel enrojecida de rascarnos; los tres guerreros barbudos se habían arrancado pelos de la barba y las picaduras eran tan numerosas que teníamos cara y manos hinchadas y abotargadas, los párpados medio cerrados y los labios inflados y en carne viva. Los caballos, pese a su piel más gruesa, tenían la desventaja de no poderse rascar y se estremecían, moviéndose de un lado para otro y dando coces de tal modo que temíamos no abriesen un agujero en la barca, haciéndonos perecer en el maldito lugar.

Fue un auténtico alivio cuando, tras lo que se nos antojó una eternidad, el Danuvius volvió a correr más de prisa y con la velocidad disminuyó el número de insectos; desaparecieron, finalmente, al entrar el río y la barca en otro tramo encajonado entre farallones. En él, el zarandeo fue, como habían dicho los marineros, mucho peor que en el desfiladero de Kazan y mucho más prolongado. Pero a Daila, a los arqueros y a mí —e imagino que también a los caballos— nos pareció una tortura más soportable que la de los insectos.

Comprendí por qué a aquel estrecho se llamaba de Hierro, pues allí los acantilados rocosos no eran grises, sino de un color oscuro de herrumbre, y entendí también que lo llamasen la Puerta, pues al hallarse tan próximas las alturas, una tropa situada allá habría podido lanzar una lluvia de flechas, fuego, piedras o troncos de árbol capaz de impedir el paso de cualquier embarcación o hasta de la flota de dromos de toda la marina romana. Pero no surgió fuerza alguna que hiciera tal cosa y nuestra embarcación avanzó sin sorpresas por aquel descenso espumoso, dando tumbos y bandazos sin fin. Lo cruzamos sin ningún contratiempo, aunque salimos del tormento más maltratados, cansados y mareados que del paso de

Kazan. Esta vez, los marineros se apiadaron de los pasajeros y dirigieron la barca hacia la orilla izquierda, donde nos recuperamos durante dos días.

Allí estaba la primera población que veíamos en nuestro viaje; era una simple aldea, pero ostentaba el distinguido nombre de Turris Severi, derivado de un monumento local, la torre de piedra edificada, más de dos siglos atrás, por el emperador Severo para conmemorar su victoria sobre las tribus bárbaras de los cuados y los marcomanos. Desde luego, una de las condiciones que Severo impuso a los vencidos fue que se asentasen allí para dedicarse a socorrer a los viajeros que sufrieran accidentes en la Puerta de Hierro o que, como nosotros, saliesen del paso en lamentables condiciones. Bien, los aldeanos descendían de los supervivientes de aquellas tribus y nos trataron con gran hospitalidad; nos dieron ungüento de verbena azul para curar las picaduras de insectos y nos ayudaron mucho a paliar las hinchazones y los picores, y nos ofrecieron una bebida de tintura de raíz de valeriana que nos apaciguó los nervios y nos sentó el estómago; y cuando ya pudimos comer, nos obsequiaron con pescado fresco del río y verdura de sus huertos.

Durante el resto del viaje no hubo más trechos de aguas turbulentas y disminuyó la posibilidad de que nos tropezásemos con piratas; a partir de Turris Severi seguimos plácidamente corriente abajo, pero había más tráfico, además de las embarcaciones de patrulla de la flota de Moesia. De nuevo el cauce era ancho, marrón y lento, y el paisaje que atravesábamos árido y monótono hasta que llegamos a nuestro destino, Novae, en la orilla derecha.

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