Y se derrumbó.
Seldon contempló el cuerpo inconsciente de Gruber sin poder creer en lo que estaba viendo.
Todo había salido bien por el más minúsculo de los márgenes. Seguía con vida. Raych estaba vivo. Andorin había muerto, la conspiración joranumita había fracasado y pronto no quedaría ni un solo miembro de la organización en libertad.
El centro había resistido, tal y como había predicho la psicohistoria.
De repente un hombre había matado al Emperador por una razón tan trivial que desafiaba toda pretensión de análisis.
«¿Y qué vamos a hacer ahora? – pensó Seldon con desesperación-. ¿Qué va a ocurrir?»
DORS, VENABILI. La vida de Hari Seldon está envuelta en leyendas e incertidumbres, por lo que hay muy pocas esperanzas de que algún día se llegue a contar con una biografía que esté realmente basada en los hechos. Es muy posible que el aspecto más enigmático de su existencia sea el referente a su consorte, Dors Venabili. Antes de que Dors Venabili se presentara en la Universidad de Streeling y se incorporase al profesorado de la Facultad de Historia, no existía ningún dato sobre ella, salvo el de que nació en el mundo de Cinna. Conoció a Seldon poco después de su llegada a la Universidad de Streeling y fue su consorte durante veintiocho años, y por imposible que parezca, su vida es todavía más legendaria que la de Seldon. Se cuentan historias totalmente increíbles sobre su velocidad y su fuerza, y sus contemporáneos solían referirse a ella -puede que en susurros- llamándola «la Mujer Tigre». Su desaparición de la escena histórica es todavía más asombrosa que su aparición, pues después de cierta fecha no se sabe nada más sobre ella y no existe indicación de qué le ocurrió.
De su papel como historiador pueden tomarse como ejemplos sus…
ENCICLOPEDIA GALÁCTICA
Contados en Tiempo Galáctico Estándar -todo el mundo usaba el TGE para contar-, Wanda tenía casi ocho años, y era toda una pequeña dama de modales corteses y refinados. Tenía la cabellera lacia de un color castaño claro. Sus ojos eran azules, pero se estaban oscureciendo y quizás acabaría por tener los ojos castaños de su padre.
Wanda estaba sentada perdida en sus pensamientos. Sesenta…
Era el número que la preocupaba. El abuelo estaba a punto de celebrar su cumpleaños e iba a cumplir sesenta años, y sesenta era un número muy grande. Wanda estaba preocupada porque la noche anterior había tenido una pesadilla en la que aparecía el número sesenta.
Fue en busca de su madre. Tendría que preguntárselo.
Su madre no resultó muy difícil de encontrar. Estaba hablando con el abuelo, seguramente sobre el cumpleaños. Wanda vaciló. Preguntárselo delante del abuelo no estaría bien.
Su madre no tuvo ninguna dificultad para detectar la inquietud de Wanda.
–Un momento, Hari -dijo-. No sé qué le pasa a Wanda… ¿Qué tienes, querida?
Wanda tiró de su mano.
–Aquí no, madre. En privado.
Manella se volvió hacia Hari Seldon.
–¿Ves qué pronto empieza? Vidas privadas, problemas privados… Claro que sí, Wanda. ¿Quieres que vayamos a tu habitación?
–Sí, madre -dijo Wanda aliviada.
Madre e hija fueron a la habitación de la niña cogidas de la mano.
–Bien, Wanda, ¿cuál es el problema?
–Madre, el abuelo…
–¡El abuelo! Pero Wanda, el abuelo jamás haría nada que te pudiera disgustar.
–Bueno, pues lo está haciendo. – Los ojos de Wanda se llenaron de lágrimas-. ¿Se va a morir?
–¿Tu abuelo? ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza, Wanda?
–Va a cumplir sesenta años. Eso es ser muy viejo…
–No, no lo es. No es joven, pero tampoco es viejo. Las personas pueden vivir ochenta, noventa e incluso cien años, y tu abuelo está fuerte y sano. Vivirá mucho tiempo.
–¿Estás segura? – preguntó Wanda mientras suspiraba hondamente.
Manella cogió a su hija por los hombros y la miró a los ojos.
–Todos tenemos que morir algún día, Wanda. Ya te lo he explicado en alguna ocasión, pero a pesar de eso no nos preocupamos de ello hasta que el día está muy, muy cerca. – Le limpió los ojos con gran delicadeza-. El abuelo seguirá viviendo hasta que tú hayas crecido y tengas tus propios bebés, ya lo veras. Y ahora, ven conmigo. Quiero hablar con tu abuelo.
Wanda volvió a suspirar.
Cuando regresaron, Seldon se volvió hacia la niña y le lanzó una mirada llena de simpatía.
–¿Qué ocurre, Wanda? ¿Por qué estás triste?
Wanda meneó la cabeza.
Seldon volvió la cabeza hacia la madre.
–Bien, Manella, ¿qué ocurre?
Manella también meneó la cabeza.
–Tendrá que decírtelo ella misma.
Seldon se sentó y dio unas palmaditas sobre su regazo.
–Ven, Wanda. Siéntate aquí y cuéntame tus problemas.
La niña obedeció y se removió durante unos momentos hasta estar cómoda.
–Tengo miedo.
Seldon la rodeó con un brazo.
–Te aseguro que tu viejo abuelo es de lo más inofensivo.
Manella torció el gesto.
–No tendrías que haber usado esa palabra.
Seldon alzó los ojos hacia ella.
–¿Cuál? ¿Abuelo?
–No. Viejo.
Aquello pareció romper el dique, y Wanda se echó a llorar.
–Eres viejo, abuelo.
–Sí, supongo que sí. Tengo sesenta años. – Seldon se inclinó para acercar su rostro al de Wanda-. A mí tampoco me gusta demasiado, Wanda, por eso me alegro de que tú sólo tengas siete años y vayas a cumplir ocho.
–Tienes los cabellos blancos, abuelo.
–No siempre los tuve. Se me volvieron blancos hace poco.
–Los cabellos blancos quieren decir que te vas a morir, abuelo.
Seldon puso cara de sorpresa.
–¿A qué viene todo esto? – preguntó volviéndose hacia Manella.
–No lo sé, Hari. Son ideas que se le han ocurrido de repente.
–Tuve una pesadilla -dijo Wanda.
Seldon carraspeó para aclararse la garganta.
–Todos tenemos pesadillas de vez en cuando, Wanda. Es bueno que las tengamos. Los sueños nos libran de los malos pensamientos, y cuando nos hemos librado de ellos nos sentimos mejor.
–Soñé que te morías, abuelo.
–Lo sé, lo sé… Se puede soñar con la muerte, pero eso no significa que el sueño tenga ninguna importancia. Mírame. ¿No ves lo vivo que estoy? Estoy contento…, mira, me río… ¿Tengo aspecto de estar muriendo? Venga, responde.
–N-no.
–Bueno, pues deja de preocuparte. Ahora sal a jugar y olvida todo esto. Celebraré mi cumpleaños y todo el mundo lo pasará en grande. Anda, querida, ve a jugar.
Wanda se marchó con cara de estar más tranquila, pero Seldon le hizo una seña a Manella pidiéndole que se quedara.
–¿De dónde crees que puede haber sacado semejante idea? – preguntó Seldon.
–Vamos, Hari… Tenía un gecko salvaniano que murió, ¿recuerdas? El padre de una amiguita suya murió en un accidente y ve muertes en la holovisión continuamente. Ningún niño puede estar lo bastante protegido como para ignorar que la muerte existe y, francamente, no me gustaría que mi hija estuviese tan protegida. La muerte forma parte esencial de la vida, y Wanda tiene que hacerse a la idea.
–No me refería a la muerte en general, Manella. Me refería a mi muerte en particular. ¿Quién le ha metido esa idea en la cabeza?
Manella vaciló. Quería mucho a Hari Seldon. «¿Quién podría no quererle? – pensó-. ¿Cómo puedo decírselo?» Pero… Tenía que decírselo, ¿no?
–Hari, tú mismo se la metiste en la cabeza -murmuró.
–¿Yo?
–Pues claro que sí. Llevas meses diciendo que vas a cumplir sesenta años y quejándote de que te haces viejo. Hemos organizado esta fiesta sólo para consolarte, ¿entiendes?
–Cumplir sesenta años no tiene nada de divertido -dijo Seldon con cierta indignación-. ¡Espera, espera! Ya lo descubrirás…
–Sí, ya lo descubriré…, siempre que tenga un poco de suerte. Algunas personas no llegan a los sesenta años. Bueno, da igual. Si siempre estás hablando de lo mismo, de que te estás haciendo viejo, es lógico que una niña tan impresionable como Wanda acabe asustándose.
Seldon suspiró y puso cara de sentirse bastante confuso.
–Lo siento, pero resulta bastante duro. Fíjate en mis manos… Se están cubriendo de manchas, y no tardarán en deformarse. Apenas puedo practicar la lucha de torsión. Creo que hasta un niño sería capaz de ponerme de rodillas…
–¿Y en qué te diferencia eso del resto de personas que tienen sesenta años? Por lo menos tu cerebro sigue funcionando tan bien como siempre. ¿Cuántas veces has dicho que eso es lo único que realmente importa?
–Ya lo sé, pero echo de menos mi cuerpo.
–Sobre todo porque Dors no parece envejecer ni un día, ¿verdad? – replicó Manella con una pizca de malicia.
–Bueno -murmuró Seldon con incomodidad-, sí, supongo que…
Desvió la mirada. Estaba claro que no quería hablar de aquello.
Manella contempló a su suegro con expresión pensativa. El problema estribaba en que Seldon no sabía nada de los niños…, ni de las personas en general. Manella apenas podía creer que hubiese servido al difunto Emperador durante diez años y hubiera acabado entendiendo tan poco a la gente.
Naturalmente, Seldon estaba totalmente absorto en la psicohistoria, la creación de su ingenio que se ocupaba de cuatrillones de personas, lo que en última instancia significaba prescindir de la gente en tanto que individuos. ¿Cómo podía entender a los niños cuando no había tenido contacto con ninguno aparte de Raych, quien había entrado en su vida cuando ya tenía doce años de edad? Ahora tenía a Wanda, quien era un completo misterio para él…, y probablemente lo seguiría siendo.
Todos esos pensamientos estaban impregnados de amor y ternura. Manella sentía un deseo increíblemente intenso de proteger a Hari Seldon de un mundo que no comprendía. Era lo único que tenía en común con Dors Venabili y lo único que podía entender de su suegra: su deseo de proteger a Hari Seldon.
Manella había salvado la vida de Seldon hacía diez años. Dors, siempre tan extraña, consideró que aquello era una usurpación de su prerrogativa personal, y nunca se lo perdonó del todo.
Algo más tarde, Seldon había correspondido salvando a Manella de una muerte segura. Manella cerró los ojos y volvió a vivir la escena, viéndola con la misma claridad del presente.
Había transcurrido una horrible semana desde el asesinato de Cleon. Todo Trantor estaba sumido en el caos. Hari Seldon seguía siendo Primer Ministro, pero evidentemente no tenía ningún poder. Hizo entrar a Manella Dubanqua en su despacho.
–Quería agradecerle que nos salvara la vida a Raych y a mí. Aún no he tenido ocasión de hacerlo. – Seldon suspiró-. De hecho, esta última semana apenas he podido hacer nada.
–¿Qué ha sido del jardinero que enloqueció? – preguntó Manella.
–¡Fue ejecutado inmediatamente! ¡Y sin juicio! Intenté salvarle haciéndoles ver que estaba loco, pero no sirvió de nada. Si hubiera hecho otra cosa, si hubiera cometido cualquier otro crimen… Bueno, entonces habrían admitido su locura y se le podría haber salvado. Le habrían encerrado o le habrían sometido a tratamiento, pero no habría muerto. Pero matar al Emperador…
Seldon meneó la cabeza.
–¿Qué ocurrirá ahora, Primer Ministro? – preguntó Manella.
–Le diré lo que creo que va a ocurrir. La dinastía Entun está acabada. El hijo de Cleon no le sucederá. No creo que quiera hacerlo… Teme ser asesinado, y no se lo reprocho. Será mucho mejor que se retire a una de las propiedades familiares en algún mundo exterior y que lleve una existencia tranquila. Es miembro de la Casa Imperial, y sin duda se lo permitirán. Usted y yo quizá seamos menos afortunados.
Manella frunció el ceño.
–¿En qué aspecto, señor? – preguntó.
Seldon se aclaró la garganta.
–Se puede afirmar que Gleb Andorin dejó caer su desintegrador al suelo porque usted le mató, y eso permitió que Mandell Gruber lo cogiera y lo empleara para matar a Cleon. Así pues, una parte considerable de la responsabilidad del crimen recae sobre usted, e incluso puede llegar a decirse que todo había sido planeado de antemano.
–Pero eso es ridículo. Soy agente del departamento de seguridad y estaba cumpliendo con mi deber…, hice lo que se me ordenó.
Los labios de Seldon esbozaron una sonrisa infinitamente triste.
–Está utilizando argumentos racionales, y me temo que el ser racional no va a estar muy de moda durante una temporada. Dado que no existe ningún sucesor legítimo al trono imperial, lo que ocurrirá es… Bueno, que estamos condenados a tener un gobierno militar.
(En años posteriores, cuando Manella comprendió cómo funcionaba la psicohistoria se preguntó si Seldon había usado sus técnicas para averiguar lo que ocurriría, pues el gobierno militar pronto se convirtió en una realidad; pero por aquel entonces no hizo ninguna referencia a su todavía incipiente teoría).
–Si se instaura un gobierno militar -prosiguió Seldon-, sus componentes tendrán que mostrarse muy firmes desde el principio. Tendrán que aplastar cualquier señal de discrepancia y tendrán que actuar de forma vigorosa y cruel, aunque eso signifique ir en contra de la cordura y la justicia. Señorita Dubanqua, si la acusan de haber tomado parte en una conspiración para matar al Emperador será ejecutada no como un acto de justicia, sino para atemorizar a la población de Trantor.
»En realidad, quizá lleguen a afirmar que yo también tomé parte en la conspiración. Después de todo, fui a saludar a los nuevos jardineros a pesar de que no era yo quien debía recibirles. De no haberlo hecho no se habría producido ningún intento de asesinato, usted no habría actuado y el Emperador seguiría vivo. ¿Ve qué bien encaja todo?
–No puedo creer que sean capaces de hacer algo semejante.
–Quizá no lo hagan. Les haré una oferta que quizá, y he dicho «quizá», no deseen rehusar.
–¿En qué consistirá esa oferta?
–Les ofreceré mi dimisión. ¿No quieren que sea Primer Ministro? De acuerdo, dejaré de ser Primer Ministro, pero no hay que olvidar que en la Corte Imperial hay gente que me apoya y, lo que es más importante, que en los mundos exteriores hay bastantes personas que me encuentran aceptable. Eso significa que si la Guardia Imperial me obliga a abandonar el cargo por la fuerza, aun suponiendo que no me ejecuten, tendrán ciertos problemas. Por otra parte, si dimito y hago público un comunicado afirmando estar convencido de que el gobierno militar es lo que Trantor y el Imperio necesitan en estos momentos, podría ayudarles. ¿Lo entiende?