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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (6 page)

BOOK: Gothika
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Con la entrada en vigor de esta nueva normativa interna, auspiciada por la llegada de un nuevo jefe, la vida en Regalo+ resultaba mucho más complicada y competitiva. El salario base era reducido, por lo que el incremento de sueldo por incentivos se había fomentado hasta límites insospechados. Si alguna vez Alejo tuvo amigos allí, ahora se habían transformado en sus competidores directos. Lo más triste era que, si no entraba en el juego, se quedaba atrás.

Con un trabajo así había poco tiempo para pensar en ideas, tramas, personajes o simples detalles como el color del sombrero que llevaría el protagonista. Por no tener, Alejo no tenía ni tiempo de ir al baño con tranquilidad. Si invertía más de diez minutos, un supervisor del equipo se presentaba en la puerta del aseo para investigar a qué se debía aquella demora.

Su
book
(así llamaban a su mesa de trabajo) debía permanecer completamente libre de objetos personales tales como fotos, libros u otros papeles que, supuestamente, podrían deteriorar la imagen de la empresa, aunque quizá aquello sólo era un pretexto más para evitar que se distrajeran de sus objetivos.

Los empleados de Regalo+ desarrollaban su trabajo frente a un espejo. Ésta fue una de las innovadoras ideas que el nuevo jefe introdujo. Según les explicó, ello contribuiría a potenciar su expresividad, su capacidad de gesticulación y, por tanto, sus opciones de persuadir a los clientes indecisos.

No tenía tiempo para nada que no fuera efectuar o recibir llamadas comerciales. En teoría, los trabajadores disponían de cinco minutos libres por cada hora trabajada. Habían acordado acumular ese tiempo para tener un respiro de veinte minutos. Sin embargo, el nuevo jefe, un auténtico aprendiz de Joseph Goebbels, les hacía recuperar aquellos minutos obligándoles a salir más tarde.

Alejo había considerado la posibilidad de buscar otro empleo, pero resultaba complicado cuando existían letras por pagar y cuando, además, carecía de tiempo para asistir a entrevistas de trabajo. A duras penas había conseguido hojear algunos libros de cocina para planificar el esqueleto de su nuevo libro con Editamos. Pero ¿y su novela? ¿Dónde había quedado su proyecto? Simplemente no existía. No había novela porque no atesoraba ninguna idea excitante que proponerle a Montalvo. Sus sueños habían muerto en la papelera del metro.

Pensaba en ello mientras caminaba hacia la casa de Silvia. Pese a su considerable estatura, se le veía cabizbajo, encorvado y triste. Su novia quizá había advertido su apagado estado anímico, ya que rara vez lo invitaba a comer si era ella quien tenía que cocinar.

Cuando le abrieron la puerta se asustó. «¿Quién es este tío con pinta de zombi?», pensó.

—Es mi hermano —dijo Silvia en un susurro, aprovechando que Darío se había ido a la cocina.

«Imposible», pensó Alejo. No era factible que aquel chico con pinta de enterrador fuera de su misma sangre.

—¿Tu hermano? ¡Anda ya! No se parece en nada a ti. ¿Comerá con nosotros?

—Más bien se quedará una temporada —respondió Silvia con una mueca de disgusto—. ¡Shhh! ¡Calla, que ya viene! Luego te lo explico todo.

¿Por qué no quería hablar delante de él? A Alejo le pareció todo un poco extraño. ¿No sería más bien un antiguo ligue que se había presentado sin avisar? No. En seguida, descartó esta posibilidad. Silvia Salvatierra no tenía tan mal gusto. Además, no pegaban ni con cola. Por lo que sabía, procedía de una «familia bien». Era demasiado pija, así que, aunque se esforzase, era incapaz de imaginársela saliendo con un tipo así. ¿Por qué le habría dicho entonces que era su hermano? Y, sobre todo, ¿de dónde habría salido semejante esperpento?

Los tres se sentaron a la mesa. Darío parecía un tipo realmente curioso. Alejo lo escudriñaba con disimulo mientras su novia servía espaguetis a la carbonara. Sus ropas negras parecían imitar las de un personaje escapado de una novela de la época romántica. «Han debido de costarle un pastón», pensó Alejo. Ese tipo de vestimenta no se encontraba en tiendas al uso. Llevaba un crucifijo de diseño al cuello y unos anillos de plata muy llamativos. Uno de ellos representaba una macabra calavera. Tenía el cabello teñido de negro, la raya de los ojos pintada con lápiz negro y el rostro ligeramente empolvado de blanco, lo que, decididamente, le confería un aspecto lúgubre. Era difícil determinar su edad, pero seguro que era menor que Silvia.

Sólo se escuchaba el ruido de los cubiertos rozando los platos.

—¿Sabes, Darío? Alejo es escritor —comentó Silvia rompiendo el incómodo silencio que se había creado.

—¿Escritor, dices?

—Bueno, aún me falta mucho para ello —repuso Alejo.

—No seas modesto, Alejo. ¡Claro que es escritor! —exclamó Silvia dirigiéndose a Darío—. No le hagas caso. Ha escrito varios libros.

—Escritor. Igual que Bram Stoker, el mayor talento que ha dado la literatura universal —señaló Darío.

—Ya me gustaría a mí que alguno de mis libros vendiera tantos ejemplares como
Drácula —
explicó Alejo suspirando.

—Drácula es una obra magistral, cargada de simbolismo y fiel a los hechos históricos —expuso Darío orgulloso, como si la hubiese escrito él mismo.

—Estoy de acuerdo en que es una obra magistral. De eso no cabe duda. Pero yo no diría que es «fiel a los hechos históricos» —le contradijo Alejo mientras partía un trozo de pan—. Se trata de una recreación literaria.

Darío, que estaba a punto de llevarse el tenedor a la boca, lo dejó caer con estrépito sobre el plato, como si Alejo hubiera proferido una blasfemia.

—¿Cómo una recreación literaria? ¿No existen acaso los vampiros?

—¿Habéis visto lo que ha pasado esta mañana en el metro? —interrumpió Silvia intentando cambiar de tema—. Al parecer, la línea 6 se ha estropeado durante varias horas.

Su intento resultó estéril.

—¿De verdad me estás preguntado si existen los vampiros? ¡Bromeas, claro! —señaló tras hacer una breve pausa. Después, recobró la sonrisa.

—No, no bromeo. Hablo muy en serio —repuso Darío con un extraño rictus en su boca—. No creer en los vampiros es lo que les confiere la posibilidad de seguir matando.

«Si de verdad lo piensa, este tío está como una puta cabra», pensó Alejo.

—No puedo creer que estés hablando en serio —manifestó perplejo.

—¿Por qué no cambiamos de tema? —intervino Silvia—. Es evidente que no os pondréis de acuerdo en este asunto.

—Que no existen los vampiros sólo puede decirlo alguien falto de información.

«¿Me está llamando ignorante el enterrador éste?», pensó Alejo para sus adentros.

—¿Falto de información? Lo único en lo que podría darte la razón es en que existen personas, muy enfermas, por cierto, que cometen crímenes escudándose en que son vampiros. Eso es todo.

—Eso es lo que «ellos» quieren que creamos —comentó Darío en tono enigmático—. Es parte de su plan para dominar el mundo.

Aquello era demasiado.

—¡Ah! ¿Sí? Pues, sin ánimo de ofender, te contradices. Tú, con tu aspecto, pareces uno de «ellos». Y apuesto a que eres de los que duermen con una ristra de ajos y un crucifijo bajo la almohada.

—¿Ves? ¡Falta de información! En contra de la creencia popular, los vampiros no se ven afectados por el ajo.

—¡Bueno, ya está bien! —dijo Silvia con cara de desagrado—. Dejadlo ya de una vez, por favor. ¿No veis que esta conversación no va a ninguna parte? Además, me duele la cabeza y no tengo ganas de escuchar discusiones absurdas.

Ambos se callaron.

Alejo por respeto a su novia.

Darío por respeto a su hermana.

Sí que era su hermano.

Por increíble que les pareciese a quienes lo conocían, Darío Salvatierra era el hermano menor de Silvia.

Un caso perdido.

Su historia era simple, pero incomprensible para todos. Darío había sido un niño aparentemente normal. Ambos hermanos habían acudido a los mismos colegios privados. Su padre era un prestigioso abogado que había logrado destacar defendiendo casos difíciles pero sonados. Ganó la mayoría de ellos, por lo que pronto alcanzó renombre en la profesión. Siempre quiso facilitar a sus hijos todo aquello a lo que él no había tenido acceso, ya que durante su juventud se había visto abocado a padecer muchas carencias.

Su trabajo lo mantenía mucho tiempo fuera del hogar, así que la trayectoria de sus hijos terminó por escapársele de las manos. Su mujer había sido la encargada de seguirla, aunque tampoco había estado muy pendiente. No tenía una especial vocación maternal. Formaba parte de una familia acomodada y había crecido acostumbrada a la buena vida. Cuando decidió casarse con aquel joven abogado todo fueron pegas. «No te cases con él —le dijeron—. No podrá satisfacer tus necesidades económicas. Tú estás acostumbrada a otra vida.» Sin embargo, estaba perdidamente enamorada y desoyó las advertencias. Por suerte, su marido no la defraudó y consiguió hacerse con una sólida posición económica, pese a lo cual siempre fue mirado con reservas por su familia política.

En cualquier caso, no consideraron que hubiera motivo de preocupación. Ambos niños sacaban buenas notas, eran aplicados y cumplían las expectativas que tenían puestas en ellos.

El punto de inflexión se produjo durante la pubertad. Aunque sus padres no lo advirtieron, Silvia sí percibió un ligero cambio en su hermano. Nunca habían existido secretos entre ambos y, de repente, notó que empezaba a ocultarle cosas. Intentó hablar con él para saber qué ocurría, pero no obtuvo respuesta.

Un día decidió registrar su habitación. La noche anterior le había parecido que escondía algo bajo su uniforme escolar. Sabía que lo que iba a hacer no estaba bien, pero le preocupaba la posibilidad de que pudiera estar consumiendo drogas. No se le ocurría otra explicación mejor para aquel cambio obrado en su carácter. Sin embargo, lo que vio en uno de sus cajones la dejó horrorizada: ¡había un murciélago muerto envuelto en un pañuelo! Lo soltó asqueada y el pequeño animal se precipitó contra el suelo. Entonces se dio cuenta de que tenía una cuña de madera clavada en el pecho.

Dudó qué hacer. ¿Debía callarse o dar cuenta de lo sucedido a sus padres? Finalmente, decidió recogerlo todo y dejarlo tal como estaba. Intentaría hablar con su hermano para comprender qué lo había llevado a sacrificar a aquel pobre animal.

Las explicaciones que ofreció no fueron convincentes. Adujo que el murciélago se coló por la ventana de su habitación y que tuvo miedo de que pudiese morderle y transmitirle la rabia. Según aseveró, lo atrapó con ayuda de una sábana y cuando se disponía a devolverlo a la calle, se dio cuenta de que el animal ya no respiraba.

Su rostro reflejaba tal desolación y congoja que Silvia sintió lástima de él, a pesar de que su versión no explicaba en modo alguno por qué el murciélago tenía un trozo de madera clavado en su diminuto cuerpo ni por qué su hermano lo guardaba en uno de sus cajones. Le rogó entre lágrimas que no dijera nada a sus padres. Bastante culpable se sentía ya por lo ocurrido como para que le cayese un severo castigo. Silvia sabía que si su padre se enteraba de aquel episodio no se limitaría a echarle una bronca; posiblemente, lo castigaría durante meses. Darío juró que no volvería a pasar. Todo había sido un error de cálculo. Él nunca había querido hacer daño al animal.

Efectivamente, ya no volvería a ser tan descuidado. Se preocuparía por hacer las cosas de otra manera.

En su nuevo mundo coexistían vampiros y demonios. Nadie supo nunca por qué. Darío jamás habló de una extraña experiencia que había protagonizado y que lo marcó para siempre.

Tanto si la vivencia fue auténtica como si no, Darío la asumió como algo real. Al principio, aquello lo aterrorizó. Se negaba a salir solo por la noche. Estaba convencido de que existían seres malignos que esperaban una oportunidad para atraparlo. Pasó varios meses en un estado de ansiedad permanente. Tenía pesadillas recurrentes, apenas comía y su rendimiento escolar se vio radicalmente alterado. Intentó hablar con su padre, pero éste estaba siempre tan ocupado que nunca parecía encontrar el momento. En cualquier caso, tenía miedo de confiarse a los demás. Era un asunto demasiado delicado y comprometido. Seguro que su padre no iba a creerle. Tampoco lo harían su madre y su hermana. Se sentía como un extraño en su propia familia. ¿Cómo explicarles que había visto con sus propios ojos un...?

Sin embargo, con el tiempo su miedo fue transformándose en curiosidad. Leía todo lo que caía en sus manos sobre el mundo de los no-muertos. Existía mucha más información al respecto de lo que en un principio había sospechado, aunque había que saber dónde buscarla. Pronto descubrió que el tema ya no le provocaba tanta congoja, sino más bien una extraña fascinación. Llegó a sentirse como un ser privilegiado que manejaba información vedada al resto de los mortales. Otros podían leer sobre el universo de los vampiros, sí. ¡Pero él era partícipe de ese mundo!

La gente no entendía que lo que leía no eran simples leyendas populares inventadas por campesinos supersticiosos. Darío Salvatierra creía que existía un poso de realidad. Su investigación sobre el mundo vampírico terminó por ser primordial en su vida. Pero lo único que consiguió fue que sus amigos se apartaran de él espantados. A pesar de que nunca les había hablado de su experiencia, todos habían advertido misteriosos cambios en su comportamiento. No parecía el mismo. Su manera de actuar se les antojaba la de un paranoico.

Un día tuvo noticia de la existencia en Londres de una sociedad dedicada por entero al estudio de los vampiros, la London Vampire Society, liderada por un tal Michael Carrigand. Como es de suponer, le faltó tiempo para ponerse en contacto con él y también con otro curioso personaje, Dean Lancaster, que afirmaba ser descendiente directo de lord Byron. Ambos no sólo estaban convencidos de la existencia de los no-muertos, sino que cada uno, a su manera, se dedicaba a buscarlos para acabar con ellos.

Tras pagar una cuota de doce libras, se convirtió en miembro de la sociedad y accedió a todo el caudal de información acerca del vampirismo del que disponían. A través de sus contactos se percató de que para «cazar» vampiros había que proceder con extrema cautela. Carrigand, por ejemplo, había sido condenado en 1974 a cuatro años de cárcel por presentarse en el cementerio de
Highgate
—un camposanto londinense que sirvió de inspiración a Bram Stoker para escribir su famosa novela— acompañado por un grupo de seguidores deseosos de emprender la «caza» del famoso vampiro que, según numerosos testimonios, habitaba entre sus lápidas. En su frenética persecución profanaron varias tumbas, sacaron a los muertos de éstas y clavaron estacas de madera en los cadáveres que les resultaron sospechosos. Finalmente, Carrigand fue condenado por los delitos de profanación, mutilación de cadáveres y tenencia ilícita de armas.

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