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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (5 page)

BOOK: Gothika
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Ocurrió cuando ya se encontraba acostada en la cama después de haber tomado la infusión. Como era habitual, sintió que la invadía aquel sopor capaz de inmovilizar cada músculo de su cuerpo. Paradójicamente, su mente continuaba inquieta. Ya avanzada la noche, de pronto, escuchó pasos fuertes y contundentes en la casa y, en concreto, oyó espantada cómo parecían pasearse por el pasillo que conducía a su propia alcoba. Aplicando la lógica, era imposible que fuese Patro, pues ésta sólo venía por las mañanas. Intentó incorporarse para encender el candil que habitualmente reposaba sobre su mesilla de noche, pero se sentía tan débil y mareada que fue incapaz de realizar movimiento alguno.

—¡Emersinda! ¿Eres tú? —acertó a preguntar.

Los pasos se detuvieron en seco. No hubo respuesta.

Tan pronto pronunció estas palabras se dio cuenta de lo equivocado de sus suposiciones. ¡Era imposible que los pasos fueran de su tía! Por un momento había olvidado que se hallaba atada a una silla de ruedas.

¿Quién era, entonces, la persona que se paseaba por la casa? ¿Habría entrado un extraño con objeto de robarles o atacarlas? No había que desdeñar en absoluto esta inquietante posibilidad. Los bandoleros no eran algo impropio de aquella zona. Solían refugiarse en la sierra y atacar en los caminos, pero quizá aquella noche, por algún motivo, habían cambiado su modo de operar. Mientras se planteaba esta posibilidad, advirtió que se reanudaba el sonido de los pasos. Entonces hubo algo que la aterrorizó por completo: no era un hombre. En ese momento tuvo la certeza de que el taconeo sólo podía ser provocado por unos zapatos de mujer.

Sin embargo, no fue la convicción de saber que las únicas personas que habitaban la casa eran su tía, impedida, y ella lo que la aterró sobremanera, sino la constatación de que se encontraba a merced de aquella pavorosa situación. Era incapaz de incorporarse para prender el candil o de moverse para esconderse en un lugar seguro. ¿Qué podía hacer? ¿Pedir ayuda? De nada serviría. La casa se encontraba lo suficientemente alejada del pueblo como para que nadie pudiese prestarles auxilio.

Pasó el resto de la noche acongojada. Ni siquiera una vez que los pasos cesaron fue capaz de llegar hasta el orinal para hacer sus necesidades. Le daba vergüenza admitirlo, pero al llegar la mañana descubrió que se había orinado encima.

Ya con la luz del día Analisa percibió las cosas de modo diferente. La pesadilla había finalizado y ahora trataba de buscar explicaciones razonables para lo acontecido. Tras darle muchas vueltas, comprobó cómo el miedo que la había atenazado se transformaba en furia hacia Patro. ¿Quién si no podría haberla asustado la noche anterior? Después se arrepintió de este arrebato, pero en aquel segundo fue incapaz de contenerse.

Puesto que las sábanas se hallaban mojadas y pegajosas, se levantó más pronto que de costumbre... Su furia fue en aumento cuando observó que todo se encontraba en perfecto orden. Tampoco echó en falta ningún objeto de valor. De mala gana se dirigió a la cocina, preparó el desayuno y esperó allí mismo a que la doncella llegase.

—¡Señorita, qué susto me ha dado! —exclamó Patro al encontrársela en la cocina cuando entraba con la cesta en la que llevaba la compra.

Analisa no le dio ni los buenos días. Tenía las cejas enarcadas, su oscura y larga cabellera revuelta, y los brazos en jarras.

—¿Le pasa algo? —preguntó Patro, sorprendida al verla en aquella postura—. No tiene muy buen aspecto.

—Hay algo importante que debo preguntarle. Y no quiero embustes —repuso Analisa con firmeza.

—¡Ay, señorita! —acertó a decir Patro visiblemente nerviosa —. ¿Qué es lo que ocurre? Me está usted asustando.

—¿Entró usted ayer por la noche en la casa? Y no me diga que no, porque sé que fue usted.

—¡Virgen santa! ¡Claro que no! —contestó con un quiebro en la voz—. ¿Qué iba yo a hacer aquí por la noche?

—No lo sé. Esperaba que usted me lo explicase—dijo Analisa con cara de pocos amigos—. Anoche oí sus pasos paseándose por la casa.

—¡Que no, señorita! ¡Se confunde usted! Pregúntele a mi esposo si no me cree.

—No necesito preguntarle a su esposo. Nadie más tiene llave de la casa excepto usted, así que déjese de embustes y dígame qué vino a hacer aquí a esas horas.

—¡Nada, señorita! ¡Le juro por mi niña que yo no estuve aquí anoche! —repitió empezando a desmoronarse—. Es más, si me apura, no vendría aunque la señora me pagara mucho más por ello.

—Está usted mintiendo y, francamente, no entiendo por qué lo hace.

Aquello fue demasiado para la mujer. Se puso a sollozar sin poder contenerse por más tiempo. En ese instante, Analisa supo que Patro no mentía. Se fijó discretamente en sus zapatos. Eran planos, sin tacón alguno. Pero, si ella no había sido, entonces, ¿quién?

—Señorita, yo puedo ser muy ignorante y muy burra —expuso la doncella entre pucheros—, pero no soy una embustera. Y si no está contenta conmigo, me lo hace saber, me marcho por donde he venido y aquí paz y después gloria.

—Patro, no se sulfure usted —dijo Analisa suavizando su tono y sus ademanes—. No era mi intención ofenderla, ni mucho menos, pero comprenda que me he pegado un susto de muerte y no se me ocurre otra explicación coherente para lo sucedido.

Patro apreció en estas palabras una disculpa. Sabía que eso era lo máximo que le concedería al servicio alguien de su porte.

—Señorita, con todos mis respetos, ¿no lo habrá soñado usted?

No. No lo había soñado. De eso estaba segura.

No quiso mencionar este extraño incidente a su tía y ordenó a Patro que hiciese lo propio. Podría crearle una angustia innecesaria, sobre todo teniendo en cuenta su delicado estado de salud.

Aunque a partir de ese momento Patro no volvió a hacer referencia directa a lo ocurrido, Analisa percibió que la doncella la miraba con otros ojos. No era una mirada de reproche, tampoco de enojo, sino de franca preocupación por su salud. Lo supo porque había contemplado esa misma expresión en los ojos del médico que trató a su madre cuando enfermó después de la muerte de su marido. Pero no había nada que Analisa pudiese hacer para convencerla de que lo que escuchó no era producto de su imaginación. Además, de ningún modo hubiese sido oportuno ofrecerle explicaciones al servicio. La joven se abstuvo de comentar nada.

—Señorita, perdone si me entrometo donde nadie me llama —dijo un día Patro rompiendo el hielo—, pero tiene usted cada día peor aspecto.

—¿A qué se refiere, Patro?

La doncella, que estaba desplumando una gallina con brío, detuvo por un momento su actividad.

—Mírese... —contestó la doncella—. Da lástima verla asi. Con lo lozana y buena moza que usted era...

—¿Era? ¿Qué quiere decir, Patro? Hable claro.

—Si la señorita da su permiso...

—Lo doy, lo doy —dijo Analisa impaciente. Aquella mujer tenía la virtud de ponerle los nervios de punta—. Explíquese de una vez.

—Para mí que pasa demasiado tiempo encerrada en casa de la señora —concluyó mientras arrancaba otro manojo de plumas al animal —. La señora está enferma, pero usted va a acabar cayendo también si no se airea un poco. Tiene una cara fatal.

Analisa la escuchaba en silencio. Aquella mujer tenía más razón que un santo. No podía rebatir sus argumentos. No había salido de allí desde su llegada. Y de eso hacía ya más de un mes.

—Mañana comienza la feria del ganado —continuó Patro—. Halará mucha fiesta y algarabía en el pueblo. ¿Por qué no se viene usted con nosotros y así le da un poco el sol?

—¿Con nosotros?

—Con mi esposo y conmigo. Si quiere usted, él puede venir a buscarnos en el carro.

—No sé, Patro —repuso confundida—. ¿Y qué hago con mi tía? ¿Y si le ocurre algo en mi ausencia?

—Iríamos por la mañana. A esas horas, la señora siempre está durmiendo. Es cuando más tranquila está.

Era verdad. De hecho, Emersinda había prohibido terminantemente que se la molestase por la mañana.

—Me da no sé qué.

—Señorita, diga que sí. Que le va a sentar muy bien un poco de aire.

Finalmente, se dejó convencer. A fin de cuentas, no había nada malo en marcharse unas cuantas horas. Tía Emersinda, seguramente, ni advertiría su ausencia. Además, las primeras horas del día se le hacían largas y aburridas en aquella casa apartada de todo.

A media mañana apareció Antonio, el esposo de Patro. Era un hombre hosco y peludo. Se presentó con un viejo y destartalado carro de madera tirado por una mula. Era incómodo, pero serviría para trasladarlos hasta la feria. Patro parecía radiante. Se notaba que el mero hecho de estar junto a su esposo la hacía inmensamente feliz.

Analisa, por su parte, se acomodó como pudo en un rincón. Le costaba mantener el equilibrio. Se sentía mareada y débil, así que el aire fresco y el sol —tal como había predicho Patro— se convirtieron en un auténtico bálsamo. Sin embargo, de haber tenido noticia de los desagradables acontecimientos que se desarrollarían poco después, sin duda habría preferido quedarse en casa de su tía.

Cuando llevaban un buen trecho recorrido, Antonio notó que algo extraño estaba ocurriendo fuera del «trazado» del camino. El estado de la vía principal era infernal. Las piedras, los baches, las ramas y otros impedimentos hacían que de cuando en cuando el esposo de Patro tuviese que apearse del carro para eliminar los obstáculos que les impedían avanzar. Fue en una de estas paradas cuando Antonio creyó advertir algo anormal.

—Parece que hay gente monte arriba. Voy a ver qué ocurre. Esperen aquí —comunicó dirigiéndose a ambas mujeres.

Dicha indicación sobraba, al menos para Analisa. Aquello estaba cubierto de zarzales y ortigas. Ni por todo el oro del mundo se habría bajado del carro. El hombre tardó una eternidad en regresar y, cuando lo hizo, tanto Patro como Analisa lo notaron bastante alterado.

—¿Qué ocurre que has tardado tanto? —preguntó Patro disgustada—. Tanto sol puede hacer mal a la señorita.

—¿Recuerdas cómo era la ropa que llevaba la Felisa? —inquirió Antonio haciendo caso omiso.

—¡Qué sé yo! ¿A qué viene ahora mentarla?

—¿Felisa? —preguntó Analisa recordando la conversación que había mantenido con Patro sobre la anterior doncella de su tía.

—¡La misma! —contestó Antonio—. Hay gente allí... —explicó señalando hacia el monte— que cree que está muerta.

—¿¿Muerta??

—Han encontrado un cuerpo semienterrado —dijo con voz entrecortada—. No se sabe aún, pero las ropas parecen las suyas. Patro, igual tienes que venir a comprobarlo. Tú la conocías mejor.

—¡Virgen santa! Si hay un muerto yo no me apeo.

Analisa permaneció en silencio.

—Debes venir porque no saben qué hacer con el cuerpo —expuso su esposo intentando convencerla—. Habrá que darle sepultura, digo yo.

—¡Que no, Toño! ¡Que yo no voy! ¡Madre del amor hermoso! ¡Que tenga que pasarme esto a mí! —dijo persignándose.

Pese a su negativa, finalmente fueron los tres. Analisa no quiso dejarla sola en aquel trance. De camino, Patro no acababa de asimilar lo ocurrido.

—¿Muerta, dices? ¿Y de qué ha muerto?

—Pues está claro que la han matado. Si no, ¿qué haría su cuerpo bajo unas piedras? —razonó Antonio.

—¡Con lo joven que era la pobre! ¿No habrá sufrido un accidente?

—Que no, que no puede ser. A ésa la han matado...

Al fin llegaron al fatídico lugar. Varios hombres discutían acaloradamente qué paso se debía dar. Unos decían que había que sacarla para darle cristiana sepultura; otros, que era mejor esperar a que apareciera la autoridad.

Patro, obligada literalmente por su esposo, que tiraba de ella amarrándola del brazo, tuvo que acercarse para ver la vestimenta de la pobre desgraciada. El cadáver se hallaba irreconocible. Viendo que no le quedaba otra alternativa, se armó de valor y procuró fijarse sólo en las ropas que llevaba. Analisa esperó apartada del grupo. No tenía ningunas ganas de contemplar otro muerto. Bastante había tenido ya con descubrir el cadáver de su padre ahorcado.

—¡Ay, que sí! ¡Que sí que es ella! —exclamó compungida—. ¡Que ésos son su falda y su chal!

La emoción fue demasiado fuerte. Nada más pronunciar estas palabras, cayó desplomada al suelo. Analisa y Antonio se acercaron para reanimarla. La mujer no volvía en sí. Por suerte, uno de los hombres presentes portaba consigo un botijo. Analisa mojó su pañuelo y se lo aplicó en la frente y en la nuca, mientras Antonio, ayudándose de un sombrero, le daba aire como podía.

Entre tanto, los hombres dilucidaban qué hacer con el cadáver. Llegaron a la conclusión de que allí no podían dejarla. Seguramente, alguna alimaña había escarbado la tierra hasta dar con él y abandonarlo en ese lugar sólo contribuiría a que otras bestias diesen buena cuenta del macabro festín. Finalmente, pensaron que era mejor envolverlo en una manta y llevarlo al pueblo.

Esta tarea no resultó nada sencilla. El cadáver presentaba un aspecto horrible y su hedor, aun tapándose la nariz, se hacía insoportable. Seguramente llevaba allí cerca de seis meses, justo el tiempo que Felisa había estado desaparecida.

7

Había transcurrido más de un mes desde la conversación de Alejo Espinal con Juan Montalvo, su editor, pero en ese tiempo ninguna idea magistral se había asomado a su cabeza. Por el contrario, aquel mes estaba resultando muy duro y estresante. En el trabajo oficial apenas le concedían un respiro. Regalo+, la empresa de venta por catálogo para la que trabajaba, se había transformado en una réplica del mismísimo infierno. Las exigencias de objetivos de venta necesarios para permanecer en la empresa —a los que los directivos se referían como «la curva»— eran cada vez mayores.

Además de la venta por catálogo que Regalo+ ofrecía a sus clientes, los productos de la empresa también se anunciaban ahora en varias cadenas de televisión nacionales. Cada vez que se proyectaba uno de sus
spots
sonaba un timbre. En ese instante daba igual lo que los empleados estuvieran haciendo. Debían dejar cualquier otra actividad para dedicarse única y exclusivamente a atender las llamadas telefónicas en espera —que podían ascender a más de trescientas— y, sobre todo, a convencer a quienes llamaban de que aquél era el producto que necesitaban.

Por supuesto, tampoco les estaba permitido realizar o recibir llamadas telefónicas personales, al menos de manera oficial. Según la empresa, las conversaciones eran grabadas para cerciorarse de que su clientela recibía el mejor trato posible. Y, con esta misma excusa, los supervisores se reservaban el derecho de «pincharlas» cuando lo estimaban oportuno.

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