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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (9 page)

BOOK: Gothika
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—¡Yo también los he escuchado! No quise decirte nada para no preocuparte.

—¿Ves? —dijo abriendo mucho los ojos—. Empezaba a pensar que estaba perdiendo el juicio. La única persona, además de nosotras, que tiene llave de esta casa es ella.

Analisa se sentía aturdida. Patro tenía sus manías, pero siempre le había parecido buena persona.

—Pero hablé con ella de esto y me lo negó. La presioné bastante y, la verdad, me pareció que no mentía.

—¡Porque es una especialista en eso! Lo manipula todo. Si le preguntas por mis zapatos, también lo negará. ¿Y quién si no los ha usado sin mi consentimiento?

—Pero ella no calza tu pie. Además, me he fijado en que siempre lleva zapatos planos.

—Es que yo creo que lo hace para fastidiarme más que por necesidad. No sé si sabes que su esposo es zapatero. ¿Para qué iba ella a querer mis zapatos si no es para asustarme?

—¿Le pregunto a ver qué dice esta vez?

—Hazlo si quieres. Verás cómo intenta manipular la situación en su favor.

Hizo una pausa para llevarse la mano al pecho. Parecía agotada.

—Acércame el láudano. Me siento terriblemente fatigada.

Analisa obedeció.

—Tía, debes descansar. Ya hablaremos de esto en otro momento —expuso tendiéndole la botellita.

—No, no. Hay algo más que debes saber. A veces he temido por mi vida. Como bien sabes, mi fortuna es un dulce que muchos quisieran comer. Y tú, sin imaginarlo, representas una amenaza, porque ella sabe que es mi intención dejártelo todo. Estoy segura de que en el fondo me detesta.

—¿Quieres que le diga que no vuelva por aquí?

—No. Ni se te ocurra. Eso sólo empeoraría las cosas. Si sabe que desconfiamos de ella hasta ese punto, quién sabe cómo reaccionará. No olvides que conoce esta casa al dedillo y que sabe que estamos solas. Por favor, ten mucho cuidado y, sobre todo, no te fíes de ella. Esa mujer me produce escalofríos.

Al día siguiente, aunque bastante acongojada por todo cuanto le había referido Emersinda, Analisa se armó de valor y se atrevió a preguntar a la doncella.

La encontró en la cocina limpiando los cristales. Cuando la vio aparecer con los zapatos en la mano, dejó lo que hacía y fue a cogerlos.

—Señorita, ¿quiere que se los limpie? —preguntó con una mueca de fastidio.

—No son míos. Son de mi tía. Como sabe, ella no puede caminar. Quisiera que me explicara por qué están cubiertos de barro.

—¿Y cómo quiere que lo sepa?

—La señora no puede andar y yo no me los he puesto. ¿No los habrá cogido usted?

—¡Por supuesto que no! Señorita, ni siquiera calzo su pie. Como puede comprobar —dijo señalando sus zapatos — los míos son mucho más pequeños. Además, no me gustan los zapatos altos, me resultan incómodos para faenar —dijo con tono ofendido.

Analisa dudó. Pero ¿qué otra explicación lógica cabía?

—¿Y qué sugiere usted que ha pasado? ¿Se habrán manchado ellos solos?

—No tengo la menor idea. ¿Le ha preguntado a la señora? Quizá ella sepa algo al respecto.

—Da la casualidad de que sí se lo he preguntado. Y, claro está, ella no lo sabe. Es absurdo sólo pensarlo.

Patro no parecía muy sorprendida por aquellas acusaciones. Se limitó a cepillar los zapatos. Quizá determinó que una nueva discusión no la favorecería en absoluto.

—¡Pero diga algo! ¡No se quede callada! Algo tendrá que responder, digo yo.

—Tendría muchas cosas que decir, señorita. Pero en boca cerrada no entran moscas.

—¡Ya estamos! —dijo Analisa alzando la voz por primera vez—. Tiene el don de sacarme de quicio. Si tiene algo que contar, hágalo de una vez, pero no lance insinuaciones sibilinas sin ofrecer explicaciones.

—No son insinuaciones sibi... lo que sea —dijo en un susurro—. No creo que deba decir nada porque usted no va a creerme.

Parecía más asustada que enfadada.

—Por favor, Patro —dijo la joven recuperando la compostura—, diga lo que sea. ¿No se da cuenta de que su silencio empeora las cosas? Bastante intranquila me encuentro ya por todo lo que me contó sobre las doncellas.

—Es que todo puede estar relacionado, señorita. No se crea, también yo estoy muerta de miedo.

—¿Qué quiere decir?

—¿No le parece raro que todas las difuntas trabajaran aquí?

—Parece evidente que el asesino es alguien que merodea por esta zona. Tal vez las seguía cuando volvían al pueblo al acabar su jornada.

—¡Ay, Virgen santa! ¡Qué miedo tengo, señorita! Yo no quiero decir nada, pero ¿por qué no me hace caso y se vuelve para la capital? ¿Es que no ve usted que aquí está pasando algo muy extraño?

—¿Qué trata de insinuar?

—Nada, ¡válgame Dios!

—Sí lo hace, pero no habla claro y no entiendo por qué.

—Usted váyase... mientras pueda. Es todo cuanto se me ocurre.

—¿Por qué tiene tanto interés en que me marche?

—¡Madre del amor hermoso! Yo no tengo interés alguno. Sólo se lo digo por su bien. Le repito que el Maligno anda suelto.

«¡Cuánta razón tenía tía Emersinda! ¡Esta mujer es una enredadora! Mejor me callo. Es conveniente obrar con cautela. Tal vez esté compinchada con alguien del pueblo», pensó la joven.

11

—¿Lo harás, verdad? —preguntó Alejo.

—No sé, cariño. No me parece una buena idea —contestó Silvia.

Alejo cogió sus manos, se las aproximó a la mejilla y las acarició con suavidad.

—Por favor, habla con él. Estoy seguro de que si tú se lo pides, accederá.

—No le caíste muy bien. Además, lo que mis padres quieren es que se centre y se olvide de ese mundo siniestro en el que vive.

—¿Y tú crees que lo hará sólo porque le han cortado el grifo? Yo diría que no. Cuanto más le presionéis, peor. Al menos, estando conmigo podré controlarlo.

Silvia se tomó su tiempo antes de contestar.

—Hay cosas que no sabes. No te he contado todos los detalles y no me hace ninguna gracia que, mientras tú juegas a «Bram Stoker», su obsesión pueda verse alimentada.

—¿Qué cosas?

Silvia le refirió el escabroso asunto de la profanación de tumbas en el cementerio de la Almudena.

—¿Ves? Si esa noche hubiera estado conmigo, seguro que no se habría atrevido a tanto. No le habría dejado saltar la tapia.

—Le caíste como el culo. No va a querer ayudarte en tu novela y mucho menos te permitirá que te conviertas en su «niñera».

Alejo la besó en los labios. Fue un beso tierno aunque fugaz.

—Sé que no empezamos con buen pie, pero tú déjalo de mi cuenta. Estoy seguro de que en el fondo es un pedazo de pan, como tú.

Alejo se abstuvo de decirle que en realidad le parecía un
freakie.

—Déjame pensarlo. Es todo cuanto puedo decirte ahora. Además, ¿por qué no te centras en tu libro de cocina? ¿Por qué página vas ya?

Todos los días le hacía la misma pregunta y él aún no había comenzado a escribir. Se sentía desmotivado. Además, el escritor creía que la calidad de un libro no se medía por el número de páginas que tenía. Pero Alejo ya sabía que era inútil explicarle esto a Silvia. Estaba empeñada en que un libro de esas características era lo que él necesitaba.

—Sabes que eso no es lo mío. Estoy harto de encargos. Por favor —suplicó Alejo—, no me quites la posibilidad de escribir sobre algo realmente interesante.

Cuando ponía esa cara de cordero degollado, era incapaz de negarle algo.

—Lo pensaré —concluyó.

Tras la discusión con el novio de su hermana, Darío Salvatierra agarró su costosa levita y se fue a la Gran Vía a ver una película sobre vampiros que acababan de estrenar. Había dicho que iba a buscar trabajo sólo para no preocupar a Silvia. Lo único que le faltaba era que también ella lo echara de su casa. «Menudo gilipollas el tal Alejo. No sé cómo puede salir con ese listillo», pensó.

Con el poco dinero que le quedaba compró una bolsa de palomitas y miró la película sin apenas pestañear. En el cine, la gente gritaba; él se reía y a ratos se enfurecía por lo mal ambientado que estaba el filme. Después, se dirigió a la tienda de tatuajes de un conocido. Lo encontró tatuando una gran cobra en el hombro de un chico.

—¿Tú sabes dibujar? —le preguntó el tatuador.

—Pues no, pero puedo aprender.

—El negocio está fatal y sólo necesito un novato para acabar de cagarla. Aquí hay mucho follón, Darío, y no puedo dedicarme a enseñar a un principiante. Lo siento.

—Aprendo rápido.

—En este mundillo no se pueden cometer errores. Hay que tener buen pulso y oficio; si no, la clientela se larga a la competencia. No sé, tío, lo más que puedo hacer es darte la dirección de un colega que tiene una tienda de ropa gótica. Igual ahí te dan curro.

«Otra negativa y sin un duro en el bolsillo», pensó. Darío se lamentó de haberse gastado sus últimos euros en el cine. Ahora no le quedaría más remedio que pedirle un préstamo a su hermana.

Entre unas cosas y otras, regresó a casa pasadas las doce. Entró de puntillas, procurando no hacer ruido, y se acurrucó en el sofá-cama que había en el comedor. Aquella noche le dio por pensar. Se dijo que su hermana sí había sabido cómo conducir su vida. Tras terminar la carrera de Derecho, se colocó en el bufete de un amigo de su padre y no le iba nada mal. Su progenitor la había apoyado en todo cuanto había emprendido. A veces, Darío sentía celos porque creía que Silvia era su ojito derecho.

«¿Y yo? ¿Qué tengo yo?», se preguntó. Nunca consiguió terminar sus estudios de antropología y jamás se había sentido respaldado por su familia. La única que le hacía algo de caso era Silvia. Era una pija recalcitrante, sí, pero él la adoraba. Siempre lo había protegido y cuidado como si fuese su hijo en vez de su hermano. «Y ahora —pensó— la puedo meter en un buen lío si papá y mamá se enteran de que estoy viviendo aquí.»

A la mañana siguiente se levantó temprano. Dormía mal desde que tuvo el encuentro con el «ser de los ojos rojos». Silvia ya se había ido a trabajar. El café estaba hecho; sólo tuvo que calentarlo en el microondas. Se preparó un par de tostadas con mantequilla y mermelada. Después, se dio una ducha y se dirigió a pie a Darkgotic, la tienda de la que le había hablado el tatuador. Al salir, el portero del bloque le echó una mirada de desprecio. ¿O acaso era de temor?

Cuando llegó, la tienda aún estaba cerrada, por lo que tuvo que hacer tiempo en la calle. Un nutrido grupo de los negocios que configuraban el submundo gótico seguían las pautas de comportamiento de sus clientes. ¿Para qué abrir a las diez si éstos no se iban a presentar antes de las doce? Por su manera de ver la vida, muchos góticos terminaban buscando ocupaciones nocturnas.

No era la primera vez que Darío pisaba aquella tienda. Había estado allí varias veces, aunque siempre como cliente. No había demasiados lugares a los que dirigirse para comprar ropa gótica. La mayoría se hacía por encargo. El usuario les explicaba con exactitud qué deseaba y ellos —por un precio nada asequible— se dedicaban a transformar su fantasía en realidad. Darío se sentía bien en ese tipo de locales, ya que nadie le miraba como lo había hecho el portero aquella mañana.

—Vengo de parte de Bloodfinger. Estoy buscando trabajo.

—¿Sabes de corte y confección? —preguntó el encargado.

—No, pero puedo atender a la clientela. Sé bien qué tipo de cosas buscan.

—Es que no nos hace falta un dependiente. Lo siento. La mayoría de la ropa se hace por encargo. Si supieras corte y confección quizá tendríamos trabajo para ti. La confección de este tipo de ropa es laboriosa y lleva su tiempo. Pero, bueno, eso tú ya lo sabes —dijo señalando su levita.

Al salir, preguntó el precio de un crucifijo de plata labrada que había en el escaparate. Costaba sesenta euros. Demasiado caro. No podía permitírselo. Los buenos tiempos se habían acabado.

A la hora de comer se compró un perrito caliente. Lo devoró con avidez y se dirigió caminando hacia el cementerio de la Almudena. Quería ver a Raúl, su amigo del alma. Llevaba varios años enterrado en aquel lugar. A pesar de la considerable extensión del recinto, Darío sabía bien dónde se encontraba el nicho de su amigo. No había vuelto a verlo desde que ocurrió el incidente judicial. Se había mantenido alejado del cementerio para evitar problemas.

Pero hoy, más que nunca, necesitaba su compañía. Se sentía desamparado. La versión oficial sostenía que Raúl se había suicidado, pero lo cierto es que nadie encontró motivos que justificaran su decisión. Darío estaba convencido de que en realidad se había quitado la vida porque no supo controlar su miedo. Estaban juntos la noche en la que vieron al «ser de los ojos rojos». Darío consiguió salir adelante, pero Raúl era más débil y se quedó en el camino.

Habían ido a la fiesta de cumpleaños de un compañero de clase. Pasadas las once, como ambos vivían cerca, decidieron regresar juntos. De la oscuridad surgió de repente una sombra alta, una figura misteriosa que empezó a seguirlos. Conscientes de la situación, los adolescentes apretaron el paso hasta que pudieron dar esquinazo al extraño ser, que caminaba con paso suave y sigiloso. Se ocultaron en un soportal y observaron cómo esa cosa pasaba de largo sin llegar a advertir que estaban escondidos.

Estaban muertos de miedo y contenían sus respiraciones entrecortadas para evitar que los jadeos pudieran delatarles. Al cruzar por delante de su posición, se fijaron en sus ojos. ¡Eran rojos como carbones ardientes! Aquélla no era una persona, ¡tenía el rostro desdibujado! No fueron capaces de distinguir sus facciones, sólo sus ojos malignos, que ya nunca podrían olvidar. Permanecieron escondidos un buen rato. Temían que si abandonaban su escondite aquel ser podría atraparlos. Sólo cuando se sintieron un poco más seguros salieron corriendo despavoridos, cada uno hacia su casa.

Ésa fue la última vez que Darío vio con vida a su amigo. Al día siguiente se enteró de que Raúl se había quitado la vida. Nadie se explicó jamás por qué lo hizo y el joven no se atrevió a decir nada. Aún se sentía demasiado impactado por lo ocurrido. Con el tiempo quiso hablar, pero pensó que nadie iba a creerle, así que guardó en secreto su terrorífica vivencia.

Darío se agachó. El nicho de Raúl se encontraba en la parte baja del mural. Acarició la foto de su amigo; estaba deteriorada por las inclemencias del tiempo.

—¿Cómo estás, Raúl?

No hubo respuesta.

Permaneció en el camposanto hasta que anocheció hablándole, contándole chistes y explicándole todo cuanto le había sucedido desde la última vez que fue a verle. A pesar de las circunstancias, era su mejor amigo y siempre estarían juntos.

BOOK: Gothika
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