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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (11 page)

BOOK: Gothika
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Violeta salió a la calle. Se sentía pletórica. Por fin había encontrado un sentido a su vida. Para su desgracia, ni siquiera sopesó la posibilidad de escapar.

14

Aún mareada, Analisa subió precipitadamente al carruaje. Don Pascual la seguía unos pasos por detrás intentando darle alcance.

—¡Señorita, espere! No creo que esté en condiciones de irse.

—Padre, ya le he dicho que me encuentro bien —mintió de nuevo impulsada por aquella misteriosa «voz» que parecía haberse apropiado de su mente.

Don Pascual era un hombre tenaz y tiraba de la portezuela del carruaje para evitar que la cerrara.

—No puede irse sin más. Debemos averiguar qué son esas profundas marcas que tiene en el cuello —explicó intentando convencerla—. Sepa que usted no ha sido la única ni la primera.

Analisa, que tiraba a su vez hacia adentro, aflojó un poco la tensión dejando resbalar el guante que cubría su mano.

—¿Qué quiere decir, padre?

—Para aliviar el alma de los enfermos viajo mucho a otros pueblos de la zona —explicó restregando la manga de la sotana contra su frente. A pesar del frío reinante, don Pascual se sentía asfixiado por la carrera—. Y en mis viajes he visto cosas que no creería.

La joven sintió que se le revolvían las tripas. En el fondo sabía que debía escuchar las palabras del sacerdote. Sin embargo, había algo que le impedía emplear el sentido común. Era como si una fuerza misteriosa se hubiera apoderado de ella obligándola a hacer y a decir cosas que, en el fondo, iban contra su manera de sentir y de pensar.

—Padre, lamento no poder seguir escuchándole. Mi tía está muy enferma y me necesita. Debo irme. Ya hablaremos otro día —dijo Analisa cerrando la portezuela de un golpe seco.

—Quizá no haya otra ocasión.

Pedro, el cochero, no entendía nada. El clero siempre había disfrutado de un gran poder sociopolítico, y jamás había visto a nadie tratar de aquella manera a un ministro del Señor. Así pues, cuando Analisa le dio la orden de azuzar a los caballos no supo a quién obedecer, si a la mujer que le había contratado o al sacerdote.

—¿No me ha oído? —inquirió la joven—. Le he dicho que nos marchamos.

—¡Espere! —gritó don Pascual tocando con los nudillos en el cristal de la ventanilla—. Si no quiere escucharme, al menos tenga esto —dijo sacando algo del bolsillo—. Es usted muy cabezota. Espero que no tenga que arrepentirse de su decisión.

La joven observó el objeto que don Pascual le tendía. Era una fina cadena de la que pendía un crucifijo.

—Está bendecido —explicó el religioso.

Esta vez Analisa fue incapaz de negarse. Abrió la portezuela y tomó la cruz a regañadientes. Después, le dio las gracias con brusquedad y ordenó a Pedro que iniciara la marcha.

De camino a casa de Emersinda, Analisa sopesaba qué iba a decirle a su tía. Era evidente que la había mentido, al menos en lo tocante a Patro. Había algo muy extraño en todo aquel asunto y la joven había empezado a recelar de su pariente. Tal vez Patro tenía razón cuando le dijo que lo mejor era que se marchara de aquella casa. La «voz» interior había desaparecido y de nuevo era capaz de pensar con claridad. Oscuros presagios atenazaban su espíritu. Sentía que algo terrible iba a ocurrir, pero no imaginaba qué. Por puro instinto, asió con fuerza la cruz entre sus manos.

Cuando a lo lejos divisó la casa, ya había tomado una determinación. No había nada más que discutir: al día siguiente regresaría a Madrid. Prepararía su equipaje y descansaría antes de partir. No se encontraba bien: se sentía débil, apática y mareada. Y aquellas marcas de su cuello le dolían a rabiar. Notaba calor en la zona y palpitaciones, como si su corazón se hubiera desplazado hacia el cuello.

Analisa comunicó su decisión a Pedro. Esperaba que éste pudiera llevarla en su carruaje.

El cochero se sentía desconcertado.

—¿Mañana? ¿Un viaje tan largo?

—Sí. A primera hora. Le pagaré generosamente.

—Perdone mi atrevimiento, señorita Analisa, pero antes me ha parecido oírle mencionar que su tía estaba muy enferma y que no podía dejarla sola.

La joven no estaba dispuesta a ofrecer explicaciones.

—¿Puede hacer el viaje o no? Debo saberlo de inmediato. Si usted no está disponible, tendré que buscar a otra persona.

Viendo que se arriesgaba a perder la oportunidad de ganar un dinero, Pedro asintió con la cabeza.

—Bueno, es un poco precipitado, pero hablaré con mi esposa y mañana la recogeré hacia las nueve. Debo dar tiempo a los caballos para que descansen.

—Perfecto. Mañana a las nueve le estaré esperando —dijo bajándose del carruaje.

Con las prisas no advirtió que había olvidado el crucifijo en el asiento. No lo echaría en falta hasta horas después de haberse puesto el sol.

Al entrar en la casa se tropezó con Patro. Estaba a punto de marcharse después de su jornada laboral.

—¡Ah, Patro! Está aquí todavía.

—Sí, pero ya me iba, señorita.

La doncella parecía distante. No era de extrañar, después de las acusaciones que había recibido.

—Si no tiene prisa, me gustaría hablar con usted un momento.

—Claro, señorita. Lo que usted mande.

—Verá, quería decirle que he decidido regresar a Madrid. Y también deseo darle las gracias por todo cuanto ha hecho durante mi estancia en esta casa.

Patro abrió los ojos como platos. Estaba realmente sorprendida. Parecía imposible que la joven hubiera entrado en razón. ¿Qué le habría hecho cambiar de parecer? Sus palabras sonaban como una disculpa, y no era habitual que los señores se excusaran ante los sirvientes.

—No comprendo, señorita. ¿Dice que se marcha?

—Sí. Mañana a primera hora. Pedro vendrá a buscarme. Se lo comento por si quiere aprovechar el viaje para acercarse con él en lugar de venir por su cuenta.

—¿Y su tía? ¿Lo sabe? ¿Piensa llevarla consigo?

La joven no estaba dispuesta a esclarecer los motivos que la habían llevado a adoptar aquella medida. Hacerlo supondría dejar a Emersinda en una posición más que embarazosa. No podía decirle que sospechaba que había algo anormal en su comportamiento.

—No, ella se queda. Su salud es demasiado delicada para realizar un viaje de esta naturaleza.

Patro se dio cuenta de que la joven no iba a darle más explicaciones.

—Bien. Entonces, si lo desea, mañana puedo traer algo de pan y queso para prepararle algo de almuerzo para el trayecto.

—Me parece muy oportuno. Hasta mañana, Patro.

—Hasta mañana, señorita.

Después de que Patro se marchara, Analisa se dirigió hacia su habitación para preparar el equipaje. Al pasar cerca de la alcoba de su tía, a la que creía dormida, oyó cómo la llamaba.

—¡Analisa, Analisa!, ¿puedes venir?

La joven obedeció.

La encontró tendida en la cama acariciando su inseparable camafeo. Jadeaba y parecía tener dificultades para respirar. Al verla en ese lamentable estado le asaltaron los remordimientos. «¿Seré capaz de marcharme dejándola en estas condiciones?», se preguntó. Sentía lástima por ella, pero aun así era incapaz de olvidar todos sus embustes, que casi habían logrado acabar con su cordura. No se fiaba de su tía. Había algo siniestro en aquella mujer. «¿Y si no está tan enferma como sostiene?», pensó con el corazón en un puño.

—Querida, no he podido evitar escuchar que te vas.

Analisa se quedó petrificada. ¿Cómo podía haberla oído si su habitación se encontraba alejada de la cocina? Además, la doncella y ella habían hablado en tono bajo. No sabía qué responder. Pensaba decírselo, pero no había tenido tiempo de planear cómo lo haría. No esperaba tener que darle explicaciones tan pronto.

—Sí. Finalmente he decidido marcharme.

—¿Y cuándo ibas a decírmelo? ¿O quizá no pensabas hacerlo?

Sus ojos echaban fuego, pero su voz sonaba débil y entrecortada.

—Si no te lo he contado antes es porque acabo de decidirlo y pensaba que estabas dormida.

—Pero, en cambio, te ha faltado tiempo para pregonarlo entre el servicio —replicó la anciana—. Y más sabiendo todo lo que te conté sobre esa pérfida mujer.

Analisa no pensaba ceder. La decisión estaba tomada.

—Ése es uno de los motivos por los que regreso a Madrid. Sé que me has estado mintiendo con respecto a Patro. No es la mujer perversa que me has hecho creer que era.

—¡Oh, sí que lo es! ¿Ves? Por fin ha conseguido su objetivo: ponerte en mi contra para que me abandones.

No había vuelta atrás. Sus tejemanejes ya no surtían el efecto deseado.

—No ha sido ella. He pedido referencias en el pueblo y, al parecer, nadie es capaz de apreciar la maldad que tú presupones.

—¿Qué se puede esperar de la gente del pueblo? Son todos igual de zafios e ignorantes.

—Un sacerdote no mentiría y don Pascual afirma que es una excelente persona.

Emersinda guardó silencio. Su rostro reflejaba que era consciente de haber perdido la batalla.

—Entonces, te vas. Pero al menos pasarás aquí la noche, ¿no?

—Sí. Me quedaré esta noche. Me iré a primera hora.

—¡No sabes cuánto me apena tu decisión! Creí que podríamos llevarnos bien. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

—Lo estoy.

—Me has decepcionado.

Avanzada la tarde se desencadenó una estrepitosa tormenta. Desde la ventana del salón Analisa veía el cielo y las ramas de los árboles iluminados, amenazantes y tenebrosos. Rogó para que terminara pronto. De otro modo, los caminos quedarían embarrados y se haría muy difícil viajar en esas condiciones. Y, dadas las circunstancias, no quería tener que pasar una noche más en aquel lugar. El solo hecho de imaginarlo le provocaba escalofríos.

Cenó frugalmente. Aún sentía opresión en el pecho. Los mareos tampoco habían desaparecido. Se encontraba cada vez más débil y el dolor punzante en el cuello le había provocado fiebre, así que se acostó temprano. Antes de hacerlo, tocó con los nudillos en la puerta de la habitación de Emersinda. Quería despedirse. Sabía que, debido a sus extraños horarios, por la mañana no la vería.

—¡Márchate! Ve a descansar. ¡Para mí has muerto! —fue la agria respuesta que recibió a través de la puerta.

Analisa no tomó la infusión que le había recomendado su tía, pues únicamente había contribuido a acrecentar sus males. Se cubrió el cuello con un foulard y se acostó. Sólo deseaba dormir, descansar y aislarse de todo. Las últimas palabras de Emersinda habían logrado ensombrecer su estado de ánimo. No comprendía su manera de reaccionar. Aquel «para mí has muerto» había calado hondo en su espíritu.

Antes de que tuviera tiempo de apagar el candil, una ráfaga de viento helado lo extinguió. En ese momento sintió un desasosiego parecido al que había experimentado la noche en que apareció el lobo en su alcoba y pensó en encomendarse al Señor, pero reparó en que no tenía el crucifijo que le había entregado don Pascual. No sabía en qué momento lo había extraviado, pero lo cierto es que ahora no contaba con su protección. No sabía por qué se sentía tan inquieta. En realidad, no había un motivo claro para sus temores, pero éstos eran tan reales como la fuerte tormenta que se desarrollaba en el exterior.

De vez en cuando los relámpagos iluminaban la estancia. Intentó desterrar los siniestros presagios que la atenazaban y, lentamente, lo consiguió. Por fin entró en un duermevela. Sin embargo, al cabo de unas horas un potente trueno le despertó. Adormilada y desorientada, su instinto la hizo mirar hacia la puerta de la alcoba.

Sintió que el corazón le daba un vuelco.

¡Estaba abierta!

Lo que le aterrorizó no fue tanto la certeza de saber que la había cerrado antes de acostarse, sino la incertidumbre de ignorar quién la había abierto.

Entonces le pareció oír algo. Permaneció en silencio, estremecida, sin atreverse a mover un solo músculo.

—Cuatro esquinitas tiene mi cama...

¡Alguien cantaba en su habitación!

—¡Dios mío! ¡Ayúdame! —gritó desesperada.

—... cuatro angelitos que me acompañan...

La voz sonaba infantil, como la de una niña que recita su oración antes de acostarse. En aquel momento percibió el movimiento de dos diminutas antorchas rojas que se desplazaban de un lado a otro al son de la canción. ¡Juraría que eran unos ojos!

En ese momento, la joven tuvo la certeza de que un demonio había entrado en aquel lugar. Horripilada, comenzó a rezar en susurros.

—... dos a los pies... dos a la cabecera... —prosiguió la voz.

Analisa elevó el tono del Padrenuestro, aunque intuyó que no iba a servirle de mucho.

—... y la Virgen María por compañera, que me dice:...

La oscuridad era total, pero se dio cuenta de que aquella voz melódica y dúctil se acercaba hacia donde estaba.

—... duerme y reposa, que yo te cuidaré...

La tenía encima, pegada a su oído. Podía sentir el aliento gélido de aquel ser en su garganta. Finalmente, sucumbió a la suave melodía...

—... de las malas cosas.

De pronto, un relámpago iluminó la habitación y pudo verla. ¡Era Emersinda! Estaba arrodillada junto a ella, sin su silla de ruedas. Era evidente que no la necesitaba para nada. La joven estaba paralizada. Quería gritar e incorporarse, pero, por algún motivo desconocido, no era capaz de hacerlo.

—Por más que le llames, tu Dios no vendrá a protegerte —le susurró al oído.

Después, todo fue oscuridad.

15

—Ropa negra —apuntó Darío.

—¿De verdad es necesario que me disfrace? —preguntó Alejo mientras ponía patas arriba su ropero. Por más que miraba entre sus cosas no lograba encontrar nada que al gótico le pareciera adecuado.

Darío le devolvió una mirada asesina. «¡So gilipollas!», pensó.

—Te guste o no, si quieres venir conmigo es necesario que te vistas como yo lo hago —impuso Darío revisando la ropa que Alejo había apartado—. Esto no sirve —dijo desechando una camisa negra con volantes—. Por lo que veo, te va el rollito a lo Bisbal.

Alejo, avergonzado, recuperó su camisa y la ocultó con disimulo en uno de los montones. No recordaba en qué momento la había adquirido, pero seguro que estaba enajenado cuando lo hizo.

—Esto puede valer —prosiguió Darío rescatando unos pantalones de cuero negro.

—Es un poco absurdo, ¿no? ¿Qué más da cómo me vista si a fin de cuentas voy a pagar mi entrada?

—Lo hacen para preservar el buen ambiente. Si todo el mundo entrase vestido con ropa de colorines, los locales góticos dejarían de serlo. Es verdad que en algunos hacen la vista gorda, pero no en los que yo frecuento. Además —dijo señalando la ropa que Alejo vestía en aquel momento—, así no vienes conmigo.

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