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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (30 page)

BOOK: Gothika
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—Tú eres diferente. Anda, sigue con las matemáticas.

—Vaaaale, ya me callo.

—No hace falta que lo hagas. Basta con que no me preguntes lo mismo cada día. No te haces una idea de lo agotador que resulta.

Mariana era una niña con mucha energía.

Demasiada quizá.

Y aún era pequeña para entender que su vida corría peligro entre los vivos. ¿Cómo explicarle a una niña de tan sólo siete años la crueldad de su destino? ¿Cómo hacerle entender que ella no era igual que los otros niños? ¿Cómo revelarle que en realidad estaba muerta?

Nada había sido normal en Mariana. Ni siquiera el parto. Aquella criatura vino al mundo de manera prematura y nada más nacer, acaso para recuperarse físicamente, ya empezó a reclamar grandes dosis de sangre. Analisa se sentía demasiado débil para «cazar» para ella, así que no tuvo más remedio que darle a beber de la suya. Eso estuvo a punto de acabar con ella. Entre la debilidad que suponía un alumbramiento como aquél, que le hizo perder momentáneamente algunas de sus cualidades vampíricas, y la sangre que tuvo que proporcionarle, la no-muerta se sentía desfallecer. Y todo ello hubo de hacerlo sola. ¿A quién iba a pedirle ayuda ante semejante ordalia?

Ya desde niña los ojos de Mariana eran los de un auténtico vampiro: almendrados, profundos y... rojos. Mucho más penetrantes que los de la propia Analisa. Con el tiempo, por suerte, el color se suavizó tornándose gris oscuro y sólo volvían a su color natural cuando la niña tenía hambre o estaba muy enfadada.

A pesar de toda la incertidumbre que la había asaltado durante el embarazo, Analisa no dudó un segundo de que aquel bebé pertenecía a su estirpe. Incluso así, encontraba a su hija hermosa e inocente. La pobre, a fin de cuentas, no había pedido nacer en esas condiciones, así que Analisa tuvo que quererla por fuerza y no vaciló en volcar todo su amor en ella.

Aquél era un sentimiento nuevo para la no-muerta. No se parecía mucho al cariño que había experimentado por Jeromín. A él siempre lo llevaría en su corazón, igual que a un hermano, pero habían pasado muchos años desde su muerte. Y ya era hora de dejarlo descansar en paz. Mariana era sangre de su sangre. Había nacido condenada a la eternidad, a la oscuridad y al silencio. Analisa al menos había podido gozar de algunos años de cierta normalidad humana. Mariana nunca conocería lo que era aquello. Y por eso mismo estaba destinada a quererla aún más, a cuidarla hasta la extenuación si hacía falta y a prepararla para poder hacer frente al mundo de los vivos.

La niña era inteligente y avispada en extremo. A pesar de que sólo tenía siete años, Analisa se había dado cuenta de que sus reacciones no siempre eran las de una niña de su edad. Era ingenua, claro, pero en absoluto tonta. Y toda aquella sobreprotección que la no-muerta le ofrecía, convencida de que era lo mejor para ella, no acababa de gustar a la niña, que, como cualquier infante, estaba ávida de las nuevas y excitantes experiencias de un mundo por descubrir, de un mundo que le había sido vedado desde el mismo instante en que nació.

Mariana no acababa de entender por qué había que dormir de día y permanecer encerrada todo el tiempo en la casona de Galicia. Con lo bonito que era el mar. O así se lo parecía, ya que no había tenido ocasión de verlo muchas veces, y las que lo había hecho siempre era de noche. Pudo sentir, eso sí, la brisa marina acariciar su rostro y las gotas de agua salada salpicar su pelo.

Analisa aún no había previsto qué le contaría a Mariana acerca de su naturaleza vampírica cuando la niña empezó a bombardearla con preguntas incómodas. Eso había ocurrido dos años atrás, cuando sólo tenía cinco años.

—¿Estoy enferma?

—No.

—¿Y entonces por qué no puedo salir de día?

—Puede ser peligroso.

—¿Porqué?

—Porque lo dice mamá.

—¿Pero por qué? ¿Qué hay tan malo en el exterior?

—Algún día lo entenderás.

—¡Quiero saberlo ahora!

—Ahora no puede ser.

—¿Y por qué no?

—Porque lo digo yo. ¡Y basta ya de preguntas!

Analisa no quería que Mariana saliera con ella a cazar por la noche. Consideraba que aún era demasiado pequeña para asistir a un espectáculo tan espantoso. Así que no tuvo más remedio que hacer grandes esfuerzos para asegurarse de que la niña se alimentaba de la manera correcta.

Al principio, tras dar muerte a la víctima de turno, se dedicaba a llenar botes de cristal con su sangre, pero había algo en aquel método que fallaba: la sangre no aguantaba fresca mucho tiempo y para cuando la no-muerta regresaba a casa con los recipientes, su contenido se había coagulado casi por completo, lo que convertía el preciado líquido rojo en no apto para su consumo.

Otro método consistía en atraer a alguien hacia la casa. Aquello no era demasiado complicado para alguien como Analisa, acostumbrada a utilizar sus capacidades mesméricas. Una vez allí lo atontaba y le abría una herida en el cuello mientras Mariana esperaba impacientemente en la habitación contigua. Después, cubría el cuerpo del desdichado con un mantel dejando sólo visible el cuello. Cuando todo estaba dispuesto para el banquete, traía a la niña para que chupara cuanta sangre precisara.

Y requería mucha. Siempre quería más de la que había.

La niña no era tonta y hacía muchas preguntas.

—Mamá, ¿qué hay debajo del mantel?

—Nada que te interese.

—Pues se ha movido.

—Anda, no digas tonterías y bebe de una vez.

—¿Puedo mirar debajo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque no. Y se acabó.

—Bueno, pero sigo pensando que se ha movido.

Además de alertar a la niña, este procedimiento implicaba una serie de riesgos. En caso de que se iniciara una investigación siempre podría aparecer un testigo que afirmara haber visto entrar al desaparecido en casa de la no-muerta. Y a Analisa nunca le había gustado llevar las presas a su guarida. Muy al contrario, prefería deshacerse de los cuerpos de otra forma. Uno de sus métodos preferidos, por considerarlo limpio y seguro, consistía en atraer a las víctimas hacia un acantilado. Allí, tras dar buena cuenta de ellas, las arrojaba sin pudor a la mar embravecida.

En vista de las circunstancias, Analisa optó por alimentarse por partida doble. Después transmitía parte de esa sangre a Mariana. Total, a quién podía importarle que lo hiciera si la maldición de la sangre eterna ya corría por sus venas. ¿Qué más daba el sistema empleado siempre y cuando éste fuera viable y cómodo? Haría cuanto fuera preciso para alimentar a su retoño.

Analisa, sin embargo, ignoraba una vez más que el sistema sí podía tener importancia... y mucha. Al transferirle su sangre, de alguna manera, sin saberlo, estaba transmitiendo a la pequeña buena parte de sus vivencias y de sus conocimientos, una información que tal vez no era conveniente que conociera una niña de tan corta edad.

Sin embargo, la no-muerta sólo empezó a ser consciente de que aquello había sido un gran error cuando, estando dormida en medio del sueño eterno, se sintió caer en una espiral que la absorbía hacia un abismo de oscuridad, bruma y frío. Era como descender a las garras de la misma muerte.

Intentó salir de aquella situación, pero había algo que se lo impedía, que pugnaba a brazo partido por demostrar su fuerza. Al fin logró zafarse y al abrir sus ojos la vio, abalanzada sobre ella, chupándole la sangre de las venas de su brazo. Lo que más inquietud le produjo es que Mariana, al saberse descubierta, ni siquiera se inmutó.

Analisa apartó a la niña de su brazo y, todavía sin dar crédito a lo que veían sus ojos, se incorporó en la cama.

—¿Se puede saber qué haces?

—Tenía hambre y tú estabas durmiendo, así que me he servido yo misma.

—¿Cómo que tienes hambre? Pero si acabas de comer. Deberías estar durmiendo.

—Pues tenía hambre. ¿Es eso también malo?

—Cariño, debes acostumbrarte a unos horarios, no puedes comer cuando te venga en gana. No siempre tengo reservas para ti y mamá podría enfermar.

—Emersinda me habría dejado —le espetó la niña de sopetón.

—¿Qué? ¿Qué es lo que has dicho?

—Sí, mamá. Seguro que ella me lo habría permitido.

—¿Qué sabes tú acerca de ella?

—No sé quién es, pero sé que la odias.

—¿Cómo? ¿Cómo puedes saberlo?

—Porque tú piensas en ella cuando duermes.

—Analisa se levantó de un respingo.

—¡Vamos! —dijo agarrándola de la mano—. Ya es hora de que aprendas a alimentarte por ti misma.

42

—¡Hola chavalote! Soy Marcial. Tenemos que hablar. He averiguado cosas sobre tu «amiguita», la tal Alejandra Kramer. Me voy de viaje esta noche, así que te adelanto lo principal: no fue asesinada con un vulgar cuchillo. El criminal empleó una daga muy afilada. Por si no lo sabes, este dato podría convertir el caso en un crimen ritual, así que ándate con ojo y vigila las compañías con las que te mueves. Y otra cosa: aunque de momento no estén oficialmente conectados, me he enterado de que el crimen de la Kramer no es el único sin resolver que puede tener tintes esotéricos. No se le está dando mucha publicidad, pero la policía sospecha que hay un asesino en serie suelto. Y, «casualmente», algunas de sus víctimas también frecuentaban el ambiente gótico.

El mensaje registrado en el contestador de su anfitrión logró sorprender a Darío. Y, aunque ahora se sentía culpable por haber vulnerado la intimidad de Alejo, tenía unas ganas feroces de decirle cuatro cosas bien dichas. Sin embargo, debía abstenerse. Se supone que la gente no se dedica a escuchar los mensajes privados de los demás y si se enteraba de lo ocurrido podría echarle de su casa.

En circunstancias normales no se habría dedicado a espiarle. Su vida privada le importaba bien poco, pero se sentía muy angustiado por su hermana. Aún no había logrado averiguar qué le pasaba, pero pensaba que tenía que ver con su relación con Alejo. ¿Con qué otra cosa si no?

«¿Quién coño será Marcial? —se preguntaba el gótico de camino al cementerio— ¿Y quién le habrá dado permiso para meter las narices donde nadie le llama?»

¡Estaba furioso!

¡Alejo les había echado a la policía encima!

Alejandra Kramer era su particular secreto y su amada silenciosa. Y debía seguir siéndolo, a menos que aquella noche consiguiera sonsacarle a Darky alguna información. Tal vez ella supiera algo al respecto. El joven continuaba preguntándose qué llevaba oculto en el bolsillo de su abrigo la noche que se conocieron. ¿Una daga quizá?

Aún no sabía cómo, pero, a pesar de sus reservas, había conseguido convencerla para que asistiera con él y sus amigos a una sesión de ouija en el cementerio en el que Alejandra estaba enterrada.

La idea no podía ser más morbosa.

Habían de darse prisa. Corría el rumor de que pronto sería trasladada a Estados Unidos y entonces se quedaría sin ella para siempre. Al parecer, su padre, el mismo que había contratado al detective privado que le había atosigado a preguntas en The Gargoyle, estaba empeñado en llevársela a su país. La madre de Alejandra, que era española, se oponía, lógicamente, a la exhumación del cuerpo de su hija y a su posterior traslado, pero el dinero era capaz de obrar milagros y su ex marido había removido Roma con Santiago hasta lograr los permisos necesarios para hacerlo.

Por supuesto, a Darky no le había dicho nada del macabro marco en el que se desarrollaría la sesión. Sólo le había comentado que iban a practicar una ouija en un camposanto. De saber que se haría sobre la tumba de la Kramer quizá no habría accedido a acompañarlos, y su presencia era imprescindible. Darío quería sopesar la reacción de Darky cuando se encontrara frente a la lápida de la joven asesinada. ¿Cómo actuaría? ¿Qué diría? Lo más probable era que la joven no tuviera nada que ver con ese asunto. Al menos, Darío rogaba que fuera así. Le costaba reconocerlo, pero había empezado a sentir algo más que simpatía por la gótica. De ahí su imperiosa necesidad de saber si estaba implicada de algún modo en su muerte. No podía seguir encariñándose con ella sin saber si era una asesina.

Era noche cerrada cuando al fin llegó frente al lugar acordado. Allí le esperaban dos chicos y dos chicas, todos vestidos igual que cuervos. Sus ropas estaban confeccionadas a base de látex, cuero, vinilo y lycra. Si alguien hubiera pasado aquella noche frente al Cementerio del Santo Ángel de la Guarda de Pozuelo de Alarcón, sin duda habría salido corriendo despavorido.

Darky aún no había aparecido.

El grupito parecía haber bebido más de la cuenta. Los chicos mataban la espera haciendo bromas tétricas, aunque quizá sólo intentaban ocultar su nerviosismo.

—Darío les pidió que guardaran silencio.

—¡Schhhh! ¡No metáis ruido! ¡Fijo que hay un segurata!

—¿A qué leches estamos esperando?

—Falta Darky.

—¿Quién es?

—No la conocéis. Es una amiga mía.

Mientras caminaba, Violeta sopesaba lo que podría ocurrir en el caso de que Ana llegara a enterarse de su escapada nocturna.

«¡Me matará! Estoy segura de que lo hará.»

Aún no sabía muy bien qué le había impulsado a desobedecerla. Tal vez el aliciente de ver a Darío una vez más o sus ganas de experimentar por fin una sesión de ouija, un «juego» que siempre la había atraído pero que nunca había podido practicar debido a que carecía de amigos con los que compartirlo.

Al fondo se recortaba ya la siniestra silueta del cementerio, un lugar tenebroso para mucha gente; no así para Violeta, que recordaba sus visitas nocturnas a los camposantos próximos a su hogar en Rótova. El peculiar olor a tierra le devolvió viejos recuerdos que creía extinguidos. Desde pequeña había frecuentado este tipo de recintos con la esperanza de despejar la duda de si existía o no vida más allá de la muerte. Por aquel entonces se había dedicado a formular preguntas al viento por si alguno de sus moradores tenía a bien responderle. Como jamás obtuvo contestación, concluyó que no existía el Más Allá. Sin embargo, con el tiempo cambió de opinión y la propia existencia de Ana terminó de convencerla del todo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por unas risitas nerviosas. Violeta miró hacia el lugar de donde procedían y a duras penas fue capaz de distinguir el funesto grupito agazapado cerca de la tapia que separaba el territorio de los vivos del de los muertos.

—Siento llegar tarde.

—No importa. No llevábamos mucho aquí. Chicos, os presento a Darky.

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