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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (27 page)

BOOK: Gothika
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—¡Darío!

Aún recordaba cómo se llamaba. Aquello era una buena señal.

—Estás... rara.

—En cambio tú estás igual. ¿Qué haces por aquí?

—Buscar empleo. ¿Y tú?

—Suelo venir a dibujar.

—Un buen lugar —ratificó haciendo un gesto de aprobación con la cabeza.

Darío intentó mirar de soslayo el dibujo inconcluso que realizaba Violeta, pero ésta tenía la mano sobre el papel, lo que le impedía verlo con detalle.

—¿Me permites? —preguntó señalando su cuaderno mientras se sentaba a su lado.

Ella le tendió su bloc un poco ruborizada. Normalmente nadie se interesaba por sus creaciones. Y a su madre en concreto la horrorizaban.

—¡No me enseñes estas cosas, que me pongo mala! —le decía cada vez que lo intentaba. Así que con el tiempo dejó de hacerlo. De hecho, la había advertido de que no debía mostrar sus dibujos a la gente o pensarían que estaba trastornada. Entonces Violeta se dedicó a dibujar para sí misma y sus dibujos se volvieron mucho más tétricos, suponiendo que aquello fuera posible. Y ahora el joven que tenía a su lado miraba su boceto con atención e interés, sin escandalizarse, sin que asomara a su rostro ni siquiera un atisbo de asombro. Es más, la joven juraría que su semblante denotaba agrado y satisfacción.

—¡Te felicito, Darky! Sin duda tienes un gran talento.

—Gracias, pero mi madre no opinaba lo mismo. Para ella mis dibujos eran si no el más grande, uno de mis mayores defectos. Nunca los entendió —repuso bajando la mirada al tiempo que ocultaba su cuerpo con el cuaderno.

—¿Nunca los entendió? Hablas como si no estuviera viva. ¿Es que murió?

Sin saberlo, Darío había puesto sobre el tapete el tema preferido de Violeta: la muerte.

—Hay personas que parecen estar muertas en vida y otras, en cambio, viven a causa de la muerte —le espetó de manera enigmática.

Aunque aquella respuesta no aclaraba nada su pregunta, al escuchar esas palabras Darío dirigió sus pensamientos hacia Raúl, su amigo fallecido. ¿Cuánto tiempo hacía desde que lo había visitado por última vez en el cementerio? «Lo tengo un poco abandonado», concluyó.

—Entiendo.

—¿De veras comprendes lo que quiero decir?

—Más de lo que imaginas. Soy de la opinión de que los muertos no siempre abandonan este mundo.

—¡Exacto! —exclamó Violeta maravillada por haber encontrado alguien que era capaz de comprender su actitud sobre la Dama de la Guadaña—. No existe la muerte, sólo cambian las condiciones de vida.

Durante un instante se cruzaron sus miradas, pero ninguno se atrevió a continuar profundizando en aquel espinoso tema.

—Creí que no eras de Madrid y que sólo estabas de paso —comentó Darío cambiando de asunto.

—Y es cierto, pero ahora estoy viviendo en casa de una amiga. ¿Y tú? ¿Has tenido suerte con el trabajo?

—No. Supongo que no quieren a gente como yo.

—Yo también soy como tú.

—En este momento nadie lo diría.

Violeta, siguiendo las indicaciones de Ana, se había puesto unos vaqueros de color azul, una camiseta blanca y una cazadora. Sin embargo, se sentía cercana a Darío.

—No te fíes de las apariencias.

—No creas que te estoy juzgando. No es ésa mi intención. Es sólo que me ha sorprendido verte tan cambiada. Y haces muy bien. Tal vez tengas razón: puede que si me vistiera de otro modo encontrara trabajo.

—No te preocupes y, sobre todo, no te desanimes. Seguro que encontrarás algo muy pronto. A mí me costó lo mío entrar en el videoclub. No me fue nada fácil. No sé por qué la gente es tan soplapollas de fijarse sólo en el aspecto, pero el caso es que lo hace, así que he aprendido que es mejor pasar desapercibida en esta sociedad de mierda. Que se queden con sus falsas apariencias y con sus prejuicios. En el fondo es como si me hubiera transformado en un «topo» dentro de su sociedad prehistórica y eso les jode aún más. Aunque terminara vistiéndome como la Barbie Superstar nunca podrían arrebatarme esa parcela íntima.

—¿Escondes muchos secretos?

—Algunos.

—Yo también guardo un secreto, pero no puedo hablar sobre ello. No me creerías.

—Puede que sí.

—Hoy no. Tengo que ir a casa de mi hermana. Creo que está enferma.

—Como quieras. Otro día será.

—¿Me das tu móvil?

—No tengo teléfono móvil —contestó Violeta.

Darío se estremeció. Recordaba a la perfección que en su primer encuentro en The Gargoyle, al aproximarse a ella para darle un beso, notó un bulto alargado en su abrigo. Él le preguntó entonces qué era y Violeta respondió que su teléfono móvil. ¿Por qué decía ahora que no usaba aquel tipo de tecnología? ¿Se trataba de una excusa para no facilitarle su número? ¿Pretendía darle esquinazo o había mentido cuando afirmó que aquel bulto era su móvil?

Darío prefirió no averiguarlo en ese instante. La chica le gustaba demasiado como para cuestionarse todo aquello en tan sólo dos encuentros.

—¿Y correo electrónico?

—Eso sí. Apunta mi dirección y yo anotaré la tuya.

Violeta parecía nerviosa. Hacía mucho tiempo que no se relacionaba con nadie que no fuera Ana y la posibilidad de seguir manteniendo el contacto con aquel joven la hacía sentirse un poco mejor, menos prisionera en el mundo de la no-muerta.

Mientras pasaba las páginas en busca de un hueco libre en su bloc para anotar la dirección de Darío, éste reparó en un detalle que llamó poderosamente su atención. Se trataba del rostro de una mujer. Sus facciones no se distinguían bien porque Violeta había dibujado un suave velo sobre su cara. Todo aquello le confería un halo de misterio. Lo más llamativo eran sus ojos rasgados, casi felinos y de mirada turbia e inquietante.

—¿Me permites? —preguntó Darío desconcertado.

Violeta le tendió su cuaderno.

—Esta mujer... ¿quién es?

Era un dibujo de Ana. Violeta solía utilizarla con frecuencia como modelo. De hecho, era la protagonista de casi todos sus dibujos.

Violeta palideció.

—¿La conoces? —se atrevió a preguntar, intrigada por el repentino interés de Darío en la vampira.

—No, pero me suena su cara. Me resulta muy familiar. ¿Quién es?

—Alguien que conocí hace tiempo. No tiene mayor importancia.

38

La guerra había llegado a su fin. Pero, si Analisa había albergado la esperanza de ver llegar tiempos mejores para España, se equivocaba. Los últimos años de dominio francés fueron aún más oscuros, terribles y cruentos, aunque no todo estaba perdido. La intervención de las tropas de sir Arthur Wellesley, duque de Wellington, fue decisiva para el desarrollo de los acontecimientos venideros. ¿Quién podía imaginar que Inglaterra, enemiga natural de España, terminaría jugando un papel tan destacado en la guerra? A todo ello había que sumar el coraje y el arrojo de un pueblo que no estaba dispuesto a admitir las órdenes de un rey invasor. A José Bonaparte el cetro de mando le venía demasiado grande y el 17 de mayo de 1.813 se vio obligado a emprender su retirada hacia Francia.

La última gran batalla tuvo lugar el 21 de aquel mes y conllevó la liberación paulatina de varias ciudades españolas, que hasta entonces se encontraban bajo el yugo francés. Poco después se produjo el esperado regreso del exilio de Fernando VII —el Deseado, el único rey legítimo reconocido por los españoles. Pero con él retornó también el pasado más tenebroso, la oscuridad del Antiguo Régimen y la Inquisición. Lamentablemente, España había dado un paso atrás en el avance del pensamiento liberal.

A pesar de todos estos acontecimientos políticos, Analisa era feliz. Todo lo feliz que podía llegar a ser una criatura como ella, abocada a vivir bajo las sombras de la incomprensión, obligada a cambiar de identidad cada cierto tiempo para no levantar sospechas entre sus convecinos, incapaz de hallar la paz interior ni un solo instante y condenada a depender del humor con que se levantara la
bestia.
Pero para ella lo peor de todo era saberse incapaz de proporcionar a Jeromín un hogar estable. Aun así, era feliz porque ya no estaba sola y porque sabía que el muchacho se sentía contento y a gusto con ella.

¿Qué más podía pedir?

Pero Analisa ignoraba que el destino les tenía reservados otros planes. Ésa era una de las grandes lecciones de la vida que la no-muerta aún no había asimilado... Y quizá también una de las más dolorosas. Todavía no había comprendido que la vida puede arrebatarte todo cuanto tienes con una simple exhalación.

La desgracia cayó sobre la insólita pareja cuando residían en Burgos. Habían ido dando tumbos de una ciudad a otra hasta que encontraron un lugar apropiado para instalarse. A pesar de las penurias que atravesaba el país, Analisa había logrado mantener su fortuna casi intacta y se desvivía porque a su protegido —al que consideraba casi como un hermano pequeño— no le faltara de nada.

Sin embargo, para cuidar de él se veía forzada a «coquetear» con los reinos de la claridad más de lo deseable. Quería evitar que el joven volviera a sufrir abusos de poder o cualquier clase de humillación por parte de personas intolerantes y de mente cerrada. Por este motivo intentaba acompañarlo siempre que le era posible. El chico no podía permanecer siempre encerrado. En aquel tiempo Analisa todavía ignoraba que para los vampiros el exceso de luz solar constituía un veneno lento y destructivo cuyo único antídoto era la oscuridad.

La no-muerta desconocía que la luz procedente de los rayos del astro rey era acumulativa, por lo que si un vampiro se exponía a ella de manera prolongada y durante demasiados días seguidos su naturaleza comenzaba a debilitarse severamente, lo que se traducía en una incapacidad para cazar y, por consiguiente, para alimentarse.

La luz en sí no era dañina, lo que resultaba perjudicial era el abuso que Analisa hacía de ella. Si su ritmo biológico se veía alterado durante un tiempo excesivo, es decir, si se modificaban sus períodos de descanso diurnos, el instinto vampírico se veía obligado a buscar horarios de descanso nocturnos y el hecho de no poder cazar era en sí mismo un acto suicida que activaba el instinto de protección de la
bestia,
que no estaba dispuesta a ser erradicada de ningún modo.

No obstante, para desgracia de Analisa no existía un mecanismo de aviso ante tal situación. El único que había provenía de la propia experiencia del vampiro, pues el proceso sólo era evidente cuando ya era demasiado tarde para detenerlo. Al igual que el poderoso veneno de la seta más tóxica, sólo mostraba su verdadera faz cuando ya estaba completamente extendido por su cuerpo.

La no-muerta sólo fue consciente de que algo no iba bien tras muchos días de exposición a la luz solar, pero cuando quiso remediarlo se percató de que era tarde. Estaba demasiado débil para salir a cazar y se sentía endeble para hacer empleo de sus capacidades vampíricas, que se negaban a obedecerla. Y cuando éstas desaparecían Analisa se transformaba en un ser vulnerable, exento de defensas. La única solución consistía en conseguir varias presas lo antes posible a fin de regresar a su auténtico ciclo biológico.

—¿Qué te ocurre?

Aunque la no-muerta había intentado ocultar su lamentable situación a Jeromín, el proceso de descomposición física había empezado a tomar cuerpo y las manchas cadavéricas se habían extendido por buena parte de su rostro.

—Quiero... —comenzó a explicar Analisa—. Necesito que te apartes de mí durante un tiempo. —No sabía cómo revelarle que la
bestia
le exigía que la alimentara de inmediato y que temía llegar a hacer algo de lo que más tarde se arrepentiría—. Creo que estoy enferma —prosiguió—. No sé qué me ocurre, pero debes marcharte de esta casa cuanto antes.

—¿Marcharme? ¿Adónde? —balbuceó Jeromín—. ¿Y cómo podría irme sabiendo que no estás bien?

—Te daré algún dinero. Debes ir a casa de la señora Paca. Quiero que le entregues esta nota de mi parte y el dinero que voy a darte. Sólo serán unos días —afirmó intentando tranquilizarlo.

La señora Paca era una vecina que vivía relativamente cerca. Analisa apenas había cruzado unas pocas palabras con ella, pero Jeromín la adoraba porque, a pesar de la penosa situación económica que atravesaban tanto ella como su familia, cada vez que veía al chico le obsequiaba con un dulce. Analisa creía que era una buena mujer, por lo que siempre había evitado acercarse con intenciones aviesas a ella o a sus hijos.

—¡Quieres abandonarme! —afirmó el chico entre sollozos—. Lo que pasa es que te has cansado de mí.

Analisa no estaba en condiciones de enzarzarse en una discusión. Se sentía demasiado lánguida para ello.

—No me discutas, Jeromín. Lo hago por tu bien. Te prometo que muy pronto volveremos a estar juntos.

—¿Cuándo? ¿Cuándo será?

—No lo sé —dijo acariciando su pelo ralo—. Pero ha llegado el momento de que me obedezcas. Pórtate bien, ayuda a la señora Paca en lo que te mande y recuerda que, pase lo que pase, no debes revelar jamás nuestro gran secreto.

Jeromín acató sus deseos de mala gana. Dispuso a
Carlota
para el traslado y se fue cabizbajo a buscar un par de mudas que introdujo con dificultad en el bolsillo de su chaqueta. Después, como siempre, se marchó cojeando, aunque esta vez con el rostro envuelto en lágrimas.

Analisa lo observó marcharse desde la ventana.

Ella no lo sabía, pero aquélla era la última vez que lo vería con vida.

Tan pronto como perdió al muchacho de vista, se derrumbó. ¿Qué iba a hacer si apenas podía sostenerse en pie? Todo le daba vueltas y sólo era capaz de escuchar los reproches de la
bestia
por haber dejado escapar a la única presa fácil y disponible que podía haberle devuelto una brizna de vida.

«¡Ve a por él! Aún estás a tiempo. ¡Dile que regrese y acaba con él! ¡Necesitas su sangre!», clamaba la
bestia
iracunda.

Analisa se negaba a seguir escuchando sus órdenes, pero éstas eran mucho más fuertes y poderosas, tanto que por un tiempo consiguieron ensordecer sus propios pensamientos. A pesar de ello, aguantó el resto de la tarde como pudo, retorciéndose de dolor, y esperó con impaciencia la caída de la noche. Entonces salió al exterior y se abalanzó sobre la primera víctima propicia que encontró. Le temblaba todo el cuerpo y sus uñas habían comenzado a desprenderse de la carne. Su aspecto era francamente lamentable.

En cuanto probó la primera gota de sangre Analisa supo que no sería suficiente para saciar a la
bestia,
ni tampoco para permitirle recobrar algo de cordura. Actuaba como una sonámbula sin orden ni concierto, sin rumbo y sin destino. La
bestia
lo había logrado. Al fin era la dueña y señora de su cuerpo y de su mente.

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