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Authors: Clara Tahoces

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

Gothika (3 page)

BOOK: Gothika
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—¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás? —su tono denotaba más preocupación que enfado.

—Estoy en casa.

—¿En casa? ¿Y qué haces ahí? Te estoy esperando.

—Lo sé. Tienes razón. Ya sé que habíamos quedado a las diez y media en tu casa. Ahora mismo iba a llamarte. No pensé que fuese tan tarde —mintió para no herirla—. He tenido problemas con el editor y no me siento con ánimos para salir a cenar.

—¿Qué problemas? ¿Qué ha pasado? ¿Ha rechazado tu novela?

—Básicamente, sí. Pero me ha encargado un libro de cocina.

—¡Eso es genial!, ¿no?

Para ella, el hecho de escribir un libro por encargo, aunque fuese de necrológicas, constituía ya de por sí una noticia digna de celebración. No entendía lo que significaba para Alejo el rechazo de sus proyectos literarios. Él había tratado de explicárselo, pero Silvia consideraba que un encargo implicaba una posición de seguridad dentro de la editorial, al menos durante el tiempo que perdurase el proyecto. Tampoco comprendía por qué Alejo se empeñaba en utilizar un pseudónimo en vez de firmar con su nombre. Siempre le resultaba embarazoso explicar a sus amigas que su novio era un escritor que se negaba a firmar con su nombre porque se avergonzaba de sus libros. «Es muy modesto», les decía.

—Bueno, ya sabes que a mí eso no me gusta. Además, tú sabes mejor que nadie que no tengo ni puta idea de cocina.

—Si te han encargado el libro es porque creen que puedes escribirlo. Y eso significa que en el fondo les gusta cómo escribes. ¿Qué quieres que te diga? A mí no me parece tan mala noticia.

—Ya sé que tú sí estás contenta —comentó en tono resignado—. Al menos me ayudarás con las recetas, ¿no?

—Sí. E incluso te perdono el plantón de esta noche, aunque hayas sido un desconsiderado que no ha tenido la decencia de llamarme.

—Tienes razón, cariño. No volverá a ocurrir. ¿Quedamos mañana para comer?

4

La vida en casa de tía Emersinda discurría lenta y monótona. Convivir con una mujer tan enferma no era un plato de gusto para Analisa, así que decidió armarse de paciencia y esperar con resignación el momento del óbito. Era obvio que se produciría tarde o temprano, así que juzgó que lo oportuno era hacerle la vida lo más agradable posible durante los días que le restasen.

Era bien cierto que sus costumbres resultaban peculiares, al menos para Analisa, que no estaba acostumbrada a pasar tanto tiempo sin poder comunicarse verbalmente. Emersinda pasaba buena parte del día descansando, así que sus charlas eran reducidas. Además, las veces en que parecía más animada a hablar sufría constantes ataques de tos que la obligaban a echar mano del láudano.

Patro no resultaba un gran apoyo en este sentido. Su conversación era muy limitada y se circunscribía a las cuestiones domésticas. La buena mujer no daba para más. Sin embargo, Analisa no desesperaba; no en vano era una joven acostumbrada a la disciplina reinante en los orfanatos. En ellos se había desarrollado buena parte de su adolescencia.

Al morir Julián, su padre, su madre había contraído una extraña enfermedad que había ido minando poco a poco su ya de por sí trastocada vitalidad. Analisa siempre lo achacó al duro golpe que supuso para ella su muerte. Su padre siempre había sido un hombre jovial, quizá un poco estricto con su educación, pero justo.

Su posición era bastante acaudalada, pero no tanto como la de su hermana mayor, Emersinda. Aunque ser el único varón le permitió heredar buena parte de los bienes de sus padres, Emersinda consiguió una situación mucho más aventajada gracias a su madrina. Ésta, que adoraba a Emersinda, levantó testamento a su favor.

El afán de Julián por administrar adecuadamente su fortuna lo había convertido en un hombre prudente y estricto, aunque también respetado. Siempre manifestó que cuando llegara el día en que él faltase no deseaba que su mujer y su hija pasaran penurias que las forzaran a depender de la ayuda económica de los demás. Y luchó hasta el último día por que así fuera. Por eso, Analisa aún no podía alcanzar a comprender los motivos por los cuales tomó tan drástica decisión.

La primera noche que la joven pasó en casa de tía Emersinda contribuyó a evocar los dolorosos recuerdos de su niñez, los cuales creía arrinconados en lo más oscuro de su mente. Fue un 14 de abril cuando los terribles hechos se desencadenaron vertiginosamente. Había ido con su madre a escoger unas telas con las que la costurera le confeccionaría un elegante vestido para la fiesta que ofrecerían con motivo de su decimoquinto cumpleaños. Su padre se quedó solo en el estudio que tenía acondicionado en el piso superior de la vivienda pues, según explicó, tenía que ultimar unos papeles que debía presentar a un comerciante de paso por la ciudad.

Nada hacía presagiar el fatal desenlace. Por la mañana, su padre le regaló una pulsera que perteneció a su madre y se había mostrado tan cariñoso como solía, es decir, poco, pues era un hombre al que le costaba exteriorizar sus sentimientos. Claro que ella era consciente de que la quería mucho, pero nunca supo manifestarlo con palabras o caricias, sino con regalos.

Después, los tres habían comido juntos prácticamente en silencio, sólo roto por los comentarios de Analisa, quien se sentía excitada ante la proximidad de su fiesta. Estuvieron escogiendo las telas hasta las seis y media y, más tarde, su madre y ella merendaron en una confitería.

Al regresar, Analisa, emocionada, se apresuró a subir las escaleras para hacer partícipe a su padre de las nuevas adquisiciones. La puerta del estudio solía estar entreabierta, pero aquella tarde permanecía cerrada. La joven llamó varias veces y, al no obtener respuesta, giró el pomo con cuidado. El espectáculo que se encontró no podía ser más sórdido: su padre se balanceaba colgado de una soga que pendía de una de las vigas del techo.

A partir de ese instante su vida se trastocó por completo. Mariana, su madre, entró en estado de shock. Apenas hablaba y se negaba a comer, sintiéndose incapaz de hacer frente a aquella situación familiar. Analisa poco podía hacer. A la pena que ella misma sentía había que sumar la de ver a su madre en esas lamentables circunstancias.

Cuando comenzaron las alucinaciones (un día empeoró y llegó a afirmar que podía ver a su esposo muerto e incluso comunicarse con él) un amigo de su padre se hizo cargo de la situación. Éste juzgó que una niña no debía ser partícipe de unas condiciones de vida tan insanas, por lo que decidió mandar a Analisa interna a un colegio.

De poco sirvieron las protestas de la joven. Ella deseaba permanecer junto a su madre, quien era todo lo que le quedaba. Bueno, ella y tía Emersinda. Nunca supo por qué simplemente no fue enviada con ella o por qué, dado que su madre se encontraba totalmente incapacitada, Emersinda no se personó para hacerse cargo de su educación. Pero Analisa era únicamente una niña, sin poder de decisión alguno frente a los adultos.

Estos recuerdos le habían impedido pegar ojo. De niña, su madre siempre le decía que las pesadillas eran sólo la «comida» de los monstruos de la noche; que bastaba con retirársela y ellos desaparecerían. Sin embargo, esta vez no eran pesadillas lo que la atormentaban; era su pasado, un pasado que quería desterrar por completo de su cabeza.

Decidió levantarse. Por la hora que era, calculó que Patro ya habría llegado. En efecto, ahí estaba. La encontró en la cocina descargando la compra que Analisa le había encargado el día anterior.

—Buenos días, Patro.

—Buenos días, señorita. ¿Qué va a querer hoy para desayunar?

—Sólo una tila —respondió Analisa somnolienta.

Patro la miró de reojo. También ella advirtió que no había pasado una buena noche.

—¿Le ocurre algo? La veo muy desmejorada.

—No he dormido muy bien.

—A ver si le va a dar a usted también por no dormir, que ya bastante tenemos con la señora.

—¿Cuánto tiempo lleva sirviendo aquí?

—Ya va para seis meses, señorita —contestó mientras calentaba el agua.

Analisa pareció sorprendida. No sabía por qué, pero había supuesto que llevaba años al servicio de su tía.

—¿Y quién le servía antes? ¿Lo sabe usted?

—La Felisa, una moza del pueblo.

Por la expresión de su cara, Analisa percibió que el tema parecía incomodarla.

—¿Y bien? ¿Qué pasó con ella?

—No lo sé, señorita —manifestó con rabia contenida—. Aún estamos esperando a que se digne a asomar por el pueblo.

—¿Y eso por qué?

—No me tire de la lengua, señorita. No me tire de la lengua...

—Hable, pues, Patro —dijo impacientándose. Aquella mujer era exasperante. Había que sacarle las palabras a golpe de fusta—. Estoy interesada en conocer la historia.

—La muy... —se contuvo— desapareció del pueblo dejándole a deber a mi esposo siete reales y medio.

—¿En concepto de qué, Patro?

—Mi esposo es zapatero, ¿sabe usted? La Felisa le encargó unos zapatos y nunca pasó a recogerlos.

—¿Y desapareció así, sin más?

—Sí, señorita, sin dar razón de su paradero a nadie en el pueblo. Luego hemos sabido que tenía otras cuentas pendientes con el panadero y la lechera —explicó visiblemente azorada—. ¡Y a Dios gracias que la señora se avino a hacerse cargo de ellas!

—¿Dice que mi tía pagó sus deudas?

—Sí, todas. ¡Por éstas que si aparece se va a enterar de quién es la Patro! —exclamó llevándose los dedos índice y pulgar a los labios.

—¿Está usted segura?

—¡Digo!

—¿Y por qué haría mi tía una cosa así?

—La verdad, señorita, no lo sé, y tampoco quise preguntar. Cuando vimos que la Felisa no se personaba, tuvimos el atrevimiento de venir a la casa por si le había dejado algo dicho a la señora... Pero resultó ser que ella estaba tan sorprendida como nosotros, pues hacía días que la Felisa no asomaba por aquí y había mucha faena por cumplir. Entonces le dijo a mi esposo que se haría cargo de las deudas pero que necesitaba una nueva doncella... Y aquí me tiene.

—¿Y está usted contenta aquí?

—Señorita, por el amor de Dios, no me haga usted más preguntas. Aún resta mucha faena por hacer y se me echa la hora encuna —repuso regresando a su mutismo. Cuando quiso darse cuenta observó que la mujer, con el plumero en la mano, se dirigía hacia el salón.

Ya por la tarde, Analisa pudo hablar con su tía. Ésta percibió que su sobrina no se encontraba bien.

—Querida, no tienes buena cara. ¿No irás a enfermar tú también?

—No he dormido bien.

—¿Qué te ocurre? Pareces inquieta.

—No es nada —respondió Analisa sin entrar en detalles. Todavía le resultaba demasiado doloroso hablar de ello.

—Querida, soy tu tía y no me gusta verte así. ¿No vas a contármelo? Salta a la vista que no es una nadería.

Analisa se mantuvo en silencio. Meditaba si debía responder. Hacerlo quizá supondría intensificar aún más los fantasmas de la niñez. Pero, por otra parte, eran muchas las preguntas que se agolpaban en su cabeza. Había algo que siempre la había corroído.

—¿Por qué dejasteis de tener contacto mi padre y tú?

Emersinda no parecía muy sorprendida. Tal vez esperaba que tarde o temprano surgiese esa conversación.

—Bien quisiera saberlo —contestó con amargura—. Nunca me explicó los motivos por los que decidió alejarse de mí.

—Tuvo que pasar algo...

—No, que yo sepa.

A Analisa no la contentó esa explicación. Aun sin saber qué había ocurrido realmente, estaba segura de que había pasado algo importante. Sus recuerdos no podían ser tan engañosos. Recordaba a la perfección cómo su padre, después de una violenta discusión con su hermana, las instó a preparar cuanto antes el equipaje. Ni su madre ni ella pudieron escuchar cuál había sido el motivo de la disputa, pues la discusión se desarrolló a puerta cerrada.

Pasaban el verano en casa de su tía cuando tuvo lugar aquel episodio. Su padre siempre se negó a hablar de ello y mucho menos a comentar por qué regresaron precipitadamente a Madrid.

Tía Emersinda pareció captar sus elucubraciones.

—Sólo se me ocurre un motivo por el que pudo enfadarse...

—¿Cuál?

—Me cuesta explicarlo, sobre todo teniendo en cuenta lo mucho que le quería. No quisiera ensuciar su memoria...

—¡Por favor! —suplicó—. Es importante para mí.

—Lo sé, querida. Por eso mismo. No me hagas hablar. ¿No crees que es preferible dejar las cosas tal como están?

—¡No lo es! —exclamó—. Por favor, no puedes imaginarte lo que he padecido desde que papá... —comprobó que aún le costaba pronunciar en alto la palabra— nos dejó.

—No sé si debo...

—¡Por favor! —rogó de nuevo.

—Muy bien, si es tu deseo... Pero, antes que nada, quiero que seas consciente de lo mucho que te quiero. Y estoy segura de que tu padre también te adoraba —dijo con tono apesadumbrado.

Antes de proseguir, volvió a requerir la ayuda del láudano. Analisa le acercó rápidamente la botellita de plata.

—Siempre te tuve por una niña muy, muy especial.

Analisa la escuchaba con gran atención.

—Un día le propuse hacerme cargo de tu educación. Deseaba que tuvieses los mejores maestros. Como sabes, mi posición económica siempre fue mejor que la suya. Estaba dispuesta a correr con todos los gastos de tu manutención a cambio de que vinieses a vivir conmigo.

—¿Y qué ocurrió? ¿Por qué se enfadó tanto? —preguntó Analisa sin comprender todavía.

—Supongo que la idea de que te trasladases a vivir conmigo le enfureció.

—¿Por qué?

—Decía que quería apropiarme de su hija. No me preguntes por qué. Yo sólo hice una sugerencia bien intencionada. Tu padre, mal que me cueste aceptarlo, siempre tuvo un carácter inseguro. Ya desde niño se disputaba conmigo el cariño de tus abuelos. Estaba convencido de que ellos me querían más a mí y nunca fui capaz de persuadirle de que eso no era cierto.

—¿Tenía celos de ti? —inquirió Analisa, sorprendida por aquella revelación.

—¡Dios me perdone si me equivoco...! Pero estoy convencida de ello. Y no sólo lo creía yo. Tus abuelos también lo sospechaban, sobre todo después de lo que ocurrió aquel día... cuando éramos niños.

—¿Qué día? ¿Qué ocurrió?

—Querida, el pasado es el pasado y no quiero remover más este asunto. A mí también me duele hablar sobre ello. Conversemos sobre cualquier otro tema —sugirió haciendo un gesto de negación con la mano.

Pese a los intentos de Analisa por saber qué había pasado, no consiguió que Emersinda articulase una sola palabra más.

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