Authors: Ed Greenwood
—Deberíamos quedarnos hasta que se disipe la niebla —dijo Rymel, con su voz de bardo y sus ojos grises serios por primera vez desde que Shandril lo conociera. Minúsculas gotas de niebla colgaban de los rizos de su corta barba.
—Sí —repuso Ferostil con una voz tenue y cautelosa—. Y, sin embargo, ese grito que hemos oído... Si esperamos, ¿quién sabe qué podría venirse sobre nosotros, rodearnos y acorralarnos... sin que nosotros lográramos ver hasta que tal vez fuera demasiado tarde?
Sus palabras dejaron tras de sí un silencio ensordecedor. Los ojos de Shandril se encontraron con los de Burlane, que trataba de parecer tranquilo. Una sombra de sonrisa cruzó los labios de él cuando intercambiaron sus miradas, pero su tranquilidad era un hecho también. Shandril se sintió agradecida y, de repente, tuvo menos miedo.
Delg el enano habló:
—Yo secundo eso. No puedo soportar esperar toda una noche en esta humedad, sin hacer nada. Yo digo que continuemos, ¡y antes saldremos de esto!
La luz se hacía más y más débil. Uno de los caballos volvió a resoplar y a moverse, y Delg se acercó hasta él y le habló tranquilizadoramente.
—¿Tú qué dices, Thail? —preguntó Burlane en voz baja.
—Sería más prudente detenerse y esperar hasta la mañana y a que se levante la niebla —respondió el brujo con calma—. Pero a mí también me costaría soportar esta espera.
—¿Shandril? —preguntó Burlane con la misma voz, y la muchacha levantó los ojos sorprendida, emocionada de que se la considerase como un igual.
—Yo prefiero arriesgarme a tropezar con el peligro que quedarme a esperar la noche —respondió ella con toda la calma y la firmeza que pudo. Se oyeron varios murmullos enérgicos de acuerdo.
Burlane dijo sin más:
—Seguimos. Mejor todos despiertos y esperando lo peor que todos dormidos menos dos.
De improviso, oyeron un suave sonido deslizante y, después, un sonoro salpicón de algo que se zambullía en el lago cerca de allí. Un cosquilleo recorrió la piel de Shandril. Pero la compañía no pudo ver nada. Tras esperar precavidamente unos minutos, prosiguieron la marcha y pronto llegaron a un lugar donde la larga hierba aparecía aplastada en una ancha ringlera, como si hubiese pasado una gran masa por encima, y veteada con rastros de baba de color blanco verdoso. Los caballos retrocedieron espantados del área y tuvieron que tirar de ellos para que cruzaran, bufando, con los ojos desorbitados y levantándose sobre sus patas traseras como si estuvieran rodeados de ondulantes serpientes. La compañía siguió avanzando tan rápida y silenciosamente como pudo. Al rato, oyeron algo que se retiraba veloz de su camino, pero tampoco esta vez pudieron ver criatura alguna. Prosiguieron mientras la noche terminaba de cerrarse.
Por fin, pudieron oír el sonido de una ancha corriente de agua delante de ellos; Thail sondeó con su cayado y les cerró el paso.
—Agua abierta —dijo en voz baja.
—O bien hemos dado la vuelta y terminado en el lago —dijo Rymel—, o la orilla ha doblado hacia atrás delante de nosotros... o bien, y esto parece lo más probable, hemos llegado al río Sember, donde tenías intención de acampar —dijo a Burlane.
En la tenue luz nocturna, oyeron la respuesta de su líder:
—Sí, es probable. Voy a ver.
Una pálida luz se irradió al desenvolver la Lanza Luminosa; caminó hacia adelante con ella. El bardo fue con él, después de dejar las riendas de su caballo en las manos de Shandril. ésta agarró los dos juegos de riendas en ansioso silencio, complacida por la confianza pero, con todo, intranquila. Si algo sobresaltaba a los caballos, ella sabía que no tenía bastante fuerza para contenerlos.
Los dos hombres estuvieron ausentes un largo rato, e incluso Thail había empezado a pasearse inquietamente antes de que pudieran ver de nuevo la Lanza Luminosa en la espesa niebla violeta y gris que los envolvía. Burlane se detuvo en medio de ellos; parecía contento.
—Es la corriente del Sember —anunció—. Acamparemos aquí. No se puede ver para cruzar.
—¿Encendemos un fuego? ¿Antorchas? —preguntó Delg.
Burlane negó con la cabeza.
—No nos arriesgaremos. Doble vigilancia toda la noche. Shandril y Delg primero, Ferostil y Rymel después, y yo veré amanecer. No hagáis ningún ruido innecesario. No dejéis tumbarse a los caballos; hay demasiada humedad y cogerán frío.
El grupo descargó deprisa y alimentó a los caballos; compartieron pan frío y queso y se envolvieron en sus capas y mantas. Shandril encontró a Delg en la oscuridad.
—¿Cómo puedo vigilar si no se ve? —susurró.
Delg gruñó:
—Nos sentamos en el centro, señorita, espalda contra espalda, ¿entiendes? Nos damos el uno al otro un pellizco o un codazo de vez en cuando para mantenernos despiertos. Tres de ellos o más, seguidos y rápidos, significan: «cuidado, hay peligro». Tú miras, sí; pero, sobre todo, te quedas quieta y escuchas. La niebla hace cosas raras con los sonidos; nunca te puedes fiar de dónde y cuán lejos está lo que oyes. Pero escúchanos bien primero a nosotros y a los caballos, y aprende a conocer los sonidos; y después atiende a cualquier sonido que no sea nuestro.
Shandril clavó los ojos por un momento en su cara roja y accidentada.
—De acuerdo —dijo, sacando su espada—. ¿Aquí?
El enano, sentado ya sobre su capa con las piernas abiertas y el hacha en su regazo resguardada del rocío con un pliegue de la capa, musitó afirmativamente. Shandril se sentó contra su redonda y dura espalda, sintiendo el frío tacto de su cota de malla, y colocó su espada cruzada sobre sus rodillas. Ya no dijo nada más, y en torno a ellos el campamento se sumió en un constante respirar, algunos ronquidos apagados y cada tanto el ruido sordo y pesado de un casco cuando un caballo cambiaba de posición. Shandril miraba hacia el interior de la noche con sus ojos secos y parpadeantes.
Pasó un largo rato en aquel silencio. Shandril sintió venir un bostezo. Trató de ahogarlo pero, al no conseguirlo, intentó bostezar sin hacer el menor ruido. Sintió entonces la firme presión del mango del hacha de Delg contra su costado. Sonriendo en la oscuridad, ella le respondió con el codo y fue recompensada con un suave apretón en éste.
Shandril alcanzó a ver sus rechonchos y férreos dedos presionando la punta de su codo y se tranquilizó con la señal de presencia del veterano. La vista del enano era mucho mejor que la de ella en la oscuridad próxima; ella lo sabía y confiaba en sus años de sosegada experiencia. Después de lo que a ella le parecieron horas, él volvió a apretarle el codo con suavidad; ella llevó éste hacia atrás en firme respuesta, sonrió de nuevo y así se pasó su turno. De pronto Delg se movió.
—Ahora duerme —le dijo a la muchacha al oído—. Yo despertaré a Rymel y Ferostil.
Shandril asintió con la cabeza automáticamente. El rudo guerrero le apretó el hombro y se retiró. «¿Dormir ahora? —pensó—. ¿Así de fácil? Y si no puedo, ¿qué?»
Shandril se dio la vuelta, tiró de su capa hacia arriba y se quedó mirando de nuevo hacia la húmeda oscuridad. ¿Dónde estaban ellos? ¿Cómo sabría qué dirección tomar si al despertarse sus compañeros se hubieran marchado? De repente la invadieron una gran soledad y nostalgia de casa. Sintió el picor de las lágrimas, pero se mordió los labios con fuerza. ¡No! Había sido su decisión, por primera vez, ¡y estaba bien! Recostó la cabeza en su hato y pensó en riquezas y fama... Y, si no, ¿tal vez una posada propia?
Una mano cálida sacudió suave pero insistentemente su hombro hasta despertarla. Shandril parpadeó con ojos soñolientos y vio a Rymel. El bardo la saludó con una muda sonrisa y se retiró. Shandril se incorporó hasta quedarse sentada en medio de la rociada hierba y miró a su alrededor. El mundo era todavía espeso, blanco e impenetrable. Podía ver a sus compañeros como sombras grises que se movían, y una masa más grande que debía de ser uno de los caballos, pero poco más. Por todos los dioses, ¿es que esta niebla no tenía fin?
La pertinaz envoltura blanco-grisácea de vapor permanecía con ellos cuando la Compañía de la Lanza Luminosa siguió las orillas del río Sember, alejándose del lago, hasta que Thail reconoció cierto tocón cubierto de musgo y dio instrucciones de cruzar. El brujo introdujo confiadamente su pie en la oscura corriente; el agua se arremolinó en torno a sus tobillos y subió hasta el borde de sus botas. Rymel lo siguió al instante, tirando de su caballo. Pero Shandril observó que éste sostenía su espada en ristre con la otra mano y clavaba la mirada en las aguas con concentración. Después fue Ferostil, y luego Burlane indicó a Shandril con la mano que lo siguiera.
El agua estaba helada. Las botas de Shandril hacían agua por el tacón y, una vez, su pie se hundió en un socavón profundo oculto bajo las aguas y estuvo a punto de caer. Su firme asimiento a las riendas la salvó; el caballo dio un bufido de disgusto cuando todo el peso de la muchacha tiró con violencia de su cabeza por un instante, pero ésta recobró pronto su equilibrio y continuó.
La otra orilla no parecía distinta de la que habían dejado atrás. La alta hierba estaba empapada y la niebla era tan espesa como siempre. La compañía se congregó en silencio para frotar las patas de sus monturas hasta secarlas y echar una mirada alrededor. La niebla se iluminaba cada vez más a medida que el invisible sol se elevaba, pero ni rompía ni se aclaraba. Burlane se adelantó unos cuantos pasos y escuchó con atención.
Entonces, de repente, tres guerreros en cota de malla emergieron de la niebla con sus armas preparadas. No llevaban insignia ni colores y, detrás de ellos, un cuarto hombre conducía una mula. La mula iba pesadamente cargada con pequeños cofres atados con correas a las guarniciones. Algo metálico tintineaba y se movía dentro de los cofres a cada paso del animal.
Hubo un momento de sorpresa y, enseguida, los tres hombres se precipitaron hacia adelante con un grito y atacaron a la compañía sin siquiera un simple saludo previo. El cuarto abandonó la mula para volverse a sumergir a toda prisa en la niebla.
Con un movimiento súbito, la lanza brillante cruzó como un rayo el aire para ir a clavarse en la nuca del fugitivo y derribarlo.
—¡A ellos! —susurró el fornido líder—. ¡Mucho ojo!
Ferostil pasó bruscamente por delante de Shandril para hacer frente por sí solo a una de las espadas; empujó con fuerza a su atacante haciéndolo tambalearse hacia atrás y, después, mediante una rápida sucesión de sonoros y rechinantes golpes, se abrió camino con su espada. Los dos hombres parecían muy parejos en fuerza. Shandril estaba sobrecogida por la furia salvaje de sus golpes.
Mientras ella observaba, Delg pasó trotando por delante y dio un decidido salto en el aire mientras soltaba un gruñido. A mitad de su salto, asestó un drástico corte lateral con su hacha en el yelmo de un guerrero. Se oyó un sordo «crac» y el hombre se tambaleó y, al cabo de unos segundos, se desplomó en el suelo. Delg había alcanzado ya al segundo guerrero, un hombre robusto que lanzaba rugidos de amenaza en medio de la niebla mientras retrocedía antes las espadas de Rymel y Ferostil.
Shandril oyó a Burlane gruñir de dolor cuando la espada del tercer guerrero mordió su hombro. El hombre quiso asestarle también un golpe con su ondeante maza de guerra, pero el brujo Thail la detuvo con su cayado antes de que el atacante pudiese atravesar con ella la disminuida guardia de Burlane.
Shandril soltó las riendas de su montura y corrió a buscar la Lanza Luminosa, que arrojaba destellos desde una maraña de hierba junto al hombre que Burlane había abatido. Detrás de sí oyó un grito ahogado, pero no se atrevió a mirar mientras avanzaba a la carrera sobre aquel suelo desigual. De nuevo chirriaban y chocaban los metales tras ella. Cuando Shandril alcanzó la lanza, vio unas sombras amenazadoras que surgían de entre la niebla. ¡Más guerreros! No tuvo tiempo para reparar en la víctima ni mirar atrás, porque uno de los recién llegados, con ojos centelleantes, cargó gruñendo contra ella con una larga espada.
Aún pudo ver el encolerizado rostro de un segundo atacante antes de conseguir liberar la lanza y echar a correr, agachándose y volviéndose, y arrastrando la punta luminosa por entre la hierba. El guerrero más próximo hendió el aire con su espada, pero ella ya estaba lejos, tropezando con la prisa. Delg le lanzó una sonrisa de oreja a oreja mientras se cruzaba rápidamente con ella para recibir a los nuevos asediadores. Más allá, Shandril vio al resto de la compañía que avanzaba detrás de él. Todos sus oponentes habían caído.
Levantando la lanza, miró a Burlane, pero éste sacudió la cabeza cogiéndose el hombro con su mano:
—No puedo usarla. ¡Empúñala bien, vienen más!
Shandril vio que Delg y Ferostil se encontraban con cinco guerreros. Más allá, nuevos refuerzos aparecían de entre la niebla con un brillo de espadas.
Su número superaba con mucho a la compañía. Shandril se apresuró a colocarse al lado de Burlane, para proteger con la lanza su flanco herido. ésta no llegaba a encajar bien en sus inexpertas manos, de modo que estaría lo bastante cerca para que su dueño pudiera gritarle al menos instrucciones respecto a su uso.
De las manos de Thail salieron tres rayos de luz que, atravesando el aire, alcanzaron a tres enemigos. Uno se quedó rígido y cayó; otro se tambaleó pero continuó avanzando con aire siniestro. El tercero lanzó un grito sofocado y se volvió para advertir a sus compañeros en una lengua fría y silbante que Shandril no entendió.
Entonces un guerrero cargó contra ella otra vez. éste se había abierto camino a través de los miembros de la compañía y se acercaba rápidamente blandiendo una gran espada por encima de su cabeza. Shandril vio, con morbosa fascinación, que su borde estaba oscurecido de sangre. El arma vino hacia ella tan derecha como rápida hasta que, cuando ya descendía sobre su cabeza, Burlane le dio un brusco empujón a la muchacha desde atrás.
Shandril cayó hacia adelante soltando la lanza y se estrelló contra las piernas del agresor. éste tropezó y cayó pesadamente sobre su hombro.
Un dolor vivo estalló en el brazo de Shandril mientras ésta luchaba por respirar. Sollozó y, con un esfuerzo, consiguió alejarse rodando. Su hombro ardía y el brazo estaba dormido. ¡Mareada, Shandril se incorporó sobre una rodilla y vio cómo Delg abatía de un golpe a otro enemigo que vino a caer sobre la hierba a muy poca distancia de ella. Entonces se volvió enfebrecidamente y vio a Burlane mirándola con ojos graves por encima del cuerpo del guerrero al que ella se había enfrentado. Cuando éste había tropezado con ella —o, más bien, se había enredado en ella—, Burlane había logrado cortarle la garganta gracias a que la lanza era lo bastante larga.