Authors: Ed Greenwood
Sobre la barra colgaba, vieja pero orgullosa, una gran hacha de dos filos bien engrasada y afilada. Gorstag la había llevado consigo, en días pasados, por tierras lejanas y en aventuras de las que no hablaba. Cuando había algún problema, recordaba Shandril, él podía todavía lanzársela de una a otra mano como si fuera una daga y blandiría como si fuese una pluma. Cuando Shandril le preguntaba sobre sus aventuras, el viejo posadero se limitaba a reírse y sacudir la cabeza. Pero a menudo por las mañanas, cuando Shandril bajaba en silencio las escaleras para encender los fuegos de la cocina, se paraba a mirar el hacha e imaginaba en ella las manos de Gorstag en lejanos campos de batalla bañados por el sol, o entre rocosos riscos helados donde acechaban los trolls, o en oscuras cavernas habitadas por horrores insospechados. Había estado en muchos sitios, aquella hacha.
La barra estaba rodeada de un pequeño bosque de relucientes botellas de todos los tamaños y colores que Gorstag mantenía cuidadosamente desempolvadas. Algunas venían de muy lejos, y otras de Luna Alta, a un kilómetro escaso de allí. Debajo de éstas estaban los barriles, agrisados por la edad, que los hombres llenaban desde pequeños toneletes por los bitoques de su cara superior, por lo general sellados con cera, y vaciaban mediante grifos de latón. Gorstag estaba muy orgulloso de aquellos grifos, ya que habían venido desde la lejana y fabulosa tierra de Aguas Profundas.
Encima de las botellas, justo sobre el hacha, había una luna creciente de plata ladeada hacia la izquierda exactamente igual que la del crujiente letrero que colgaba fuera sobre la puerta principal: La Luna Creciente. Hacía mucho, un mago viajero había lanzado un conjuro sobre la luna de plata, y ésta nunca perdía su lustre. La casa era un buen albergue, sencillo pero acogedor; su clientela, respetable, incluso generosa, y Luna Alta era un hermoso lugar.
Pero, para Shandril, aquello parecía cada vez más una prisión. Cada día caminaba sobre las mismas tablas y hacía las mismas cosas. Sólo la gente cambiaba. Los viajeros, con sus inusitadas vestimentas y diferentes pieles y lenguas, traían consigo el ocioso parloteo, los vagos olores y la seducción de lugares remotos y hechos emocionantes. Hasta cuando entraban, polvorientos y cansados por el camino, irritables o somnolientos, al menos habían estado en alguna parte y visto cosas, y Shandril los envidiaba tanto que a veces pensaba que su corazón iba a salir disparado de su pecho.
Cada noche venía gente al bodegón a fumar en largas pipas y beber la estupenda cerveza de Gorstag y a escuchar el cotilleo de los reinos de boca de otros viajeros. Cuando más le gustaba a Shandril era cuando los canosos ancianos del valle, que habían combatido o corrido aventuras cuando jóvenes, contaban sus hazañas y los hechos legendarios de héroes aún más viejos. ¡Si al menos fuese un hombre, lo bastante fuerte para llevar una armadura y blandir una espada, para hacer retroceder a los enemigos en tambaleante retirada con la fuerza de sus golpes...! Ella era lo bastante rápida, bien sabía, y no se consideraba nada débil.
Pero no era tan fuerte como aquellos bueyes humanos de caras enrojecidas que entraban en la posada a rugir sus peticiones a Gorstag. Hasta los ya hacía largo tiempo retirados veteranos de Luna Alta, unos ya encogidos y cabeceando por la edad, otros con cicatrices y mutilaciones de antiguas contiendas, parecían viejos lobos; rígidos, quizás, más lentos y duros de oído, desde luego, pero lobos a pesar de todo. Shandril sospechaba que, si alguna vez tenía la ocasión de ver por dentro la casa de cualquiera de estos ancianos de Luna Alta, encontraría sin duda una vieja espada o una maza colgando de un lugar de honor como el hacha de Gorstag. Si alguna vez llegaba a ver
cualquiera
de las otras casas de Luna Alta, sería una experiencia maravillosa, reflexionaba con amargura.
Dio un suspiro, con sus escaldadas manos todavía resentidas. No se atrevía a untar grasa de ganso en ellas antes de cortar las hierbas, o Korvan se pondría rabioso. Shandril sabía que la preocupación de éste por las cosas de la cocina era demasiado buena para su salud. Sonriendo con resignación, cogió la cesta y el cuchillo de detrás de la puerta de la cocina y salió a la verde quietud del huerto de la posada. Conocía bien lo que debía cortar y cuánto llevar, y qué era apropiado para el uso y qué no, aunque Korvan solía dar grandes muestras de disgusto ante sus selecciones y siempre la enviaba de nuevo en busca de una ramita más de esto, o la reprendía por traer demasiado de aquello. Pero utilizaba todo cuanto Shandril le llevaba y jamás se molestaba en ir a buscar más si ella estaba ocupada en alguna otra tarea.
Korvan estaba todavía ausente cuando ella volvió a la cocina. Shandril esparció limpiamente las hierbas en forma de abanicos sobre la tabla y cambió cesta y cuchillo por el yugo de madera y sus viejos y maltrechos cubos. «Estoy acostumbrada a esto», pensó con amargura. Podría tener cuarenta inviernos y no conocer otra cosa que cargar agua. Al oír a Korvan descender por el pasillo hacia la cocina, gruñendo en voz alta contra la descarada rapacería del carnicero, la muchacha salió con sigilo por la puerta trasera. Con paso veloz, atravesó el césped hasta el arroyo sosteniendo las cuerdas de los pozales con experimentada destreza para evitar que chocaran entre sí.
Sintió entonces unos ojos sobre ella y levantó al instante la mirada. Gorstag acababa de doblar la esquina de la posada. En su cabizbajo trotar, ella casi había ido a toparse con su amplio pecho. él sonrió de oreja a oreja ante las embarazadas disculpas de la muchacha y se puso a danzar en torno a ella, haciendo reverencias con sus manos igual que lo hiciera cuando bailaba con las distinguidas damas del valle. Ella le devolvió la sonrisa un instante después y, seguidamente, lo acompañó en su danza. Gorstag se reía a carcajadas, a las que también se unió Shandril. De pronto, la puerta de la cocina se abrió de un golpe y Korvan miró hacia fuera malhumorado. Abrió su boca para regañar a Shandril y volvió a cerrarla con un sonoro chasquido mientras el posadero se inclinaba para sonreírle delante de su cara.
Gorstag se volvió hacia ella y dijo, en beneficio de Korvan:
—¿Los platos están lavados?
—Sí, señor —respondió ella con una ligera reverencia.
—¿Las hierbas están cortadas y listas?
—Sí, señor —Shandril volvió a inclinar rápidamente la cabeza para ocultar su creciente sonrisa.
—Y derecha afuera a buscar agua. Me gusta eso..., ya lo creo que me gusta. Tú serás una buena posadera también algún día. ¡Entonces podrás tener a un cocinero que haga todas esas cosas por ti!
Ambos oyeron el resoplido de Korvan antes de que la puerta de la cocina se cerrara de un golpe. Shandril se esforzaba por tragarse sus risitas.
—Buena chica —dijo cálidamente Gorstag dándole un afectuoso apretón en el hombro.
Shandril, en respuesta, le lanzó una sonrisa a través del pelo que había vuelto a caerle por delante de la cara. Bueno, ¡al menos
alguien
la apreciaba! Y se retiró, descendiendo por el trillado y sinuoso sendero de tierra batida y raíces de árbol descubiertas hasta el arroyo de Glaem, en busca de su pesada carga de agua para la cocina. Esta noche habría mucho que hacer. Si Lureene no se acostaba con ninguno de los viajeros, tendría mucho que contar mientras Shandril susurraba preguntas en la oscuridad del desván: quién venía de dónde, adónde se dirigían y qué asuntos los llevaban. También habría noticias y cotilleos: todo el color y la diversión del mundo exterior, el mundo que Shandril jamás había visto.
Agradecida, zambulló sus pies desnudos en el agua fría evitando las invisibles piedras con gran maña mientras llenaba los cubos de madera. Después, con un gruñido de esfuerzo, los levantó y los colocó en la orilla, y se quedó durante un momento, con las manos en las caderas, mirando arriba y abajo el verde paso del arroyo a través de los bosques del Valle Profundo. No podía quedarse mucho tiempo, ni nadar o bañarse, o mojarse más de cuanto lo había hecho, pero podía mirar... y soñar. Más allá de sus pies, el arroyo de Glaem —Arroyo Profundo lo llamaban algunos— se precipitaba alborozado sobre las rocas hasta juntarse con el gran río Ashaba, que drenaba los valles del norte y después giraba hacia el este para deslizarse a través de onduladas tierras, llenas de gente espléndida y cosas maravillosas, ¡tierras que ella vería, algún día!
—Pronto —dijo ella con firmeza mientras trepaba desde el arroyo y levantaba el viejo yugo de madera. Un tirón, un momentáneo tambaleo bajo el gran peso y emprendió la larga subida hacia la posada a través de los árboles. «Pronto.»
Unos aventureros se quedaban en La Luna Creciente esta noche; un orgulloso y espléndido grupo de hombres bajo el nombre de la Compañía de la Lanza Luminosa. Enjutos y peligrosos en sus armaduras, y siempre listos para las armas, reían a menudo y con gran estruendo, llevaban anillos de oro en sus manos y orejas y bebían mucho vino. Gorstag había estado ocupado con ellos toda la tarde, porque, como dijo a Shandril con un guiño mientras bajaba a grandes pasos las escaleras de la bodega, «Compensa tener contentos a los aventureros, y puede ser francamente peligroso si no se hace».
Ellos estarían ya por entonces en la cantina, con Lureene coqueteando y moviéndose en forma provocativa mientras les llevaba vino, sidra fuerte y tabaco aromático. Shandril decidió que los observaría desde el pasillo mientras Korvan se hallaba ocupado con la pastelería.
La muchacha dio un puntapié al cacharro oxidado que había junto a la puerta trasera para que el cocinero lo oyera y la dejara entrar en la cocina. La cadena traqueteó cuando Korvan retiró el pasador y rugió:
—¡Entra!
Los esperados pellizcos y manotazos vinieron mientras ella cruzaba vacilante el suelo desigual cargada con el agua.
—No tires ni una gota, ¿eh?, ¡cuidado! ¡Hay platos esperándote, haragana! ¡Mueve ese bonito trasero que tienes! —tronó Korvan terminando con su horrible carcajada de ladrido. Shandril apretó los dientes con rabia bajo el yugo. ¡
Algún día
se libraría de esto!
El aire se enfrió con la llegada de la noche, como a menudo sucedía en el valle después de un día caluroso, y la niebla se congregó en los árboles. La cantina de La Luna Creciente se llenó rápidamente. La gente de la ciudad de Luna Alta había hecho negocios con la Compañía de la Lanza Luminosa y los veteranos habían venido a tomarse su medida de cerveza y, tal vez, a intercambiar algunas historias. Shandril se las arregló para echar una rápida ojeada a la cantina y allí vio a la compañía reunida en medio de un tumulto de bromas y risas, en torno a las mesas centrales. Un grupo disperso de veteranos locales se sentaba cerca de la barra y, en las pequeñas mesas dispuestas a lo largo de la pared, había otros visitantes. Shandril distinguió a dos damas aventureras muy cerca de la barra. Distinguió, y observó.
Eran hermosas. Altas, delgadas... y libres de hacer lo que se les antojara. Shandril las miraba maravillada desde las sombras. Ambas mujeres llevaban armaduras de cuero y metal sin colores ni blasón. Unas largas y lisas vainas, en sus caderas, sostenían espadas y dagas que parecían haber recibido intenso uso. Sus capas también eran lisas, pero de las mejores tela y hechura. Shandril se quedó sorprendida ante la suave belleza de las dos y la discreta elegancia de sus movimientos; no tenían nada que ver con los bueyes de caras enrojecidas. Pero, lo que más le impactó fue su calma y seguridad en sí mismas. Eran justo lo que ella ansiaba ser. Shandril las miraba embelesada desde la oscuridad del pasillo... hasta que Korvan salió de la cocina lanzando un gruñido. Cogiéndola por la túnica, tiró de ella con brusquedad y la arrastró pasillo abajo hasta la cocina.
—¿Me quedo
yo
a papar moscas? Si lo hiciera, ¿qué diablos comerían los huéspedes? —fue todo cuanto Korvan dijo en un furioso susurro y con su cara sin afeitar a unos centímetros de la suya, y Shandril temió por su vida. Si había una cosa que a Korvan le preocupara, era su cocina. En un momento de ofuscación, mientras él le entregaba violentamente una fuente de patatas, ella consideró la posibilidad de atacar a su atormentador con un cuchillo de cocina, pero ésa no era la clase de «aventura» que deseaba.
Sin embargo, mientras lavaba y limpiaba tres liebres bajo la acuciante mirada de Korvan, Shandril se dio cuenta de que ya había tenido más que suficiente de este tratamiento. Iba a hacer
algo
para salir de allí. Esta noche.
—Un buen sitio, he oído —dijo el mago Marimmar bajo la última luz azulada del anochecer, mientras sus caballos los llevaban a través de los árboles hacia las antorchas del Valle Profundo—. Procura no decir nada de nuestro destino, muchacho. Si te preguntan, tú no sabes nada. Ni siquiera te interesa Myth Drannor.
Narm Tamaraith asintió en cansado silencio con la cabeza, y su señor se volvió hacia él en la oscuridad con aire severo:
—¿Me oyes, muchacho? ¡Contesta!
—Sí, maestro. Me he limitado a cabecear, sin pensar en que no me veías. Te ruego me perdones. No diré nada de Myth Drannor.
Marimmar el Magnífico (Narm había oído a algunos llamarlo de otras maneras de vez en cuando, pero nunca en su cara) dio un bufido.
—¡Sin pensar! ése es el problema, muchacho, en demasiadas ocasiones. Pues bien, ¡piensa! Con profundidad pero con viveza, muchacho, con profundidad pero con viveza... No dejes que lo que ocurre en el mundo a tu alrededor se te escape, ¡no sea que te claven una espada en las costillas mientras tus pensamientos están yo qué se dónde considerando los Siete Emblemas de Xult! ¿Entiendes?
—Sí, maestro —respondió Narm suspirando para sus adentros. Iba a ser una de
aquellas
noches. Aun cuando esta posada fuera agradable, él apenas tendría ocasión de disfrutarla con Marimmar haciendo constantes comentarios sobre las muchas inconveniencias de Narm. éste comprendía ahora por qué el Muy Magnifícente Mago había consentido tan pronto en tomarlo como aprendiz. Marimmar necesitaba a alguien a su lado a quien criticar y, sin duda alguna, pocos eran los que se quedaban a escucharlo durante mucho tiempo. Las artes de su maestro eran buenas, sin embargo; Narm sabía lo bastante de magia como para estar seguro de eso. Pero Marimmar sin duda sabía cómo arruinar el deleite y entusiasmo de cualquier aventura... o incluso de tareas cotidianas, si a eso vamos. Narm entró en el patio de La Luna Creciente profiriendo silenciosas maldiciones contra su señor. Tal vez hubiera muchachas bonitas allí dentro...