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Authors: Ed Greenwood

Fuego mágico (8 page)

BOOK: Fuego mágico
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Merith se encogió de hombros:

—Un loco arrogante menos, si es así; ya no alardeará más con su arte. Se le ha advertido. Espero que no arrastre al joven consigo.

Jhessail asintió con la cabeza:

—Si no fuera por los demonios y las bestias, la población de Myth Drannor habría crecido hasta rivalizar con la de Aguas Profundas esta estación pasada. ¿Por qué estos buscadores de magia son tan idiotas?

Merith la miró con una amplia sonrisa:

—Deberías saber bien, querida mía, que aventureros e idiotas no son más que la misma cosa.

Jhessail lo miró. Merith volvió a sonreír y levantó a su esposa en sus brazos. Era raro que un elfo y un humano se amasen tan profunda y sencillamente sin gran tragedia. Marimmar no había apreciado esto, pensó Jhessail con lástima. Pero ese joven podría...

—Bien, aquí pues —dijo el Muy Magnifícente Mago algún rato más tarde—. Puedo ver las torres a través de los árboles... ésta debe de ser la parte de la vieja ciudad donde habitan los magos.

Apenas habían salido de su boca estas resueltas palabras cuando una cara emergió sonriente de entre la maleza justo delante de ellos. Narm, con el corazón en un puño, ni siquiera tuvo tiempo de dar un grito de alarma antes de que el demonio saltara, batiera sus alas de murciélago y volara directamente hacia ellos mientras otros semejantes se elevaban oscuros y siniestros desde el matorral para volar tras él. La voz de Marimmar balbuceó de miedo mientras pronunciaba un rápido conjuro. Tras aquel horrible instante de aterrada sorpresa, los dos hombres se encontraron luchando por sus vidas.

3
Las Puertas del Destino

Mis fuegos cercan a mi enemiga, y mis colmillos y mis garras le lanzan ataques mientras vuela. ¿Acaso soy cruel? No, pues hasta ahora ella nunca había vivido ni conocido el valor de la vida que tan descuidadamente ha utilizado. Ella debería estarme agradecida.

Gholdaunt de Tashluta

Carta a todos los puertos de la Costa de la Espada

sobre la caza de la pirata Valshee,

la de la Espada Negra

Año de las Olas Errantes

La niebla se arrastraba en torno a los miembros de la Compañía de la Lanza Luminosa mientras ésta avanzaba con presteza hacia el oeste remontando las colinas, con el mayor silencio y cautela. La roca desnuda aparecía ahora con más frecuencia a su paso y la tierra iba ganando altura paulatinamente. Delante de ellos, en alguna parte, escondidas en la niebla, se elevaban las Montañas del Trueno como una gran muralla. Los guerreros que de modo tan repentino los habían atacado, sin estandarte ni desafío previo ninguno, avanzaban por delante de ellos; todavía no podían distinguirlos pero sí rastrearlos gracias a las huellas que iban dejando en la hierba mojada las mulas al pasar, una tras otra, cargadas de tesoro.

Burlane frunció el entrecejo:

—¿Qué opinas tú, Thail? ¿Crees que estarán avisados al ver que no regresan sus arqueros? ¿Estaremos dirigiéndonos hacia una trampa?

Thail asintió:

—Sí. Pero es mejor que no intentemos desviarnos a un lado y aproximarnos a las montañas por otro camino. Con esta niebla perderíamos su pista y, sin saber dónde se guarecen, podríamos terminar cayendo en qué sé yo cuántas trampas. Mejor será que continuemos pegados a sus talones, o que abandonemos por completo y demos la vuelta.

Burlane miró a todos.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Seguimos adelante, volvemos hacia Myth Drannor o buscamos fortuna en alguna otra parte? Esta persecución podría significar nuestras muertes, y pronto.

—Nos enfrentamos con la muerte cada día —dijo Ferostil con frialdad, encogiéndose de hombros—, y los tesoros están bien custodiados en todas partes.

Hubo cabeceos de acuerdo.

—Seguimos, entonces —dijo Burlane—. Listas las armas y aligeremos el paso. Sólo aminoraremos allí donde haya probabilidades de una emboscada.

Y prosiguieron la cabalgada, azuzando a sus reacias monturas a un paso más veloz. Las colinas se elevaban cada vez más escarpadas y la compañía no alcanzaba a ver señal alguna de los guerreros ni de sus cargadas mulas. El rastro conducía a través de la maleza, colina arriba. Al cabo de un rato las piedras movedizas del suelo los obligaron a desmontar.

—¿A quiénes creéis que estamos siguiendo? —refunfuñó Delg caminando lo más rápidamente que podía con sus cortas piernas para mantenerse al paso de los otros.

Burlane extendió sus brazos; en cada mano llevaba un arma.

—¿Quién puede saberlo? —respondió el líder—. No exhibían escudo alguno, aunque sus armas estaban prontas y ellos no hacían mal uso de ellas. Serán proscritos seguramente, pero ¿de dónde venían con semejante botín, y dónde se albergan? ¿Quién puede decirlo?

—Bonita charla —gruñó Ferostil con tono desabrido—. Nos dirigimos a toda prisa a encontrarnos con sólo-dios-sabe cuántos bandidos, todos bien armados y esperándonos. ¡Y yo sin vendajes limpios en mis heridas!

Rymel soltó una risotada y Ferostil contestó con un bufido. Delg hizo una mueca burlona.

—Si son vendajes limpios lo que quieres, «mandíbulas largas» —dijo con sorna el enano—, yo podría encontrar la forma de proporcionarte nuevas vestiduras... ¡y heridas frescas para llevar debajo de ellas también!

—¡Mirad! —dijo Thail de pronto con voz calma.

Todos se callaron y miraron. El rastro que seguían conducía hasta una elevación rocosa y pasaba por entre dos pilares de roca desnuda. El lugar parecía inhóspito y desolado. La compañía estaba dejando la niebla atrás y podían ver, delante de ellos, un hondo, verde y desierto valle. Las montañas se elevaban a ambos lados. Más allá de los pilares rocosos, el valle ascendía hacia el lado derecho.

Burlane dijo con un cabeceo afirmativo:

—Un lugar para andar con cuidado. Sin embargo, no veo ningún peligro esperando.

—¿Invisibles por arte de magia? —sugirió Ferostil.

Delg le lanzó una mirada cortante.

—¿Desperdiciar todo ese arte para esconderse de seis aventureros? —dijo con ironía el enano—. ¿Estás en tus cabales?

—No, sólo es un pájaro de mal agüero —dijo Rymel con una amplia sonrisa burlona—. Aunque, si trepamos una pared de ese valle cuando entremos en él, yo me sentiré más seguro. éste parece un sitio providencial para puesto de vigilancia, cuando no para un ataque.

Burlane asintió de nuevo con la cabeza:

—Trepemos la pendiente de la derecha, pues, una vez que hayamos atravesado la desembocadura del valle. ¡Mucho ojo todo el mundo! No quiero enemigos que den la alarma o arrojen piedras rodantes sobre nuestras cabezas. ¿Entendido?

Hubo un murmullo general y cabeceos de asentimiento a la vez que se disponían a avanzar al trote por entre los dos pilares de roca. Shandril notó que Delg escrutaba las fachadas de las rocas a uno y otro lado. A sus ojos, éstas parecían naturales, no trabajadas. Al otro lado, el valle se extendía silencioso y vacío.

El rastro se hacía más difícil de seguir a medida que avanzaban. La hierba era cada vez más corta y aparecía salpicada aquí y allá por roca desnuda, musgo y zarzas, pero incluso los ojos de Shandril podían distinguir todavía las huellas de las mulas. Sus cascos sin herrar habían dejado profundas marcas en los fangosos parches de tierra que había entre las rocas. El rastro llevaba hacia arriba, y la compañía lo siguió hasta que el valle se abrió delante de ellos.

A la clara luz del mediodía, la tierra que había ante ellos se veía verde y quebrada y encerrada entre montañas. No era demasiado grande y sus únicos árboles eran escuálidos y mal desarrollados y se amontonaban a lo largo de la base de una escarpada pared rocosa que formaba la ladera noroeste del valle. A la izquierda de la compañía relucían pequeñas charcas de agua y a la derecha se alzaban las rocas quebradas. Ninguna criatura viviente apareció ante sus ojos excepto un halcón solitario que volaba en círculos a gran altura. Ninguna señal de guerreros ni de mulas: sólo el vago rastro que continuaba.

La compañía giró hacia la derecha e inició el ascenso. Burlane se volvió hacia Delg:

—Quédate con los caballos. Tráelos sólo cuando yo te llame.

El enano asintió.

—¿No sientes tú también que hay algo que no marcha en este lugar? —preguntó enseguida.

—Sí —respondió Burlane subiéndose a una roca—, y hasta...

En aquel momento, un hombre con hábitos de mago apareció sobre una roca a cierta distancia por encima de ellos. Era ancho y fornido y tenía una barba finamente recortada, y sus atuendos eran de color borgoña oscuro.

—¿Quiénes sois? —preguntó mirando desde arriba a la compañía—, ¿y por qué habéis pasado las puertas sin permiso? ¡Hablad! ¡Mostradme la señal en el acto o pereced!

El hombre no llevaba armas ni cayado. Sus ojos eran negros y brillaban con intensidad. Shandril pensó que jamás había visto a nadie en su vida con un aspecto tan cruel y maligno.

—¿Qué puertas? —preguntó Burlane trepando unos metros para estar más cerca de él.

Oculta tras una roca, Shandril podía ver desde su escondrijo a toda la compañía, con las armas dispuestas, avanzar hacia el hombre separándose a la vez el uno del otro. Los negros ojos lanzaban frías miradas a su alrededor.

—Las Puertas del Destino —fue la fría respuesta, y los dedos del mago se movieron como si fueran arañas reptantes. Entonces, canturreó una frase con voz ascendente y, desde el aire, delante de sus dedos, salió proyectado un rayo chisporroteante.

En el resplandor blanco-azulado del rayo, Shandril vio a Ferostil levantar su espada en una danza convulsiva y espasmódica. El grito de agonía del luchador se desvaneció gradualmente al tiempo que su cuerpo se ennegrecía, tambaleaba y caía. Shandril estaba demasiado sobrecogida para emitir sonido alguno. El cadáver se desplomó hacia adelante y se perdió de vista por entre el abismo de rocas.

Rymel lanzó una daga mientras el resto del grupo se lanzaba al ataque. Su corta hoja brilló en el aire mientras daba vueltas hacia la erguida figura del mago, pero éste la ignoró, diciendo algo con frialdad a la vez que señalaba hacia la compañía. Antes de que alcanzase su objetivo, el cuchillo pareció chocar con alguna especie de barrera invisible y rebotó inesperadamente hacia un lado.

De pronto, nueve líneas de luz brotaron del dedo del mago hacia la compañía. Shandril observaba con morbosa fascinación mientras cada rayo luminoso volaba con aterradora velocidad girando en el aire para seguir a sus compañeros que se debatían por esquivarlos. Pudo ver cómo Thail y Burlane eran alcanzados por sendos rayos antes de que un resplandor de luz envolviera la roca donde se ocultaba y algo frío y ardiente a la vez, y casi vivo, la alcanzara. ¡Oh, qué agonía...!

Shandril se retorció de dolor, lanzando gritos mientras apretaba con fuerza los brazos contra su vientre, donde sentía un fuego abrasador que le subía hasta el pecho y la nariz y hacía manar lágrimas de sus ojos.

El dolor pasó por fin, dejándola vacía, débil y mareada. Cuando se recostó luego contra la roca, sus manos temblaban de un modo incontrolado. Shandril sabía que debía sacar su espada y atacar, pero no podía. El mundo daba vueltas a su alrededor en una profunda oscuridad mientras la muchacha caía de rodillas llorando y temblando desoladamente. Entonces cayó de costado sobre la roca, estrellando su mejilla contra la dura y fría piedra. ¡Dioses del cielo! ¿Qué había hecho con ella aquel brujo...?

Tras lo que a ella le pareció la mayor parte de un día, los ojos de Shandril volvieron a ver. El dolor de su cuello entumecido y de su contusionada mejilla la despertó y se levantó de la roca donde yacía. Miró hacia arriba y, sobre la colina, vio al mago acompañando sus conjuros con movimientos de manos y a Rymel que había conseguido trepar hasta tan sólo unos metros por debajo de él. A media distancia entre ellos y el lugar donde ella estaba, vio la figura de Thail, inmóvil y retorcida, tendida sobre las rocas. A su lado se acurrucaba indefenso Delg, obviamente herido. Más allá, podía ver el resplandor de la Lanza Luminosa mientras Burlane se apoyaba sobre ella para trepar hacia el mago, ascendiendo lenta y penosamente por un enorme peñasco.

Shandril podía sentir el sabor de la sangre en su boca. Escupió airada mientras veía cómo la espada de Rymel malhería la mano del mago y arruinaba así otro conjuro que podría haber significado la muerte de todos. El mago apartó a un lado su espada con un golpe de la otra mano. Rymel la llevó otra vez hacia atrás para asestarle un nuevo golpe, y el mago gritó una palabra con desesperada precipitación.

Al instante siguiente había desaparecido. Delante de Rymel sólo estaba el aire, y su espada brillaba mientras él giraba hacia uno y otro lado en busca de su enemigo. Shandril lo vio aparecer de pronto muy cerca de sí, entre ella y el resto de la compañía. Gritando de rabia y terror, sacó su propia espada aun sabiendo, mientras lo hacía, que era demasiado débil e inexperta para hacer algún daño a alguien con ella.

Burlane oyó su grito. Al instante recobró su equilibrio, giró y disparó la Lanza Luminosa, todo en un mismo movimiento. Shandril, con los ojos fijos en el mago que comenzaba de nuevo a mover sus manos mientras la miraba con una malévola sonrisa, tan sólo pudo ver un fugaz destello antes de que el arma se alojara en su blanco. El mago, con su atención puesta en ella, no había visto venir el peligro.

La fuerza de la embestida lo arrojó a un lado, y Shandril distinguió el asta de la lanza que sobresalía por un costado del cuerpo del mago. Entonces, las rodillas de éste se doblaron y, con un giro de su cuerpo que sacudió el asta de la lanza, se derrumbó perdiéndose momentáneamente de vista. Shandril trepó con considerable esfuerzo la primera roca que se elevaba entre los dos y miró con ansiedad hacia él. Pero, a pesar de sus renovadas esperanzas, de nuevo aparecieron ante ella el hombro y el rostro furioso del mago.

éste lanzó al aire su puño apretado. En él llevaba un anillo metálico que parpadeaba con una súbita luz mágica. La muchacha se agachó para ocultarse detrás de la roca por la que acababa de trepar y rezó en voz alta a Tymora para que la protegiera contra fuera lo que fuese lo que aquel anillo desencadenara. Pero, después de efectuar dos largas y entrecortadas respiraciones sin que nada hubiera ocurrido, se atrevió a volver a asomarse con gran lentitud y cautela y con la espada preparada.

El mago no se había movido. Estaba recostado contra una roca con la mano aferrada al costado donde aún se alojaba la lanza. Burlane estaba saltando de roca en roca, con el rostro congestionado por la furia y la espada en ristre, para llegar hasta él. También Rymel se abría camino entre las rocas con rapidez, pero viniendo de más lejos, para unirse al ataque. El mago levantó sus ensangrentadas manos y comenzó a proferir otro conjuro. Burlane soltó una maldición y lanzó un golpe con su espada. El mago lo esquivó y se alejó algunos pasos, sin cesar el movimiento de sus manos conjuradoras, y la espada fallida rozó ligeramente contra las rocas antes de perderse de vista. Burlane maldijo con renovada cólera y reanudó su ataque, tambaleándose un instante al saltar de una gran roca para tomar tierra en la siguiente. Cuando de nuevo se halló cerca, sacó el cuchillo largo que llevaba en su cinturón.

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