Authors: Ed Greenwood
Shandril se acordó entonces de los cuchillos que había guardado en sus botas y tiró de uno de ellos con vaina y todo. Calculó con cuidado la distancia, desenvainó el cuchillo y lo lanzó.
Demasiado tarde: el mago había terminado su conjuro. Burlane se vio de pronto envuelto en una especie de telaraña oscura y pegajosa que lo dejó atrapado entre las rocas. Sus gritos de desconcertada rabia mientras luchaba por salir de su trampa eran casi ensordecedores. Shandril tuvo la pequeña satisfacción de oír también al mago gritar y maldecir. éste clavó una mirada llena de odio en la muchacha y se llevó la mano izquierda a la espalda donde el cuchillo se había clavado.
Un frío temor se apoderó de la muchacha, pero, sin pensarlo, levantó su pesada espada y trepó hacia el brujo. Sólo unas pocas rocas la separaban de él, pero Rymel estaba ya cerca saltando sobre las rocas con precipitada cólera. El mago retrocedió y entonces el extremo del asta, que iba bailando en su costado, se enganchó en una roca. El mago abrió la boca y se detuvo en seco, y su cuerpo cedió brevemente por el dolor. Después, vacilante, volvió a ponerse en pie y se alejó de todos ellos.
—¡Ah no, no vas a...! —gritó Rymel saltando con furia por encima de la figura enredada de Burlane y aterrizando precariamente sobre las rocas del otro lado. Echó su brazo hacia atrás para lanzar una estocada... y entonces oyeron un gran rugido.
Shandril miró hacia arriba. En el cielo, por encima del valle, vieron volverse pesadamente, mientras emergía de entre dos amenazadores peñascos, la enorme masa escamosa de un dragón verde. Sus inmensas alas de murciélago dieron una batida y, después, torció hacia abajo su cuello y descendió sobre la compañía.
Era ingente y terrible, y en sus rutilantes ojos Shandril vio su propia muerte. Paralizada por el miedo, ni siquiera pudo gritar cuando el dragón expelió una ondulante nube de espeso gas amarillo verdoso. Shandril oyó gritos y vio por un instante el mago reír con aire triunfal cuando la espada de Rymel erró su propósito y, enseguida, la sombra de la serpiente voladora cayó sobre ellos. Ella no podía respirar. Sus pulmones ardían, de pronto, y los ojos le escocían. Una angustiosa asfixia la hizo toser una y otra vez hasta caer exhausta de rodillas mientras el ardiente dolor se extendía por su pecho. La oscuridad la reclamaba.
Tras vagar entre deslizantes nieblas rojas de sangre, Shandril soñó con dragones que danzaban...
Hacía frío, y Shandril yacía sobre algo duro y rugoso. El aire mismo era frío y olía a tierra y polvo viejo, a humedad mohosa y putrefacción. Entonces abrió los ojos, tensando sus músculos contra el dolor... y se sorprendió al ver que ya no sentía ninguno. Ya no estaba herida. Cómo podía ser esto, lo ignoraba, aunque lo más probable era que fuera por magia. De quién y por qué empleada de esta manera, no tenía idea, pero de pronto podía moverse sin dolor. Incluso su hombro estaba perfectamente curado, se dio cuenta al llevarse la mano a él con maravillado asombro.
Shandril yacía sobre una piedra y, en alguna parte muy cerca de ella, hablaban dos voces humanas masculinas que ella no conocía.
—... No, ¡he dicho que tus hombres no la tendrán! Su sangre es demasiado valiosa para utilizarla de esa manera; valiosa, precisamente, ¡en la medida en que es inviolada! —dijo la voz exaltada e imperiosa.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —protestó una desapacible voz más vieja y profunda—. Estos días...
Shandril no quiso escuchar más. Con frenética premura, se levantó como pudo y comenzó a buscar un medio de escapar. La piedra estaba fría bajo sus pies desnudos. Alguien se había llevado su espada, su daga, el cuchillo que aún conservaba en su bota... y las propias botas. Había estado tendida ante una gran piedra que, sin duda, había sido colocada con ayuda de troncos a través de la boca de la caverna en donde se encontraba.
La caverna era pequeña y se estrechaba por un extremo hasta convertirse en una grieta tan angosta que hacía imposible todo acceso. No se veía ninguna otra grieta, pasillo o puerta. Su prisión estaba iluminada por una pálida luz mágica de color violeta que dejaba perfilarse un bloque de piedra lisa obviamente tallado. Dicho bloque yacía horizontalmente en el centro de la caverna, con un largo equivalente a la estatura de dos hombres y una altura que llegaba hasta el pecho de la joven. Shandril se quedó horrorizada al darse cuenta de que el bloque era en realidad un sarcófago; ahora podía ver el borde de la tapa. Otros dos sarcófagos yacían sin iluminar a cada lado de él. Con creciente desesperación, ella se preguntaba cómo, con la ayuda de los dioses, se las arreglaría para salir de esta desamparada situación.
Escuchó con atención junto a la gran piedra, pero no oyó nada; los hombres se habían ido. En vano trató de empujar la piedra, palpó con cuidado sus bordes, tiró de ella con toda su fuerza, pateó contra ella y, ya con los nervios destrozados, tomó carrerilla y saltó sobre ella. Nada. Por fin, la muchacha se puso a golpearla en vano con los puños.
Abriendo la boca para tomar aire, se dejó caer con todo su peso sobre la piedra. ésta no se movió. Sus golpes ni siquiera habían hecho el menor ruido. Estaba atrapada y, sin duda, iba a morir. Sintió un profundo escalofrío ante el recuerdo de aquella voz que hablaba de no entregarla a «tus hombres», y se le heló la sangre ante la frase «su sangre es demasiado valiosa para nosotros».
—¡Tengo que salir de aquí! —gritó a viva voz. ¡
Tenía
que salir!
Pero no había escapatoria. Miró por todas partes y, sencillamente, no había salida. La caverna no era grande y ella había palpado, golpeado y pasado sus manos por todo el suelo y casi toda la superficie de pared que estaba a su alcance. Encima de ella, el techo de la caverna parecía igualmente sólido. Había mirado por todas partes. De pronto, sus ojos fueron a caer sobre las negras cajas que había en el centro de la caverna.
No había mirado dentro de los sarcófagos.
Sentada allí en medio de la fría oscuridad, Shandril se quedó mirando al que estaba iluminado. Era enorme, liso y silencioso. No había inscripciones talladas o pintadas en sus caras ni en su tapa. Había sido pulido con gran esmero y destreza y no presentaba ni una marca. Obra de enanos, con toda probabilidad. Ahora que ella había pensado en abrirlo, apenas se atrevía a hacerlo por temor a lo que pudiera encontrar dentro. Tal vez un cadáver reciente, horriblemente mutilado e invadido por los gusanos, susurraba su imaginación. O, aún peor, una de esas terribles criaturas inmortales, como vampiros o espectros que, aunque muertos, continúan moviéndose. Sintió un estremecimiento en toda su piel. No tenía adónde correr si algo intentaba darle alcance desde el féretro. ¿Por qué sólo había uno iluminado? ¿O acaso algo mágico se albergaba o yacía dentro de él?
Shandril permaneció mirando los sarcófagos durante un buen rato, tratando de dominar su miedo. Nada se movía. Ni se oía ninguna voz. Ella se encontraba sola y desarmada.
Atrapada. En cualquier momento podría oír abrirse la piedra que cubría la entrada, y entonces sería demasiado tarde... para nada. Shandril tragó saliva. Sintió de repente muy seca su garganta. Entonces volvió a oír su propia voz, como si viniera de muy lejos, diciendo con inocencia a los miembros de la compañía: «Entiendo que necesitáis un ladrón».
Por un momento se preguntó si estarían todos muertos ahora: Delg, Burlane y los otros..., pero enseguida desechó con firmeza tales pensamientos y se concentró en el sarcófago. «¿Y si fueran mis amigos quienes están ahí dentro muertos y ensangrentados, encerrados aquí conmigo?» Sofocó un grito ante esta idea.
Entonces vino a su mente el rostro amable y curtido de Gorstag sonriéndole. Gorstag debía de haberse visto en peores apuros más de una vez, y todavía estaba allí para contar sus historias...
Shandril se volvió de nuevo hacia el sarcófago iluminado. Tragándose el seco nudo de su garganta, se acercó a él con paso decidido y contempló el resplandor y la piedra que éste envolvía. No hubo el menor titubeo en aquella luz, ni cambio ninguno, cuando ella puso la mano sobre la tapa.
Nada sucedió ni se perturbó el silencio. Ella no resultó dañada. Shandril tomó una profunda y estremecida bocanada de aire y empujó. Nada todavía. La pétrea tapa era enorme y vieja, y no se movió. Juntando fuerzas, Shandril se agachó junto al sarcófago tenebrosamente iluminado y puso su hombro bajo el borde de la tapa. Entonces, gritando con el esfuerzo, concentró todas sus energías en un empujón. Sus pies desnudos resbalaron mientras la tapa se desplazaba hacia un lado, y ella se agarró de inmediato al borde antes de que su brazo o cabeza pudieran zambullirse en la tumba abierta.
Miró dentro. Nada se movió, nada se oyó. Sólo huesos... de amarillos a marrones, esparcidos en el interior de aquella fría y negra caja. Una calavera humana por aquí, una mandíbula por allá. Shandril miró con cuidado en las esquinas, más oscuras, para asegurarse de que no había otra cosa que huesos. Suspiró mirando aquel desordenado montón de huesos. Era evidente que alguien había saqueado ya aquel sarcófago; cualquier arma u objeto de valor debía de haber sido sustraído de allí hacía mucho tiempo. ¿Para qué, pues, el resplandor?
Shandril se preguntó, en medio de la fría caverna, quién habría sepultado allí —o, más bien, dejado al descubierto— aquellos huesos esparcidos como las ramas podridas en el suelo del bosque. Ociosamente, buscó ciertos huesos entre la maraña. Allí, un fémur... él (por alguna razón pensó en aquella pobre alma como
él
) debía de haber sido alto... Y, de pronto, observó algo extraño.
Había tres brazos de esqueleto en el sarcófago.
Sólo una calavera y... sí, sólo los suficientes huesos, poco más o menos, para formar un cuerpo. ¿Un cuerpo con tres brazos? Examinó aquellos brazos; uno aparecía ya rompiéndose en huesos separados, otro casi intacto, con tiras de tendón seco agarradas todavía a la muñeca.
Y un tercero que era más grande... Curioso. Shandril estiró el brazo dentro del sarcófago y tocó la mano del brazo sobrante.
«¡Idiota!», pensó, demasiado tarde, al sentir los fríos huesos bajo las puntas de sus dedos. «¿Qué he hecho?»
Y se quedó inmóvil, esperando que algún castigo mágico cayera sobre ella, o que los viejos huesos agarrasen su mano imprudente, o que cayese un bloque de piedra del techo... ¡algo!
Pero nada ocurrió. Después de lanzar una mirada escrutadora a su alrededor, Shandril se encogió de hombros y levantó el brazo del esqueleto. éste colgaba a su aire por la muñeca. Algunas pequeñas falanges cayeron al interior del ataúd cuando ella levantó el brazo para verlo con mejor luz.
Entonces pudo ver. La luz mostraba unas débiles marcas que recorrían el hueso del brazo que sostenía; sin duda, algún tipo de escritura. Shandril se lo acercó a la cara para examinarlo, arrugando su nariz en anticipación de un olor a putrefacción que, en realidad, no había. La escritura parecía consistir sólo en una palabra. Pero, ¿por qué iba alguien a inscribir una palabra en un hueso y, después, dejarlo allí? ¿Qué significaba aquello?
Acercando al máximo sus ojos, Shandril pudo distinguir la palabra:
—Aergatha —murmuró en voz alta.
De repente, ya no estaba en la caverna. Con los fríos huesos en su mano, se encontró de pie en algún lugar pobremente iluminado y con olor a tierra. Podía sentir un aire helado soplando contra su cara. Shandril apenas tuvo tiempo de gritar cuando unas frías garras se tendieron hacia ella.
Narm, el aprendiz de mago, blanco de miedo, blandía con desesperación su cayado. Los rostros de calavera de aquellos dos demonios de hueso a quienes se enfrentaba le sonreían con aire burlón mientras él retrocedía tratando de mantener a raya sus garfios y huir de Myth Drannor tan rápido como pudiese. Tremendamente divertidos por sus esfuerzos, los demonios emitían unos horribles y ruidosas risotadas guturales. Los truenos retumbaban por encima de ellos y allí, bajo los árboles, se estaba tornando cada vez más oscuro.
Narm retrocedía aterrorizado. Tres veces habían intentado encerrarlo entre ellos, y sólo sus desesperados brincos y acrobacias lo habían salvado. Primero uno y luego otro se hacían invisibles, y él barría con furia el aire aparentemente vacío con su cayado, esperando desviar con ello algún invisible garfio de hueso lanzado hacia su garganta o su ingle. En una ocasión, su cayado se estrelló contra algo, pero el demonio parecía completamente intacto cuando reapareció, con su amplia sonrisa, justo una pizca más allá de su alcance.
Ya había sido herido dos veces y el sudor casi lo cegaba. Una magia tan débil como la suya era inútil contra aquellas criaturas, aun en el caso de haber tenido tiempo suficiente para lanzar conjuro alguno. La magia no había podido salvar a Marimmar.
Narm había visto cómo el pomposo mago era reducido tras lanzar unos cuantos conjuros espectaculares y, después, hecho jirones lentamente con aquellos garfios de hueso; las mismas armas sangrientas que en ese mismo momento estaban atormentando a los dos caballos que gritaban enloquecidos. Aquellos dos demonios sólo estaban jugando con él. El elfo y su señora bien que les habían advertido, y Marimmar se había burlado. Ahora el Muy Magnifícente Mago estaba muerto, horrorosamente muerto. Un error, uno tan sólo, y ahora ya era demasiado tarde.
De pronto, la cabeza cortada de Marimmar, chorreando sangre y con sus ojos mirando desorbitados en todas las direcciones, apareció ante él en medio del aire. Narm gritó cuando los enloquecidos ojos de Marimmar se quedaron fijos en él. La cabeza abrió su boca en una fantasmal y sangrienta sonrisa y, después, empezó a moverse hacia él. Narm ondeó su cayado con violento frenesí.
El palo cortó el aire vacío. La cabeza había desaparecido, como si nunca hubiese estado ahí. Una ilusión, se dio cuenta Narm con ira mientras las ahora siseantes risillas de los demonios de hueso se elevaban a su alrededor.
Sí, ¡a su alrededor! ¡Se habían logrado situar a ambos lados de él! Desesperado, Narm se volvió y cargó contra uno en un intento de conseguir un resquicio por donde huir a todo correr. El horrible ser botó hacia un lado, sin dejar de sisear y lanzando su cola enroscada hacia él. Narm cayó rodando entre las hojas y el barro y enseguida volvió a ponerse en píe sin dejar de batir el aire con su bastón... Era hombre muerto, de todos modos... Jamás escaparía de allí... ¡Si Marimmar y él hubiesen dado la vuelta!
Entonces hubo un resplandor cegador y el mundo explotó. Narm golpeó contra algo duro. Estirando una mano, tocó la corteza de un árbol y, tanteando a ciegas, se subió a él dándose cuenta de que todavía sostenía el cayado en la otra mano.