Authors: Ed Greenwood
—¡Que se me lleven los demonios! —dijo, y escupió encolerizado mientras avanzaba a toda prisa hacia la sartén.
Lureene asomó la cabeza por la puerta desde el pasillo que conducía a la cantina y le lanzó una sonrisa de oreja a oreja.
—¿Algo se quema? —preguntó con voz dulzona, y retiró su cara justo antes de que el cuchillo que el otro lanzó volara a través de la puerta, donde hacía un instante se veía su sonrisa, y rebotara en la pared del pasillo.
Korvan estaba gruñendo todavía cuando Gorstag encontró el cuchillo, minutos más tarde:
—¿Cuántas veces te he dicho que no tires cosas? —preguntó enojado el posadero—. ¡Y un cuchillo, además! ¡Podrías haber matado a alguien! Si necesitas trinchar algo para aplacar tus arrebatos de furia, ¡que sea el asado! ¡La cantina se está llenando con gran rapidez y todos querrán comer, sin duda alguna! —Y arrojó el cuchillo a la pila de piedra con un sonoro repiqueteo y salió.
Lureene suspiró al ver su cara mientras se ponía detrás de la barra para buscar cerveza. Gorstag apenas sonreía nunca desde que Shandril se había marchado. Tal vez los rumores que durante todos aquellos años habían corrido por Luna Alta fuesen ciertos: que Shandril era hija de Gorstag. él la había traído consigo siendo un bebé cuando compró la posada, Lureene estaba segura de eso. Se encogió de hombros. Bueno, quizás algún día lo diría.
Lureene recordaba a la trabajadora y soñadora muchacha acomodándose en su lecho de paja al otro lado del baúl ropero y se preguntaba dónde estaría ahora. Y ya no era tan pequeña, tampoco...
—¡Eh, mi pequeña escultura! —la llamó Ulsinar el carpintero desde el otro lado de la cantina—. ¡Vino! ¡Vino para un hombre cuya garganta está acartonada de sed y clamando por ti! Fueron los dioses los que nos dieron la bebida... ¿Me vas a privar tú de ella?
Lureene se echó a reír y alcanzó la jarra que sabía le gustaba a Ulsinar.
—Es paciencia lo que los dioses nos dieron para arreglárselas cuando no hay bebida a mano —respondió siguiendo la broma—. ¿Vas a ignorar la una en tu prisa por regalarte con la otra?
Otros asiduos cercanos aclamaron y cabecearon en aprobación.
—¡Un poco de paciencia! —pregonó uno—. Un buen
slogan
para una posada superconcurrida, ¿eh?
—¡Me gusta! —dijo otro—. Yo esperaré con mucho gusto... y un vaso lleno, si es posible... a que venga el ciervo relleno de Korvan, o su jabalí asado.
—¡Oh, sí! —respaldó otro—. ¡Hasta consigue que sepan buenas las verduras!
El último hombre que había hablado se quedó callado, de repente, mientras su esposa se volvía con un rostro frío hacia él y le preguntaba:
—¿Y yo no?
Ulsinar (y no pocos de los otros) se rió:
—¡A ver cómo sales de ésta, Pardus! ¡Esta vez la has metido!
—¡La ha metido! ¡La ha metido! —corearon con entusiasmo los otros.
La esposa se volvió hacia todos ellos con una cara todavía más pétrea.
—¿Os burláis de mi hombre? —inquirió—. ¿Queréis que os saque los dientes a todos ahora mismo?
El clamor se desvaneció. Hubo alguna risilla aislada aquí y allá todavía. Gorstag se acercó.
—Bueno, Yantra —dijo muy serio—. No voy a permitir estos altercados en La Luna Creciente. Así que, antes de servir a estos groseros que os han insultado a ti y a tu señor, ¿qué prefieres, ciervo o jabalí?
—Jabalí —respondió Yantra ablandada—. Media ración para mi marido.
Gorstag echó una rápida mirada alrededor para callar toda explosión de risa. El posadero guiñó un ojo a Pardus quien, sentado detrás de su esposa, intentaba silenciosa pero frenéticamente indicar con gestos y exagerada mímica articulatoria de las palabras que él quería ciervo, no jabalí, y que, por supuesto, de media ración nada.
—Por cierto, Pardus —dijo Gorstag como si de pronto se acordase de algo—. Un hombre dejó dicho aquí que, si había alguien que hiciera sillas de montar de calidad, le gustaría encargar una sola pieza, pero buena, para su corcel favorito. Yo me tomé la libertad de recomendarte, pero no me atreví naturalmente a asegurar nada sobre tiempo o precios. él es de Selgaunt y es probable que se encuentre ya cerca de allí ahora. Volverá otra vez dentro de unos días, de camino a Cormyr desde Ordulin. ¿Quieres hablar conmigo ahí atrás sobre lo que habría de decirle? —y volvió a hacerle un rápido guiño.
—Oh, sí —dijo Pardus, comprendiendo. Ningún sembiano deseaba ninguna silla, pero él se comería su media ración ahí fuera, en la cantina, y todo el ciervo que le viniera en gana en la parte trasera, con Gorstag montando estrecha vigilancia, un poco más tarde. Sonrió. «El buen Gorstag,» pensó levantando su jarra a la salud del posadero. «Que dure mucho tiempo en La Luna Creciente. Mucho tiempo, sí, señor.»
Aquella noche, cuando ya por fin todos se habían ido a la cama y la cantina estaba sumida en la roja y desfallecida luz de un fuego a punto de extinguirse, Gorstag se sentó solo junto a él. Levantó un pesado pichel y tomó otro empecinado trago de fuerte y oscuro licor de raíces salvajes con sabor ahumado. ¿Qué había sido de Shandril? Se le partía el corazón ante la idea de que yaciese muerta en alguna parte, o hubiese sido violada y robada y abandonada medio muerta de hambre junto a la carretera... O aún peor, que yaciese encadenada, envuelta en sudor y porquería, en las chirriantes mazmorras, infestadas de ratas, de algún barco de traficantes de esclavos sureños navegando a través del Mar Interior. ¿Cuánto tiempo podría seguir soportando el permanecer allí, sin al menos ir en su busca? Sus ojos se clavaron en el hacha que colgaba encima de la barra. Al instante siguiente, el fornido posadero se había levantado de su asiento —el mismo donde la infeliz Yantra se había sentado— y salvado la mesa de un pesado pero rápido salto. Pronto estaba tras la barra con el hacha en sus manos.
De pronto, oyó un grito ahogado detrás de él... ¡un grito de mujer! Gorstag se volvió como un ciclón, como si fuese aún un guerrero con la mitad de sus años, con la rapidez de una serpiente y esperando problemas. Entonces se relajó, lentamente.
—¿Lureene? —preguntó en voz baja. No podía marcharse... Lo necesitaban allí, toda esta gente... ¡Oh dioses, traerla sana y salva a casa!
Su camarera vio la angustiada expresión de su cara, a la tenue luz del fuego, y se acercó hasta él en silencio con su manta en torno a los hombros.
—¿Señor? —preguntó en voz muy baja—. ¿Gorstag? La echas de menos, ¿verdad?
El hacha tembló. Bruscamente, dio un giro hacia arriba y quedó colgando del pliegue de su brazo. Entonces, el posadero dio la vuelta a la barra donde descansaban una piedra de afilar, frascos de aceite y trapos viejos.
—Sí, muchacha, la echo de menos.
Volvió a sentarse donde estaba y Lureene fue, con los pies descalzos, a sentarse a su lado mientras él hacía girar el hacha en sus dedos como si no pesara más que una jarra vacía. Tras un minuto de silencio, empujó el pichel hacia ella:
—Bebe algo, Lureene. Es muy bueno... Te sentirás mejor después.
Lureene lo probó, hizo una mueca y, después, tomó otro trago. Luego volvió a dejar el pichel, con las dos manos, encima de la mesa y lo empujó de nuevo hacia él.
—Tal vez, si algún día llego a tu edad —dijo con sencillez—, aprenda a saborearlo. Tal vez.
Gorstag se echó a reír. El metal del hacha resplandecía en sus manos mientras lo hacía girar una y otra vez. La luz de la hoguera brilló trémulamente en el borde de su hoja durante un instante. Lureene observaba; después preguntó con tono suave:
—¿Dónde crees que estará ahora?
Las robustas manos vacilaron y luego se detuvieron.
—No lo sé —dijo mientras alcanzaba un frasco del aceite y lo tapaba—. No lo sé —repitió—. ¡Eso es lo peor de todo! —y apretó con brusquedad su mano aplastando el frasco de metal—. ¡Quisiera salir a buscarla por ahí..., hacer algo! —susurró con furia.
Lureene puso impulsivamente su brazo alrededor de él. Podía ver cómo Gorstag estaba al borde del llanto. Entonces, él habló en un tono que ella jamás había oído de él.
—¿Por qué se fue? —preguntó—. ¿Qué es lo que hice de malo para que ella odiase tanto este lugar?
Lureene no encontró respuesta, así que besó su áspera mejilla y, cuando él volvió la cabeza, sobresaltado, ella ahogó sus sollozos con sus labios.
Cuando, por fin, ella se retiró para respirar, él protestó débilmente:
—¡Lureene! ¿Qué...?
—Puedes escandalizarte por la mañana —le dijo ella con dulzura y lo besó otra vez.
El halcón describe círculos y más círculos, y espera. Contra la mayoría de sus presas, tan sólo asestará un golpe. Espera, por tanto, la mejor oportunidad. Sé como el halcón. Observa y espera, y luego acierta. Los elfos no se pueden permitir muertes tontas en la batalla. Combate para matar, no para tener una lucha larga y gloriosa.
Aermhar el de los árboles Enredados
Consejo ante la Asamblea, en la Corte élfica
Año del Halcón Encapuchado
—E... estoy demasiado cansado, señora —dijo Narm disculpándose—. No me puedo concentrar.
Jhessail asintió con la cabeza:
—Ya sé que lo estás. Por eso debes hacerlo. ¿Cómo, si no, vas a conseguir forjar tu voluntad hasta hacerla más fuerte y afilada que la espada de un guerrero, como dicen los viejos magos? —La sonrisa de Jhessail no estaba exenta de ironía—. Encontrarás, aunque no volvieses a aventurarte a partir de hoy, que casi nunca gozarás del silencio, la comodidad, la buena luz y el espacio suficiente para estudiar. Te verás siempre luchando por grabar conjuros en tu memoria mientras estás agotado, enfermo o herido y acuciado por el dolor, o en medio de ronquidos, quejidos, charla, o incluso llantos. Aprende ahora, y te alegrarás de ello después.
—Te lo agradezco por adelantado, buena señora —respondió Narm con no menos ironía. Jhessail sonrió de oreja a oreja.
—Tú aprende, tú aprende —le dijo—. Bien... ¿por qué no examinas las páginas que tienes ante ti? Los conjuros no se recuerdan solos, ¿sabes?
Narm sacudió la cabeza con una media sonrisa de frustración en su cara, y dijo:
—¡Sencillamente, no puedo! ¡No es posible!
—Así habla el guerrero cuando le dicen que aprenda conjuros y se convierta en un gran mago —replicó Jhessail sentándose de repente en medio de un suave remolino de hábitos gris-plateados—. Y también el ladrón. ¡Pero tú ya lanzas conjuros! Yo te he visto... El más pequeño sortilegio que hagas demuestra que puedes. ¡El «no puedo» ya no existe en cuanto lees tus primeras inscripciones, muchacho! ¿Eres capaz de sentarte ahí y mentirme con toda tu cara y los libros de magia abiertos? ¡Yo espero de ti bastante más que eso!
—¡Aarghh! —respondió Narm con frustración, golpeando la mesa con el puño—. ¡No puedo pensar si sigues hablándome, siempre hablando! ¡Marimmar jamás me hizo esto! él...
—Murió en un instante porque su estupidez era mucho más grande que su arte —continuó Jhessail—. Tú puedes hacerlo mucho mejor, Narm. Además, debes esperar encontrarte con distintos modos de manejar el arte cada vez que estás ante un maestro diferente. No cuestiones ni los métodos ni las opiniones que de buena voluntad se te dan, aunque te hagan arder por dentro, y no subestimes el conocimiento impartido. Voy a cerrar mi enseñanza como el que cierra un grifo, y no tendrás ni una gota más a pesar de todas tus súplicas y todo tu dinero. ¿Pretendías ser un mago y no saber con qué clase de orgullo vas a tener que enfrentarte, todavía? Yo lo sé muy bien... ¡Me estoy enfrentando con tu orgullo ahora mismo!
—Yo... mis excusas, Jhess... lady Jhessail. No deseaba ofenderte. Yo...
—Puedes evitar tal ofensa mirando tus páginas y tratando de estudiar a pesar de mi cháchara, ¡y no haciéndome perder el tiempo! Yo soy mucho más vieja que tú, muchacho. Me queda mucho menos que a ti, si tienes los suficientes sesos como para llegar a viejo... Una perspectiva harto dudosa ésta para todos, pero a la que yo no obstante me agarro.
Narm alzó las manos en muda desesperación e inclinó la cabeza hacia el libro de magia que tenía abierto ante él. Jhessail volvió a sonreír:
—Está bien. Recuerda... No, no me mires a mí. Ya sabes que soy bonita, y yo también lo sé, pero el arte de Mystra es mucho más hermoso. Su belleza perdura, mientras que la mía se marchitará con los años. Recuerda que he aprendido algo de arte con el propio Elminster... —Narm levantó la mirada con sorpresa. Jhessail frunció el entrecejo y le señaló de nuevo el libro con severidad— y se me están acabando las cosas severas que él me dijo, para que yo te repita ahora como un lorito. Así que, por el amor de Mystra, Narm, concéntrate en tus conjuros y haz un esfuerzo. Así yo te podré hablar de los reyes de Cormyr, o de la etiqueta cortesana de Aglarond, o recitarte las canciones de amor de Solshuss el bardo sin tener que devanarme tanto los sesos.
—Sí, lo... lo intentaré. Sólo una pregunta si me permites, señora, antes de proseguir —dijo Narm levantando la mirada hacia ella. Jhessail sonrió y asintió con la cabeza—. ¿Elminster te hablaba así a ti? ¿Por qué?
—Porque lo consideraba necesario, lo mismo que yo, en esta etapa del aprendizaje, para alguien que desea dominar el arte. Tu Marimmar obviamente jamás conoció esta disciplina. Illistyl, cuyo arte es mucho menos poderoso que el suyo, también la ha conocido, y para gran beneficio suyo. Elminster considera negligente su enseñanza si el mago no conoce esta frustración.
»El arte es una cosa bella en sí misma, y también puede ser útil y creativa. Demasiados practicantes descuidan dichas facetas del arte en su prisa por hacer fortuna y ganar influencia, y enemigos, manejando el fuego y el rayo. Recuerda eso, Narm. Si, con el paso de los años, llegas a olvidar todo lo demás que te he dicho, recuerda por lo menos eso. Tú viste morir a Shadowsil. Elminster la adiestró durante largo tiempo. Ya viste lo que la fascinación por el poder, y sólo el poder, puede llegar a hacer.
—Sí..., pero ¿por qué otra cosa se hace uno mago?
—¿Por qué? ¡Por qué! ¿Por qué convertirse en algo distinto de un granjero, un cazador o un guerrero? Estas son las tres profesiones que el mundo impone a todo el que nace en él, si es que quiere encontrar un modo de vida libre en medio de estas tierras salvajes. Todas las demás: carpinteros, pintores, tejedores, herreros, las escoge uno porque tiene la aptitud y el deseo.
»Si es poder todo lo que quieres, hazte guerrero... pero procura entonces atacar a los débiles y desprotegidos. Tu brazo puede que llegue a cansarse de tanto matar, pero tendrás poder y podrás utilizarlo sobre los demás... hasta que, naturalmente, caigas ante otro más poderoso que tú. ¡Sigue haciendo esas preguntas, Narm, y verás que puedo igualar el carácter irascible de Elminster! ¿Por qué no sigues mirando tus libros?