Read Fablehaven Online

Authors: Brandon Mull

Fablehaven (8 page)

BOOK: Fablehaven
3.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué haces? —preguntó Seth.

Sólo le quedaba un capullo de chocolate. Kendra tendría que esconder sus bombones en algún lugar más seguro que el cajón de la mesilla de noche.

Sostuvo una última página contra la ventana. La luz no desveló nada.

—Estoy ensayando para las pruebas de acceso al manicomio. —Apuesto a que quedas la primera —bromeó él. —Salvo si te ven a ti la cara —repuso ella. Seth pasó por delante de su hermana y fue a coger un puñado de grano para
Ricitos de Oro
. —Ha puesto otro huevo.

Abrió la jaula para sacarlo y le acarició el suave plumaje.

Kendra se dejó caer en la cama y se dedicó a hojear las últimas páginas. De repente se detuvo. En una de las páginas del final había algo escrito. No estaba realmente escondido, sino sólo puesto en un lugar insospechado. Eran tres palabras, escritas cerca de la tapa del libro, en la parte inferior de una hoja por lo demás vacía: «Bebe la leche».

Kendra plegó la esquina de la página y hojeó las restantes. A continuación, echó un vistazo rápido al resto de las páginas desde el principio para asegurarse de que no se le había escapado ningún otro mensaje parecido. «Bebe la leche.»

A lo mejor si empapaba la página en leche conseguía que apareciesen más palabras. Podía meter una en los moldes llenos de leche que Dale dejaba fuera.

¡O tal vez ésa fuera la leche a la que hacía referencia el mensaje! La estaban retando a beber leche de vaca sin procesar. ¿Qué propósito tendría? ¿Provocarle diarrea? Dale había hecho especial hincapié en que no debía beber esa leche. Claro que su manera de decirlo había sido algo peculiar... Podría estar ocultando algo. «Bebe la leche.»

¿Se había tomado tantas molestias para encontrar las cerraduras correspondientes a las llaves que le había dado el abuelo Sorenson, para descubrir otras tantas llaves que a su vez abrían un diario cerrado, todo para obtener aquel extraño mensaje? ¿No estaría escapándosele algo? ¿O sacando las cosas de quicio? Tal vez la caza de llaves había sido pensada únicamente como un medio para hacerle pasar el tiempo.

—¿Crees que mamá y papá nos dejarían tener una gallina de mascota? —preguntó Seth con la gallina en brazos.

—Seguramente justo después de que nos dejen tener un búfalo.

—¿Por qué nunca coges a
Ricitos de Oro
} Es muy buena, de verdad.

—Coger entre mis brazos a una gallina viva me parece algo repugnante.

—Pues mejor que coger a una muerta. —Con acariciarla me conformo.

—Tú te lo pierdes. —Seth sostuvo la gallina pegada a su cara—. ¿A que eres una gallina buena,
Ricitos de Oro
—La gallina cloqueó en voz baja. —Te va a sacar los ojos —le advirtió Kendra. —Para nada, está domesticada.

Tras echarse en la boca uno de los bombones con forma de capullo de rosa, Kendra guardó de nuevo el Diario de secretos en el cajón de la mesilla de noche y volvió a centrarse en el dibujo. Arrugó el entrecejo. Entre los cenadores, el estanque y los cisnes, el cuadro requería más de treinta tonalidades diferentes de blanco, gris y plata. Empleando las bases de muestra que Lena le había dado, se puso a preparar el siguiente color.

Al día siguiente lucía un sol esplendoroso. No había ni rastro de que hubiese llovido antes ni indicios de que fuese a llover en el futuro. Los colibríes, las mariposas y los abejorros habían regresado al jardín. Lena, bajo un enorme sombrero para protegerse del sol, se ocupaba de las plantas al fondo de la pradera.

Kendra estaba sentada a la sombra en el porche trasero. Al haber dejado de ser una cautiva en el desván, le parecía que era más capaz que antes de disfrutar del buen tiempo. Se preguntó si la variedad de mariposas que veía en el jardín formaba parte de las especies que el abuelo Sorenson había importado. ¿Cómo se puede impedir que una mariposa se marche de una finca? ¿Tal vez con aquella leche?

Mató el rato con un juego que había encontrado en una estantería del desván: un tablero triangular dotado de quince orificios y catorce palitos. El objetivo consistía en saltar sobre los palitos, como en el juego de las damas, hasta que sólo te quedara uno, lo cual parecía fácil, en principio. El problema radicaba en que al ir saltando, algunos palitos se quedaban aparte y no podían ni saltar ni ser saltados. El número de palitos que dejabas repartidos por el tablero indicaba tu puntuación.

Hasta el momento su mejor intento se había saldado con tres puntos, puntuación que el folleto de instrucciones calificaba de típica. Dejar dos era bueno. Y uno, óptimo. Cinco o más te encasillaban en la categoría de inútil.

Mientras recolocaba los palitos para un nuevo intento, Kendra vio lo que había estado esperando. Dale pasaba por el borde del jardín con un molde de tarta en las manos. Kendra dejó el juego de los palitos en la mesa y se apresuró a interceptarle el paso.

Al verla venir hacia él, Dale pareció incomodarse ligeramente.

—No puedo dejar que Lena te vea hablando conmigo así —murmuró en tono grave—. Se supone que saco la leche sin que nadie se entere.

—Creí que nadie sabía que sacabas la leche.

—Así es. Mira, tu abuelo no lo sabe, pero Lena sí. Procuramos mantenerlo en secreto.

—Tengo curiosidad por saber cómo sabe la leche. Él se puso nervioso.

—¿No oíste lo que te dije la otra vez? Podrías pillar... herpes, sarna, escorbuto. —¿Escorbuto?

—Esta leche es un caldo de cultivo para las bacterias. Por eso les gusta tanto a los insectos.

—Tengo amigos que han probado la leche directamente ordeñada de la vaca. Y han sobrevivido.

—Seguro que eran vacas sanas —repuso Dale—. Estas vacas son..., da igual, no importa. La cosa es que no se trata de una leche cualquiera. Está muy contaminada. Yo me lavo las manos a conciencia después de tocarla.

—Entonces, crees que no debería probarla.

—No, a menos que aspires a morir pronto.

—¿Me llevarías al granero para que vea las vacas?

—¿Para ver las vacas? ¡Eso sería quebrantar las normas de tu abuelo!

—Creí que lo hacía porque podíamos hacernos daño —repuso Kendra—. Si vienes conmigo, no me pasará nada.

—Las normas de tu abuelo son las normas de tu abuelo. Tiene sus motivos. Y yo no pienso violarlas. Ni tampoco hacer excepciones.

—¿No? A lo mejor si me dejas ver las vacas, guardaré vuestro secreto sobre la leche.

—Oye, eso es chantaje. No voy a tolerar que nadie me chantajee.

—Me pregunto lo que dirá el abuelo cuando se lo cuente esta noche en la cena.

—Seguramente dirá que debes meterte en tus asuntos. Y ahora, con tu permiso, tengo cosas que hacer.

Kendra le siguió con la mirada mientras él se alejaba con el recipiente de leche. Sin lugar a dudas, Dale se había comportado a la defensiva y de un modo extraño. Definitivamente, esa leche escondía algún misterio. Pero después de todo aquello sobre las bacterias, se le quitaron las ganas de probarla. Necesitaba un conejillo de Indias.

***

Seth intentó dar un salto mortal, pero cayó al agua golpeándose la espalda de lleno. Nunca le salía la voltereta entera. Asomó a la superficie y nadó hasta el borde para intentarlo de nuevo.

—Bonito planchazo de espalda —comentó Kendra, de pie cerca del borde—. Un corte para las tomas falsas. Seth escaló el bordillo.

—Me gustaría ver cómo lo mejoras. ¿Dónde has estado?

—He descubierto un secreto.

—¿Cuál?

—No puedo explicártelo. Pero puedo mostrártelo. —¿Tan bueno como el lago? —No tanto. Date prisa.

Seth se echó una toalla por encima de los hombros y se calzó las sandalias. Desde la piscina, Kendra lo guió por el jardín en dirección a unos arbustos floridos que había al final. Detrás de las plantas había un molde grande de tarta lleno de leche, del que bebían un montón de colibríes.

—¿Beben leche? —preguntó Seth.

—Sí, pero ésa no es la cuestión. Pruébala.

—¿Por qué?

—Ya lo verás.

—¿Tú la has probado?

—Sí.

—¿Cuál es el misterio?

—Ya te lo he dicho: tú pruébala y verás.

Kendra observó con curiosidad mientras él se arrodillaba junto al recipiente. Los colibríes se dispersaron. Seth metió un dedo en la leche y se lo llevó a la lengua.

—Muy buena. Dulce.

—¿Dulce?

Él agachó la cabeza y arrugó los labios para acercarlos a la superficie de la leche. Se retiró y se limpió la boca.

—Sí, dulce y cremosa. Pero algo tibia. —Entonces, al mirar más allá de Kendra, los ojos se le saltaron de las órbitas. Se puso en pie de un salto, gritando y señalando con el dedo— ¿Qué demonios son esas cosas?

Kendra se dio la vuelta. Lo único que vio fueron una mariposa y un par de colibríes. Volvió a mirar en dirección a Seth. Se había puesto a correr en círculos mientras observaba como loco en todas partes, aparentemente perplejo y asombrado.

—Están por todas partes —dijo, alucinado.

—¿Qué?

—Mira a tu alrededor. Mira las hadas.

Kendra se quedó contemplando a su hermano. ¿Era posible que la leche le hubiese frito los sesos por completo? ¿O estaba tomándole el pelo? No parecía fingir. Se encontraba al otro lado de un rosal, contemplando maravillado una mariposa. Alargó el brazo con cautela para tocarla, pero la criatura aleteó y se alejó de su alcance.

Se volvió hacia Kendra.

—¿Ha sido la leche? ¡Esto mola mucho más que el lago! Su entusiasmo parecía auténtico.

Kendra observó detenidamente el recipiente de leche. «Bebe la leche.» Si Seth estaba haciéndose el gracioso, sus dotes interpretativas se habían multiplicado por diez. Kendra se mojó un dedo y se lo llevó a la boca. Seth tenía razón. Estaba dulce y tibia. Por un instante, el sol brilló en sus ojos y la obligó a guiñarlos.

Miró de nuevo a su hermano, que se acercaba sigilosamente a un grupúsculo de hadas suspendidas en el aire. Tres de ellas tenían las alas como las de las mariposas, y otra como las de las libélulas. Kendra no pudo reprimir un grito ante aquella visión imposible.

Volvió a dirigir la vista hacia la leche. Un hada con alas de colibrí bebía con una mano. Aparte de las alas, el hada era como una mujer esbelta de no más de cinco centímetros de alto. Llevaba un rutilante viso color turquesa y tenía el pelo largo y negro. Cuando Kendra se inclinó para verla de cerca, el hada salió volando.

Era imposible que realmente estuviese viendo aquello, ¿o no? Tenía que haber una explicación. Sin embargo, había hadas por doquier, cerca, lejos, resplandecientes con sus vividos colores. ¿Cómo podía negar lo que tenía delante de los ojos?

Conforme paseaba la mirada por todo el jardín, la incredulidad y el sobresalto dejaron su lugar a la maravilla. Hadas de todas las clases imaginables revoloteaban de acá para allá, explorando flores, dejándose llevar por la brisa y esquivando acrobáticamente a su hermano.

Mientras deambulaba por los senderos del jardín, presa del asombro, Kendra se fijó en que en aquellas hadas parecían estar representadas todas las nacionalidades. Las había con rasgos asiáticos, indios, africanos, europeos. Muchas de ellas no podían compararse del todo con mujeres de carne y hueso, pues presentaban una tez azul o cabellos color verde esmeralda. Unas cuantas lucían antenas. Las alas eran de todos los tipos, la mayoría estampadas como las de las mariposas, pero de forma mucho más estilizada y de colores radiantes. Todas las hadas resplandecían con fulgor, desluciendo el brillo de las flores del jardín igual que el sol gana en resplandor a la luna.

Kendra dobló un recodo de uno de los senderos y de pronto se detuvo en seco. Ahí estaba el abuelo Sorenson, con su camisa de franela y sus botas de faena, los brazos cruzados por encima del pecho.

—Tenemos que hablar —dijo.

***

El reloj de pie dio la hora con tres toques de campanillas a continuación del melodioso preámbulo. Sentada en una silla de piel con respaldo alto, en el estudio del abuelo Sorenson, Kendra se preguntó si los relojes de pie, que en inglés reciben el nombre de
grandfather docks
(relojes abuelos), debían su nombre a que sólo los tenían los abuelos.

Lanzó una mirada a Seth, que se encontraba sentado en una silla idéntica que parecía inmensa para él. Eran sillas para adultos.

¿Por qué el abuelo Sorenson había salido de la habitación? ¿Estaban en un aprieto? Al fin y al cabo, él le había dado las llaves que acabaron llevándolos a ella y a su cobaya a probar la leche.

Con todo, no podía dejar de preocuparse por haber descubierto algo que se suponía que debía mantenerse oculto. No sólo las hadas existían de verdad, sino que además el abuelo Sorenson las tenía a centenares en su jardín.

—¿Eso es un cráneo de hada? —preguntó Seth, que señaló la bola de cristal de base plana que había sobre la mesa del abuelo y que contenía aquel cráneo del tamaño de un pulgar.

—Probablemente sí —respondió Kendra.

—¿Estamos acabados?

—Esperemos que no. No había ninguna norma que nos impidiera beber leche.

La puerta del estudio se abrió silenciosamente. El abuelo entró, seguido de Lena, que llevaba tres tazas en una bandeja. Lena ofreció una a Kendra, luego otra a Seth y la última al abuelo. La taza contenía chocolate caliente. Lena salió del estudio, mientras el abuelo tomaba asiento detrás de su escritorio.

—Estoy impresionado por lo rápido que habéis resuelto el enigma —dijo, y dio un sorbito de su taza.

—Entonces, ¿pretendías que bebiésemos la leche? —repuso Kendra.

—Siempre y cuando fueseis la clase adecuada de personas. Francamente, no os conozco tanto. Yo esperaba que la clase de persona que se tomara la molestia de resolver mi pequeño enigma fuera la clase de persona que podría asimilar la idea de una reserva llena de criaturas mágicas. Fablehaven sería demasiado difícil de creer para la mayoría de la gente.

—¿Fablehaven? —repitió Seth.

—Es el nombre que los fundadores de esta reserva le pusieron hace cientos de años. Un refugio para criaturas místicas, una administración transferida de cuidador en cuidador a lo largo de años.

Kendra probó el chocolate caliente. ¡Era excelente! El sabor le trajo a la mente los bombones con forma de capullo de rosa.

—Además de hadas, ¿qué más tienes? —preguntó Seth.

—Muchos seres, enormes y pequeños. Lo que constituye la verdadera razón de por qué el bosque es territorio vedado. Hay criaturas ahí fuera mucho más peligrosas que las serpientes venenosas o los simios salvajes. Sólo ciertos órdenes de ejemplares de vida mágica tienen permiso, en general, para estar en el jardín. La hadas, los elfos y demás. —El abuelo dio otro sorbo de su taza—. ¿Os gusta el chocolate caliente?

BOOK: Fablehaven
3.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ay, Babilonia by Pat Frank
Scourge of the Dragons by Cody J. Sherer
Killing a Cold One by Joseph Heywood
The Royal Hunter by Donna Kauffman
Master of Desire by Kinley MacGregor
Summon the Bright Water by Geoffrey Household
End of Days by Max Turner